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Mariana
Enríquez
Bajo influencia de Mildred Burton
A orillas de este río, todos los pájaros
que vuelan, beben, se sientan en las ramas y molestan como posesos con sus
graznidos demoníacos durante la siesta, todos esos pájaros alguna vez fueron
mujeres. Qué bronca cuando los vecinos y los turistas vienen a pasar el fin de
semana a la playita y hablan de la paz que les trae la naturaleza, los vuelos
en el cielo despejado del verano, los picoteos de las migas de pan que dejan
caer cuando toman mate. No tiene sentido explicarles que las aves no son lo que
parecen aunque podrían darse cuenta si las miraran a los ojos, directo a esos
ojos fijos y enloquecidos que piden liberación.
Mi hermana Millie siempre quiere hablar
con las pájaras. Ella conoce las leyendas, como yo, pero nuestra diferencia es
radical porque Millie sabe el lenguaje de las cosas y de los animales; se pasa
las tardes de calor con el ventilador al lado de la mesita donde dibuja, todos
los días, su autorretrato porque, está convencida, ella también va a
convertirse en pájaro. «No dejes que me transformen», me dice a veces, y llora
sentada sobre la madera húmeda del piso de esta casona ridícula construida para
protegernos de un frío y una lluvia que no existen en Paraná. Yo no puedo
ayudarla porque no sé quién tiene el poder de la metamorfosis, si es un dios
malvado o si es una consecuencia de los actos dictada por la Providencia. En el
autorretrato, Millie usa mi camisa celeste que tiene dibujos de cacatúas. No
recuerdo habérsela prestado, pero ella toma lo que quiere, y además, si la
acusara de robarme, sencillamente mentiría. Miente todo el tiempo. Suele
decirme, por ejemplo, que yo no existo, que soy un retazo de su imaginación,
que me vio por primera vez cuando estuvo internada en el neuropsiquiátrico y
que, desde entonces, la sigo a todas partes. «Está bien», sonríe y mordisquea
una manzana, «no me molestás en lo más mínimo.»
Nunca salgo de esta casa aunque la odio,
detesto los gobelinos, el empapelado de flores color naranja que la abuela
llama orgullosamente «estilo William Morris», las escaleras de madera y el olor
a cosas viejas. Una vez, desde la calle, vi que un grupo de chicos entraba a
nuestro parque con miedo y sigilo. Iban con bermudas y remeras sin mangas, la
piel morena de sol, el pelo enredado de río. Qué envidia. Los escuché. Decían
que nuestra casa estaba abandonada y que era una casa embrujada. Qué pavada, pensé,
si todo el mundo sabe que acá viven los ingleses; así nos llaman los vecinos.
Aunque, hay que decir, los vecinos nos quedan lejos porque la casa está en
medio de un parque bastante grande y descuidado, de pasto seco, un aljibe,
animales que nadie cuida, los perros, los gatos, las lagartijas, las víboras
que se arrastran de noche.
Me asomé a la ventana para asustarlos y
funcionó: salieron corriendo a los gritos, y una de las chicas perdió su ojota
amarilla, que se quedó enganchada de un rosal seco. Creo que se cortó, pero
desde el primer piso no vi sangre. Millie vino a ver qué pasaba y me sacó de la
ventana. Ella es hermosa, tiene el pelo oscuro y los ojos azules, y siempre
espanta a las moscas que se me posan en la cara, porque yo no las siento, no
tengo sensibilidad. Nadie sabe muy bien qué nombre darle, pero tengo una
enfermedad cuyo síntoma principal es que la piel se pudre, como si estuviese
muerta. Por suerte no huele, es solo el aspecto verdegrís lo impresionante, y
que, de vez en cuando, se cae y voy dejando jirones de mí misma por la casa. Me
llevaron al médico hace muchos años, cuando creían que era lepra. No lo es. La
abuela cree que puede ser una enfermedad contagiosa; entonces, si me acerco a
ella, usa su bastón para alejarme. No puede usarlo para herirme, porque yo no
siento dolor, pero me mantiene a distancia. Está bien. La casa es muy grande.
Si salgo, cuando alguien me ve, reacciona como esos chicos, con los ojos
desorbitados y la boca en O; no están acostumbrados a ver una cabeza sin pelo,
con algunos gusanitos, el labio inferior caído porque no tengo músculos con la
fuerza suficiente para levantarlos, el ojo del lado derecho totalmente negro
como un cascarudo o como los de las pájaras.
Millie me dibuja. Dice que ella, ahora
que se acostumbró, me encuentra hermosa. Que en la clínica, sin embargo, me
tenía miedo, porque yo me la pasaba en un rincón y la miraba sonriente, como
una loca y, además de loca, muerta podrida. Yo no me acuerdo de eso: creo que
nunca me dejaron visitarla en la clínica. No tiene sentido discutir con Millie.
