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martes, julio 02, 2024

Presentación del libro: “Las bibliotecas en el imaginario colectivo”


lunes, mayo 13, 2024

Leer a su lado

 

viernes, mayo 10, 2024

El español en el mundo 2023

 

viernes, mayo 03, 2024

Millones de artículos académicos en riesgo de desaparecer del Internet: un estudio revela lagunas en la preservación digital

 


martes, febrero 06, 2024

EL SHERIFF DEL «MÉTODO» Ed Lacy

 


 

EL BANCO ESTABA EN UN EDIFICIO PEQUEÑO, modernista, sucursal de un banco grande cuya matriz quedaba a muchos kilómetros de distancia. Fue construido a las afueras de un pueblo soñoliento, frente a una desviación que conectaba la autopista con un nuevo puente.

El sheriff Banes se parecía al pueblo: viejo, chaparro y raído. Al entrar jadeante al banco aquel día, la cajera flaca corrió hacia él y gritó:

-¡Tío Hank, nos han robado! ¡Nos robaron!

La palidez de su cara expresaba histeria, y los ojos se le desorbitaban por el susto.

-¿Un… un asalto?

El sheriff dejó caer los hombros. Sus ojos lucían desconcertados por la conmoción. Sacudió el cuerpo, le dio a la cajera unas palmaditas en los hombros trémulos con una mano, mientras aflojaba la funda de la pistola con la otra.

-Emma, tranquilízate. Cuéntame lo que pasó.

-Ay, tío, unos… -Emma comenzó, pero se interrumpió al no lograr contener el llanto.

-Emma, esto es un asunto oficial, debes llamarme sheriff Banes. Es importante que te controles y me digas exactamente lo que sucedió.

Condujo a la cajera a una silla y se volvió al único otro hombre presente en el banco, el gerente.

-A ver, Tom, ¿qué pasó? Dímelo ya, los primeros minutos después de un crimen son los más importantes.

-Pues abrimos como de costumbre, a las 9:00 a. m., hace media hora. Entraron dos hombres al banco. Yo estaba en el escritorio, revisando el correo. Desconocidos, pero no me despertaron sospechas. Emma tenía abierta su ventanilla y Helen estaba en la bóveda. Unos minutos después salieron del banco, y fue entonces cuando Emma gritó. Le pasaron una nota, donde le advirtieron que si no llenaba de billetes una bolsa grande de papel que le dieron, nos matarían a todos. Alcancé a oír que un carro se ponía en marcha, pero con tanto tráfico no supe en qué dirección se fueron. De cualquier modo, corrí a la puerta y después lo llamé a usted.

El sheriff Banes se buscó un cuaderno en los bolsillos de la chamarra y terminó por tomar papel y lápiz del escritorio del gerente.

-Bien, ¿a qué hora exactamente cometieron el robo, Tom?

-Yo diría que… a las 9:32 a. m.

Después de humedecer el lápiz con los labios, el sheriff Banes tomó nota.

-¿A cuánto asciende el robo?

-No he sacado cuentas todavía, pero unos veintiséis mil dólares, todo en billetes de baja denominación.

El gerente se sentó y apoyó la cabeza en las manos.

-Hank, apenas abrimos esta sucursal hace tres meses y ya nos asaltaron. ¡Me despedirán!

-¡Deja de quejarte! ¿Puedes describirlos con precisión, Tom?

-Apenas eché un vistazo, usted comprende. Como de unos treinta años ambos, de complexión mediana. Vestían traje oscuro y… el más gordo llevaba una bolsa de compras. Era el que no llevaba sombrero y tenía pelo negro, bien peinado. El otro sí tenía puesto un sombrero y traía un periódico en la mano… No recuerdo haber notado el color del pelo.

-Yo sí logré verlos, Hank -dijo Helen Smith, asomada desde la entrada de la bóveda, atrás de las ventanillas de las cajas.

Helen era una mujer madura, regordeta, con pelo rubio deslavado.

-El que no llevaba sombrero tenía pelo muy oscuro y cara de rasgos afilados, con aspecto extranjero, y uno de esos bigotes estrechos. Creo que el que llevaba la gorra de cazador era calvo, y…

-¿De qué color era la gorra de cacería, Helen? -?preguntó el sheriff, con el lápiz en la mano rechoncha.