Ella, cuando sale, trae historias que son puras mentiras; mi mamá le tira del
pelo, mi papá finge no enterarse, la abuela le prepara castigos ejemplares para
que deje de inventar cosas.
Uno de los castigos fue demasiado (la
hicieron limpiar la letrina vieja, la que está afuera, en el parque) y Millie
planeó asesinar a la abuela de noche, con un pincel. Decía que podía clavárselo
en la yugular. Yo la convencí para que no ejecutara esa locura: solo Millie
pinta en esta casa, y clavar un pincel sería como dejar la prueba del delito,
la huella criminal. La podía degollar de noche, le expliqué. No cuesta tanto.
No hay que cortar como se corta un pedazo de carne. Hay que conseguir un
cuchillo bien afilado y dar un solo tajo: la sangre brota como un manantial,
como el río Paraná, tan marrón y tan hermoso, como el champán cuando mamá está
contenta y quiere festejar y nos sirve copas de vidrio finito que tenemos
permiso de romper.
Tengo que volver a los pájaros. Todos los
pájaros son mujeres que han recibido un castigo. En los mitos populares de
nuestra provincia, Entre Ríos, pero también de Corrientes y de Misiones (tengo
un libro que ubica cada mito en detalle), el castigo para la desobediencia, la
mala conducta o el amor desesperado es ser transformada en ave. Hay algunos
hombres pájaro también, pero no tantos. El chingolo es un hombre, por ejemplo.
Era un cantante que andaba en un caballo blanco, como un knight, un caballero de
armadura y laúd. Era el único que cantaba en el pueblo y quería que la
situación permaneciera así. Un día apareció otro cantor, un viejo, con su
guitarra, y a la gente le gustó mucho su voz. El rubio del caballo no lo
soportó, lo increpó y lo mató. En el pueblo no había lugar para dos cantantes.
Fue preso, claro, pero en la celda se le concedió la metamorfosis y salió
volando por entre las rejas. Tiene copete rojo porque, en aquella época, a los
presos les ponían un gorro colorado.
Los destinos de las mujeres son mucho
peores.
El urutaú, que también se llama pájaro
fantasma, sale únicamente de noche y, cuando canta, parece que llora. Se supone
que fue una princesa guaraní enamorada del Sol, abandonada cuando él se fue al
cielo, que clama por su hombre todas las noches. Su castigo no tiene fin porque
el sol siempre vuelve a salir, siempre. La calandria era una chica linda que,
cuando rechazó a un insistente guerrero que no le gustaba, recibió su castigo
de no ser más ni mujer ni bonita, y Tupá la convirtió en ave por soberbia y por
altiva. El pajarito que se conoce como chochi fue otra chica joven, recién
casada, que se fue a bailar cuando su marido estaba enfermo y se divirtió tanto
y la pasó tan bien que se olvidó del tiempo y, cuando volvió a casa, él estaba
muerto. Castigo: se la pasa llamando a su marido mientras camina por el monte
con sus patas cortas. Otra chica loca por la música abandonó a su madre, ya
vieja ella, y la anciana también se murió: se transformó en chesy, otra
pajarita que se anda lamentando. Podría seguir, pero se dan una idea. Caminar
por la orilla del Paraná y ver una bandada de pájaros es imaginarse rodeada de
mujeres reprendidas, metamorfoseadas contra su voluntad, rogando volver a ser
humanas. Escuchar los cantos de los pájaros a la noche, cuando el calor no deja
dormir, es un concierto de llantos viudos y de injusticia.
Millie siempre dice que, cuando la
internaron, ella creía que iba a volver a casa, pero transformada en pájaro.
Como cacatúa o loro, eso sí, porque no iban a lograr que se callara la boca. Su
propia boca olía a acetona, me acuerdo. Yo pensaba que se había tragado un
frasco de sus pinturas, aunque mi hermana, a diferencia de mis tías y otras
mujeres de la familia, nunca expresó deseos de morir. Era muy raro: hablaba y
el aire apestaba a quitaesmalte. Me recordaba a cuando mamá se pintaba las uñas
en la glorieta del parque, sobre el banco pintado de verde musgo; decía que era
un lugar cómodo para hacerlo y que la luz era óptima. Se pintaba las uñas del
pie de rojo y, para hacerlo bien, se colocaba algodón entre los dedos, así se
mantenían separados. Era algo inquietante de ver, sin embargo, porque con el
rojo del esmalte parecía que había sufrido un accidente, y que alguien le había
cosido los dedos de vuelta. En realidad, esta idea no es mía: es de Millie. A
ella la obsesionan un poco los dedos cortados, las falanges; dice que algún día
deberíamos usar la punta de algún dedo como dije, alrededor del cuello, como
llevamos nuestras medallitas de oro. «¿Nuestros dedos?», le pregunté. «Claro
que no, hermanita monstruo, ¡los de la abuela!»
Se equivocaron con Millie cuando la
internaron en un neuropsiquiátrico. Lo que sufría era un problema con el azúcar
en la sangre. Poco o demasiado azúcar, no sé los detalles. Me cuesta pensar en
enfermedades porque me obliga a pensar en mi cara podrida y las moscas que
caminan sobre mi nariz; y me pregunto cuántos bichos hay detrás del empapelado
de flores anaranjadas y si, de noche, esos bichos -cucarachas, ciempiés,
arañas, hormigas negras, babosas- no me caminarán por el cuerpo. Yo no duermo
desnuda a pesar del calor solamente por eso. Millie, que duerme en la cama de
al lado, me dice que no tenga miedo, que ella me los espanta, pero yo no le
creo, porque muchas noches me despierto y la veo sentada en la cama, con su
cuaderno de tapas de cuero marrón, dibujando mi cara, porque mi cuerpo no lo
puede ver.
Mi cuerpo también se pudre, pero el
proceso es más lento.
La acetonemia de Millie -así se llama la
enfermedad por la que terminó internada- empezó cuando dejó de comer. Creo que
ese es el motivo por el que la familia decidió que debía ser internada en un
neuropsiquiátrico: no comió durante días, ni siquiera las manzanas verdes que
tanto le gustan. Pero no dejó de comer por suicida: lo hizo por reconcentrada.
También alucinaba, veía cosas y es por eso que me considera una alucinación:
quedó más confundida después de esa internación, creo que le dieron demasiados
medicamentos. No importa: igual me quiere. Millie es una gran hermana, aunque
mienta y aunque no distinga demasiado lo que es real y lo que no.
Si tengo que ser sincera, Millie estaba
confundida acerca de la realidad de las cosas desde antes de la internación.
Una tarde salimos al parque; yo, por las dudas, con la cara tapada con una
media panti de mi mamá: nunca me compran la máscara que quiero, les parece
demasiado morboso. Mucho más morboso es pudrirse así, pero mi familia es
caprichosa y bastante cruel. Le pedí a Millie ir hasta el río porque me gustan
los peces: es hermoso meterse en el agua tibia y sentirlos jugar entre las
piernas, dan besitos que son como mordiscones y se van enseguida, tímidos. A
Millie no le gustan tanto: tiene un poco de miedo porque una vez mamá nos habló
de las palometas, que son como pirañas del Litoral, y que muerden. No comen
carne a dentelladas como sus hermanas tropicales, pero lastiman. Mi papá
intervino, recuerdo, y dijo que las palometas solo viven en lagos, no en el
río, pero Millie quedó acobardada. Yo no. Me encantan los pescados de río
además, especialmente el surubí, que tiene gusto a barro. O a lo mejor es que
en la cocina de mi casa no los lavan bien. El surubí frito y con papas: podría
comer eso durante toda mi vida. Aunque cada vez como menos: me falta el hambre.
Es de familia, porque Millie come muy poco. Como un pajarito.
En el río, esa vez, nos acordamos de la
chica que apareció muerta. Era una vecina, más chica que nosotras, y
encontraron primero su sombrero. Mi hermana y yo creemos que la violaron, pero
nuestros padres nunca nos dan ese tipo de detalles tan sórdidos. También
encontraron sus zapatitos. Iba vestida de blanco. Nadie sabe por qué se alejó
de la familia y se metió en el monte, donde la encontró el asesino, que la
destrozó como si no fuese un ser humano. En el diario decían que la niña, que
se llamaba Juana, había aparecido «desgarrada». Millie, esa tarde, quiso
conectarse con su espíritu. Dejó chorrear sus pinturas junto al árbol donde
apareció el cuerpo de la niña; el dibujo formó una especie de estrella atrapada
en un círculo. Recitó algunas palabras con los ojos cerrados y esperó. Yo
escuchaba el chapotear del agua en las orillas, las víboras deslizándose entre
el pasto, los gritos desolados de las mujeres pájaro. La voz de la niña, sin
embargo, no llegaba. Millie continuó, ofuscada. Sacó su cuaderno de tapas de
cuero, el que usa para dibujar, y leyó algo que había escrito ahí en voz alta.