-Pues, creo que de color marrón.

Emma se incorporó de su silla.

-¡No, no! ¡La gorra era más bien anaranjada! Fue él quien me pasó la nota y puso su periódico doblado sobre el mostrador.

-¿Notaste con qué acento hablaba?

-Tío, ninguno de los dos habló. Solo me dieron la nota, escrita a máquina, que decía: «Llene la bolsa de dinero o mataremos a todos. En el periódico hay una escopeta de cañón corto. Espere diez minutos antes de dar la alarma. Afuera hay otro hombre con una metralleta». Tuve tanto miedo que metí todo el dinero de mi cajón en la bolsa grande de papel. ¡Casi me desmayo! Me tapaban toda la ventanilla y no pude hacerle una señal a Tom ni…

-¿Dónde quedó la nota? -la interrumpió el sheriff Banes.

-¿La nota? Se la llevaron, con el dinero.

Banes gruñó.

-A ver, piensa con cuidado, Emma. ¿Notaste algo especial en la bolsa?

-¡Sí! ¡Ahora que lo pienso, la bolsa tenía impreso el logotipo de A&P!

El sheriff empujó su sombrero hacia atrás y se rascó los cabellos grises despeinados.

-Maldita sea, debe de haber una docena de esos supermercados dentro de un radio de ochenta kilómetros desde aquí. Bueno…

Giró hacia el escritorio y tomó el teléfono.

-Más vale llamar a las barracas de la tropa. ¿Alguien se fijó en la marca del carro en que se fugaron?

Las dos mujeres y el gerente menearon la cabeza. Emma habló:

-Creo, pero ahora no estoy tan segura, que vi a través de la ventana un viejo sedán gris estacionado afuera del banco.

El sheriff sacudió la cabeza y colgó el teléfono.

-¿Había alguien más en el banco?

-No, señor, apenas acabábamos de abrir.

-¿Por qué tenían todo ese dinero a mano? -?preguntó Banes.

-Mira, Hank… sheriff Banes, usted se acuerda de que una de las razones por las que abrieron la sucursal después de que inauguraron el puente fue para administrar la nómina de las dos fábricas al otro lado del río, diecinueve mil quinientos sesenta y ocho dólares cada semana, los miércoles por la mañana. Contamos la nómina los martes por la noche. Además, en el cajón de Emma siempre hay cinco o seis mil dólares al comenzar el día.

Helen estaba meneando la cabeza.

-No sé qué pasa en el mundo -dijo-. Nunca hubo un asalto en el pueblo, como ya sabes, Hank. Nosotros…

De repente el sheriff se acercó al mostrador de la cajera, diciendo con voz exaltada:

-¡Huellas! ¿Ha tocado alguno de ustedes el mostrador?

-¡Se me olvidaba! -gritó Emma-. ¡Los dos llevaban guantes de cuero!

Triste, el sheriff Banes meneó la cabeza.

-¡Qué maldición! No tenemos nada con qué buscarlos.

Se dirigió a la ventana, movió la cortina y contempló el cielo oscuro.

-Tal vez llueva -anunció.

Después de un momento, se dio vuelta y se sentó en el escritorio mientras rompía el papel con sus notas.

-No estuvo nada mal. Emma, tienes que llorar con más energía, sobre todo cuando llegue la tropa del estado. Muy buena tu descripción, Helen. Te portaste como una verdadera pueblerina confundida. Tom, también lo hiciste bien, pero tienes que parecer más conmocionado, ya sabes, como si fuera el fin del mundo. Mañana, martes por la noche, haremos un último ensayo y me llevaré los veintiséis mil conmigo. Tengo el escondite perfecto bajo unas tablas en la cárcel municipal. El miércoles me llamas por teléfono tan pronto se abra el banco y no haya clientes. Creo que eso es todo. No olviden que de esto no se habla con nadie. Esperaremos seis o siete meses antes de dividirnos el dinero y diremos que recibimos una pequeña herencia. Tom, ¿qué tal estuve yo?

-Actuaste perfectamente tu papel de policía provinciano, papá.