Yo no le entendí porque usaba palabras en inglés. A lo mejor por eso la niña no
viene, pensé, seguro que no sabe el idioma. Cuando Millie estaba por abandonar,
apareció un gato que caminó, muy seguro, hasta ubicarse dentro del círculo
trazado por la pintura. El gato y Millie se miraron un rato a los ojos hasta
que él, ronroneando, se le acercó. «Es la nena muerta», me dijo Millie,
emocionada, «que se convirtió en tigre.» Me quedé mirando al animal, que Millie
tenía en brazos. Es un gatito, le dije, y bebé. No tiene nada de tigre. Además,
¿no debería reencarnarse en una gata? «Qué tiene que ver eso. Gata, gato, es lo
mismo. Qué sabés vos, cara podrida», me gritó, y salió caminando decidida con
su bebé tigre en brazos.
Mamá nos vio llegar con el gatito.
Millie, vos le vas a dar de comer, yo no pienso gastar un peso en mascotas.
«Por supuesto», dijo Millie, y miró a mamá con desprecio, porque mi hermana
odia a la gente que no soporta a los animales, cree que no merecen vivir. Lo
bautizó Jeanne (porque la nena muerta se llamaba Juana) y le daba agua en una
jarra preciosa en la que ella misma había pintado un paisaje del Paraná.
Mi abuela lo vio por primera vez ese
mismo día. Apareció jugando con su collar de perlas y su pelo siempre perfecto,
y dijo: qué es este bicho roñoso. Se acercó al gato y Jeanne se erizó.
Reconocía quién era el enemigo. «Es un yaguareté», le contestó Millie. «No es
un bicho.» La abuela se rió con la cabeza tirada hacia atrás. Qué va a ser un
yaguareté, mocosa estúpida, si esos bichos solamente viven en Misiones, en la
selva, acá tenemos ese monte de mierda, pero selva todavía no. Se dio media
vuelta y se fue; no me olvido de que usaba el mismo cinturón con el que, un
tiempo después, mi mamá quiso ahorcarse en el baño. Mi mamá no se murió
ahorcada, igual, se murió de otra cosa, pero yo no consigo olvidarme del
cinturón y su hebilla, que parecía una corona de reina de la comparsa.
Jeanne crecía, y durante esos meses se
desató la guerra con mi abuela. Jeanne meaba sobre el empapelado estilo William
Morris. También se afilaba las uñas sobre una mesita que, según mi abuela, era
herencia de su tía escocesa. A veces parecía poseerlo una locura destructiva y
corría por el living: arañaba las alfombras persas, tiraba al suelo los adornos
que estaban sobre la mesa de vidrio, parecía un dragón a pesar de ser tan
pequeño, un dragón con su larga cola y las llamaradas de fuego saliéndole de la
boca, que había venido a destrozar la casona de mi abuela.
La batalla duró hasta que Jeanne, no sé
cómo, saltó tan alto que logró tirar al piso la reproducción de La Gioconda de
la abuela. Era, por supuesto, un cuadro barato, pero en la caída se rompió el
marco -que sí era bastante bonito, tengo que reconocer- y los pedazos de vidrio
se multiplicaron por la sala. Pasamos días juntándolos y mi mamá, que andaba
descalza, se cortó la planta del pie. Millie escondía a Jeanne en nuestra
habitación por las dudas, pero pasó lo que tenía que pasar. Una mañana fue
imposible encontrar al gato. Millie y yo recorrimos toda la casa: el ático
lleno de herramientas inservibles, la cocina siempre un poco sucia y con olor a
pescado, la sala de muebles pesados, sillones de terciopelo, caoba, cortinas
mohosas, detalles de madera oscura. El gato no estaba por ningún lado. «Mi
tigre, mi tigre», lloraba Millie. Yo me acordé de la leyenda del yaguareté.
Había un guerrero muy poderoso, en la selva; tan famoso que otro igual de
fuerte lo retó a duelo. Pelearon toda la noche y, cuando salió el sol, uno
logró clavar la lanza en el corazón del rival. Pero el herido no murió. Ninguno
de los dos murió, tampoco perdieron o ganaron la pelea. Se transformaron, los
cuerpos unidos, en el yaguareté, el animal que brilla en los bosques de la
noche, atrapado en la más perfecta simetría.
(Todas las leyendas de varones
transformados en animales son por competencia. La mayoría. A las mujeres nomás
se las condena. Lo mismo pasa con las flores. Hay muchas flores que alguna vez
fueron mujeres. La flor del ceibo, por ejemplo. Todos conocen la historia de
Anahí. La quemaron. A los hombres nunca los queman.)
Cuando terminamos de revisar la
habitación de mis padres, la de mi abuela, que había salido, y las que habían
sido de mis tías, Millie salió al parque, desesperada. Lo vimos enseguida.
Jeanne colgaba de la rama de uno de los árboles cercanos a la casa. La abuela
dejó marcada su obra con su firma particular: lo ahorcó con su propio collar de
perlas (falsas). No le hizo nada más. Millie descolgó el cuerpo con mi ayuda
(le hice piecito) y lo revisó como una profesional para comprobar si, además,
la abuela lo había torturado. Solamente tenía el cuello roto del apretón, le habían
salido mocos de la nariz -colgaban de su carita hermosa, verdes, manchaban los
bigotes- y no estaba rígido: el crimen había ocurrido horas antes, apenas.
Millie lloraba a los gritos: si solamente se hubiese dado cuenta antes, no lo
había cuidado bien, su tigre que paseaba majestuoso por las salas de la casa,
sobre sus pies de felpa, amarillo dorado, con sus ojos de fuego y sus hombros
lentos. Jeanne no era así como ella lo describía: era un gato flacucho e
histérico, anaranjado, que chillaba por comida. Mi hermana siempre había visto
a un elegante yaguareté; siempre había creído que la niña muerta había
encarnado en el rey del litoral.
«Esta hija de puta mató a mi tigre y la
mató a Juanita otra vez», dijo, y entró con el gato muerto a la casa. Yo la
seguí corriendo como pude, porque por esa época la podredumbre había alcanzado
mi pie izquierdo y no podía dejar de renguear. Millie se encerró con una tela y
un lápiz que usaba para bocetos, un lápiz negro que le manchaba los dedos y que
a veces dejaba su ropa y las sábanas llenas de hollín. No comió durante días.
Había trabado la puerta con una silla. El gato muerto empezó a oler. Mi mamá gritaba
que estaba harta de los muertos, de mi cara que se pudría, del gato, del olor a
humedad del río, del calor que arruinaba todo, de esa familia de locos, quería
irse a Buenos Aires, a Rosario, a cualquier parte lejos de este pozo, de estos
gobelinos llenos de hongos y del agua estancada del aljibe.
Yo tuve miedo.
Cuando Millie salió, la boca le apestaba
a acetona y mi mamá pensó que había intentado suicidarse con sus pinturas.
Pero, como ya dije, no fue así: dejar de comer le provocó ese efecto a su
cuerpo, por algún desequilibrio extraño de su metabolismo. Lo descubrieron
después, sin embargo, mucho después de drogarla con entusiasmo. Cuando la
sacaron de la habitación, el gato muerto, ya muy podrido, estaba sobre la cama.
Hubo que tirar el colchón y sacarlo de la casa envuelto en un sudario. Millie
había dibujado dos retratos de mi abuela, aunque su cara era mucho más joven
que la cara real. En los dos llevaba un gato muerto alrededor del cuello, como
una estola de zorro, tenía puesto el collar de perlas asesino y la cara a medio
pudrir, como la mía.
Yo no visité a Millie en su internación
porque no quería salir de la casa y, además, no me dejaban por el tema del
contagio. Ella a veces me dice que me inventó durante el tratamiento, para no
estar tan sola. Otras veces reconoce que soy su hermana menor y que me vio
nacer en esta casa, en el piso de arriba; ella misma se encargó de cortarme el
cordón umbilical. Miente mucho y me confunde, pero yo la quiero más que a nadie
porque es la única persona que no siente náuseas cuando me mira a los ojos.
En la escuela le pidieron una composición
sobre nuestros abuelos. No solo a ella, a toda la clase. Sobre cómo habían
llegado a Entre Ríos, una historia de inmigrantes. En la provincia hay muchos
que vienen de todas partes: judíos (tienen unos cementerios preciosos, dice
Millie, en Basavilbaso, muy sencillos, sin esculturas ni capillas: yo no puedo
ir a verlos salvo que me lleven escondida), italianos, suizos, alemanes del
Volga. Mi hermana escribió que nosotros descendemos de Richard Burton, el
explorador, geógrafo, traductor, escritor, cartógrafo, espía, diplomático y
poeta que hablaba veintinueve idiomas, tradujo Las mil y una noches y el
Kamasutra y descubrió el lago Tanganica en el África. Le creyeron porque
tenemos el mismo apellido que sir Richard, y entonces desde la escuela mandaron
a llamar a todo el resto de la familia para que contásemos recuerdos y
anécdotas del célebre antepasado. Mi padre se entrevistó con la directora y le
dijo que no descendíamos de ninguna manera de sir Richard Burton y pidió
disculpas. Una semana después, mi hermana dijo que en realidad se había
confundido y que descendíamos de Robert Burton, intelectual inglés y autor de
Anatomía de la melancolía. Era menos impresionante y no le dieron importancia,
pero ella insistió tanto que mi padre tuvo que volver a hablar con la directora
y, cuando volvió a casa, corrió a Millie por las escaleras con un cinturón.
Mi hermana decía que podía controlar a
las serpientes. Se iba al fondo de la casa y hacía sonidos extraños con la
lengua, siseos, parecía pronunciar la zeta con fuerza: así, sostenía, era como
se llamaba a las víboras. Cuando logró que se le acercara una, la agarró mal
-no sabía cómo sostener víboras- y el animal la mordió. No era venenosa, pero
mi hermana les decía a mis tías y a las visitas que sí, que ella había tenido
que sacarse el veneno a mordiscones y chupándose el brazo; contaba cómo la piel
se le ponía negra, la sangre emponzoñada que le llegaba al cerebro y al corazón
y cómo la salvó el vecino (a quien nunca llamaba por su nombre,
convenientemente). Mis tías decían que teníamos que mudarnos más cerca de la
ciudad, alejarnos del río, y recordaban a la niña Juana, asesinada, sus
zapatitos, su sombrero. Las tías nunca me miraban porque mi cara les daba
impresión y, además, tenían miedo de contagiarse, por eso tampoco se sacaban
los guantes. Al menos eso me decía mi hermana. «Vos escondete detrás de las
cortinas, como Emily Dickinson, así no te joden.» Yo le hacía caso.
Una vez Millie se escapó a Victoria, un
pueblo cerca de Paraná. Ella asegura que la llevó uno de los Rosas, pero yo no
le creo, porque los Rosas son muy aristocráticos y muy aburridos. Dice que
entró en un cabaret, que no le pidieron documento de identidad y que pudo
cantar, acompañada del piano, una de sus canciones. Mi hermana, creo no haberlo
contado, compone, además de pintar. Sus canciones no me gustan mucho salvo una
que dice: «Madrecita dulce / un colgante vivo / para tu vestido». No sé si hay
o no cabarets en Victoria, pero sé que mi padre amenazó con mandarla a vivir
con mis tías tucumanas si volvía a escaparse, y ella me confesó que, cuando
volvía de la escapada, tuvo miedo de que un rayo divino la transformara en
garza o cisne.
Millie dice que escucha la voz de los
objetos, sobre todo de las cajas, pero también de los espejos y las mesitas. De
noche jura que caminan solas por la casa, que bajan despacio las escaleras. Hay
tantos ruidos de noche que pueden ser las mesitas caminantes, o las mujeres
pájaras o el espíritu de Juana o el de Jeanne, el gato tigre. «Cuando tenga un
hijo», me dijo desde su cama, una noche, «lo voy a entrenar para que tenga
telequinesis. ¿Sabés lo que es? Es lograr que los objetos se muevan con la
voluntad, sin tocarlos, con la fuerza de la mente. Los rusos hace años que lo
tienen estudiado. A lo mejor mando a estudiar a mi hijo a Rusia. ¿No te
gustaría ir a Rusia? A mí tampoco. Me gusta el calor. Tenemos que aprender
guaraní. Y también podemos irnos a Buenos Aires, ¿no?»
Mi cara, le recordé. El resto de mi
cuerpo, que se cae a pedazos.
«No te preocupes. Algo vamos a inventar.»
Mi hermana se enamoró poco después de la
muerte de mi madre. El chico le traía rosas y ella lo hacía pasar. Mi padre no
la retaba: no sé si estaba triste o borracho o las dos cosas. Yo la miraba
besar al chico desde detrás de las cortinas y ella me hacía gestos cuando
podía. Gestos de «andate». No. Con mi piel, con esta enfermedad de podredumbre,
yo nunca voy a ser besada como ella. Así que tenía derecho a mirarlos toda la
noche, si quería. Millie no se enojaba de verdad, igual. Creo que le daba un
poco de vergüenza y por eso me pedía que los dejara solos. Después se quedaba
hablando conmigo, comiendo manzanas, y me contaba sus planes para estudiar en
Buenos Aires. Ya estaba todo listo. Se iría a la casa de una tía. Teníamos
muchas tías, una vivía en Buenos Aires. Ella pintaba bien, pero quería pintar
mejor, quería aprender. «Nos vamos juntas», me dijo, pero yo no me atrevía. «En
Buenos Aires deben tener tratamientos mejores para tu piel», me decía, y
espantaba las moscas que ahora me caminaban siempre por los labios. Incluso
habían hecho un nido ahí. Soy un asco, lloraba yo, le lloraba a la noche
litoral, y ella no me contestaba nada, porque Millie siempre me quiso, pero
también estaba de acuerdo con que yo era un asco, pasa que para ella eso no era
un problema.
Por esa época, entre su romance y la
muerte de mamá, se obsesionó con matar a la abuela con cianuro. En una primera
etapa del plan, quería darle una especie de mermelada de manzanas hecha con
muchísimas semillas. Había leído que las semillas de la fruta tenían cianuro.
«Por eso se durmió Blancanieves», me explicaba, con los ojos grandes y
maravillados. «La reina le dio una manzana con mucho cianuro, pero no lo
suficiente para matarla. ¿No es espectacular que ya lo supieran en aquella
época, cuando se empezó a contar el cuento?» Pronto se dio cuenta de que
necesitaba toneladas de cianuro para hacerlo y desistió. No tenía dinero para
comprar cianuro ni sabía dónde hacerlo. «Qué difícil es matar a alguien», me
dijo. «No se me había ocurrido.»
En vez de matar a la abuela, se compró
botas, y así esperaba a su novio sentada en las escaleras. Los ojos azules, las
botas rojas, los dedos manchados. Su profesora de dibujo y pintura de Paraná le
había dicho: «Millie, te tenés que ir, en esta provincia no vas a llegar a
nada, todo pasa en Buenos Aires, y podés llegar lejos con esos ojos y ese
apellido».
Cuando Millie se fue a la Capital, nadie
la despidió. Se llevó el collar de perlas con el que mi abuela había ahorcado a
Jeanne. Se lo llevó puesto: como había pintado las perlas de rojo, para
recordar el crimen, parecía una cicatriz alrededor de su cuello, una cicatriz
brutal, de degollada, como si alguien le hubiese cosido esa cabeza hermosa
sobre el cuerpo delgado. Muy parecida a la del Frankenstein de Boris Karloff.
Durante un tiempo había pensado en envenenar las joyas de la abuela: que,
cuando se las pusiera, el contacto del veneno con la piel se le fuese filtrando
hasta llegar a la sangre. Sin embargo, no pudo dar con el método adecuado.
Tenía grandes ideas, pero planes truncos. Al final se fue de casa sin matar a
la abuela.
Me hizo prometer que la llamaría si
alguna vez quería dejar Paraná. Nunca me animé. Ella llamaba poco. Me pidió una
vez la pintura de la pájara, en la que ella está a medio metamorfosear, con
loros y la camisa celeste de cacatúas. No pude encontrarla. «Esa vieja maligna
la debe haber tirado. No te preocupes, me la acuerdo. La voy a pintar de nuevo
y la voy a pintar mejor.» Me gustaría ver esa segunda versión, si es que la
hizo. Nunca me lo confirmó. Me mandaba cartas y todas decían, al final, que las
quemara. Yo lo hacía. No me costaba obedecer. Había quedado sola en casa y,
cuando me miraba en el espejo con mi único ojo, veía una cara negra. No
recuerdo mucho sobre mi vida desde que Millie se fue. Sé que la abuela murió.
Se la llevaron en una ambulancia; alguien la encontró caída, desparramada, en
la cocina, pero no fui yo, porque yo nunca bajaba a la cocina ni al piso de
abajo siquiera. Ya no necesitaba comer. Creo que es parte de la enfermedad de
la podredumbre, no me hace falta ingerir alimentos, pero no puedo saberlo con
seguridad porque nunca más fui al médico y mi padre no volvió a hablar conmigo
desde la partida de Millie. En las cartas a veces me mandaba fotos de sus
cuadros y me decía «necesito que vengas, te quiero de modelo». Pero ya no
quedaba mucho de mí para modelar. La cara negra, los huesos pegados a la piel,
un color tan oscuro que era fácil confundirme con un pedazo de oscuridad, sobre
todo en esta casa cerca del río, donde mi hermana me dibujó, cuando era muy
chiquita, con un pescado en la mano. A veces bajo hasta el agua y dejo que los
peces jueguen entre mis pies rígidos. Cada vez me cuesta más caminar. Me
pregunto si Millie vendrá a vivir conmigo cuando muera. A veces me siento a
esperarla en la escalera, pero solo si corre aire a la noche y la luna se
esconde detrás de las nubes; no quiero que nadie me vea con esta cara y casi
sin boca, no quiero que nadie se asuste ni se horrorice. Sé que mi hermana,
aunque no se comunica, me recuerda y me pinta. Y cuando vuelva por el camino de
tierra, levantando polvo, con el pelo suelto y las botas rojas, la voy a
recibir con los brazos abiertos. Y si vuelve como pájara, espero reconocer su
graznido. No, graznido no, su canto: mi hermana canta muy bien. Cuando vuelva
será un ave nunca vista y sé que va a posarse en mi hombro, acá, sobre las
escaleras de madera que crujen cubiertas de musgo.
FIN
Tomado
de “Un Lugar Soleado Para Gente Sombría”
Entrevista con el escritor boliviano Homero Carvalho. Planeta Biblioteca 2024/10/14
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Orlandi, Sarah Dominique and Marras, Anna Maria and De Angelis, Deborah and Fasano, Pierfrancesco and Manasse, Cristina and Modolo, Mirco Faqs author’s rights, copyright and open licenses for culture on the web 100 questions and answers for museums, archives and libraries. Digital Cultural Heritage ICOM ITALIA - 2021., 2021 Las preguntas frecuentes se refieren a la legislación europea sobre derechos de autor. Este conciso documento ofrece una orientación práctica para quienes trabajan en museos, archivos y bibliotecas en Europa, con el objetivo de aclarar las oportunidades y limitaciones normativas relacionadas con la reutilización y difusión de reproducciones digitales de recursos culturales en la web, para poder navegar con mayor seguridad en una realidad especialmente compleja. Nuestro grupo trabaja en estrecho contacto y debate con expertos de asociaciones y con actores del sector, tanto nacionales como internacionales, para que con una reflexión general sobre los contenidos culturales digitales podamos esperar una mayor flexibilidad en el equilibrio entre los derechos exclusivos y la libertad de reproducción. Julio Alonso Arévalo | diciembre 13, 2021 a las 4:45 pm | Etiquetas: Acceso abierto, Creative Commons, Derechos de autor, Internet, Libros, Licencias | Categorías: Legislación, Libros | URL: https://wp.me/p72Cm4-sDm |
Los Orígenes de Europa Año 2012 Posted: 10 Dec 2021 05:51 AM PST |
Discovery de Salud Nº 254 Diciembre 2021 Posted: 10 Dec 2021 05:40 AM PST |
Discovery de Salud Nº 253 Noviembre 2021 Posted: 10 Dec 2021 05:32 AM PST |
Enlaces
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03. Historias De Amor.mp3
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04 - Historias De Terramar I (Gedo Senki).mp3
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10. The.Twilight.Zone - Judgment Night_La noche del juicio.[BDrip 720p by Basic][4 Dec. 1959] S01E10.mkv
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146.The.Twilight.Zone-I am the Night - Color Me Black_Yo soy la noche.Píntame de negro.[BDrip 720p by Basic][27 Mar. 1964] S05E26.mkv
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Agallas_01x05_La Noche del TopoLobo.avi
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Aquellos Maravillosos 70 7x02 - Pasemos la noche juntos.avi
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Documenta2 - Las reinas perdidas de Egipto, Documenta2 - RTV.mp4
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El caso del señor Valdemar (Historias para no dormir) (TV)(Narciso Ibáñez Serrador, 1982) by elzeta.mkv
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El doble (Historias para no dormir).(Narciso Ibáñez Serrador.1966).Spanish.grupots by elzeta.mkv
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El fin empezó ayer (Historias para no dormir) (TV) (Narciso Ibáñez Serrador, 1982).mkv
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El regreso (Historias para no dormir).(Narciso Ibáñez Serrador.1967).Spanish.grupots by elzeta.mkv
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El.Internado.4x11.La.Noche.de.
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España (Historias De Reyes Y Reinas Las Anecdotas De Los Austrias) - Carlos Fisas.pdf
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Estudio 1, Aprobado en inocencia (TV) (Narciso Ibáñez Serrador, 1968) Rtve Es-Webrip-Navarrete.mp4
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Historia de la frivolidad [9-2-1967] 42.11 m. (Narciso Ibáñez Serrador; Irene Guriérrez Caba-Irán Eory-Emilio Gutiérrez Caba-José Luis Coll-Teresa Gimpera
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Historias RNE - 2º ciclo Literatura fantastica española (2 de 7) - La borgoñona - Emilia Pardo Bazan.mp3
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La gripe Española_La noche tematica.avi
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La.Cuba.de.Fidel.(Fidel, la.historia.no.contada).(La.
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La.Dimension.desconocida 2x47..-.The.night.of.the.meek_
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Manfredi, Valerio Massimo - La conjura de las reinas [Novela Historica].pdf
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Marisol - Ayúdame A Pasar La Noche.mp3
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Medianoche - Historias de Miedo - Antonio Jose Ales.mp3
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Silvia Perez Cruz Las Migas - Reinas del Matute, 2010.rar
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Tokyo Ghoul 3x05 re - Fin de la noche [BDRip 1080p h264 FLAC Subs][Spanish-Japanese][
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Una Historia De Vasconia 13 - Las Reinas Del Verano.mp4