 

FIN

 

Len Zinberg comenzó su carrera de autor con varias novelas firmadas con su nombre real, pero alcanzó más éxito con la serie de ficciones crudas de tema policiaco que publicó bajo el seudónimo de ED LACY: unas treinta novelas y casi cien cuentos cortos. Por desgracia, hoy en día no es fácil conseguir la mayor parte de su obra. Además de su abundante producción, Lacy aportó una innovación significativa al utilizar a un detective afroamericano como personaje central de su novela El detective negro, distinguida con el premio Edgar. Buena parte de sus relatos refleja un compromiso con temas sociales y raciales. Sin embargo, el cuento presente tiene otro carácter: una travesura muy divertida.

 


jueves, enero 04, 2024

LUCES y SOMBRAS {Relatos}

 


 



 


Debe haber alguna especie de sentido o ¿Qué vendrá después? -son cosas así las que pienso por las tardes, parado aquí en esta ventana, frente a los interminables tejados de zinc donde a veces se posan palomas, y dicho de esa forma enseguida te imaginas poéticas palomitas que revolotean, arrulladoras. Son grises, las palomas, y el ruido que hacen es siniestro como el de alas de murciélago. Conozco bien a los murciélagos, sus grititos agudos, estridentes. Pero no me quiero apurar. Pienso que si consigo darle algún tipo de orden a esto que voy diciendo habrá, en consecuencia, también algún tipo de sentido. Y pienso al mismo tiempo, o después de un rato, no lo sé muy bien, que pasados ese orden y ese sentido debe venir algo más.

¿Qué vendrá después? -le pregunto entonces a la tarde sucia detrás de los vidrios, y me siento reconfortado como si hubiera algo así como un futuro esperándome. Así como si después del té me fumara lentamente un cigarrillo mentolado, mirando a lo lejos, entibiado por el té, tranquilizado por el cigarrillo, extasiado por lo distante y principalmente atento a lo que vendrá después de este momento. Hace tiempo no tomo té, y controlo tanto los cigarrillos que, cada vez que enciendo uno, la sensación es de culpa, no de placer, ¿me entiendes?

No, no me entiendes. Sé que no me entiendes porque no estoy pudiendo ser suficientemente claro, y por no ser suficientemente claro, además de que no me entiendas, no voy a poder darle un orden a nada de esto. Por lo tanto no habrá sentido, por lo tanto no habrá después. Antes de que me haga entender, si es que lo consigo, quería por lo menos que comprendieras antes, antes de cualquier palabra, borra todo, haz de cuenta que comenzamos ahora, en este segundo y en esta próxima frase que voy a decir. Así: es un terrible esfuerzo para mí. Si me quedo aquí, parado junto a esta ventana, estoy seguro de que sucederá algo grave -y cuando digo grave quiero decir muerte, locura, que parecen leves dichas así. Necesito algo que me saque de esta ventana y enseguida, aún, del después. Querer un sentido me lleva a querer un después, los dos vienen juntos, si es que me entiendes.

Hablaba de la ventana. Podría comenzar por ella, entonces.

Es una ventana grande, de vidrio. Desde el techo hasta el suelo, vidrio que no abre, compacto. La sala es muy pequeña, no hay nada en ella a no ser una alfombra verde musgo, que me asquea hasta el vómito. Y ahora se me ocurre algo nuevo: creo que fue para no vomitar tanto ni tan frecuentemente que empecé a mirar por la ventana, dándole la espalda a la alfombra.

Entonces, los tejados.

No me preguntes cómo ni por qué, pero la ventana no da hacia una calle, como la mayoría de las ventanas suele dar. La ventana da hacia aquellos interminables tejados de zinc de los que ya hablé. Sí, sí, traté de interesarme por las manchas del zinc, sus pequeños surcos, las ondulaciones y todas esas cosas. Y realmente me interesé, durante algún tiempo. Pero los tejados son interminables, lo sabes. No, no sabes, no sabes cómo traté de interesarme por lo INTERESANTE. Entonces comenzó nuevamente esa sensación de náusea: los tejados se extienden hasta el horizonte, como una enorme alfombra verde. Antes de comenzar a vomitar mirando los tejados, por suerte llegaron las palomas. Pero como ya dije: son grises, el ruido que hacen es como el de alas de murciélago. Sus picos golpean frecuentemente contra el vidrio de la ventana. Si no hubiese vidrio, tocarían mi rostro. Para no vomitar, trato de mirar hacia más allá de los tejados que se funden en el infinito. No veo nada, sólo el gris pesado del cielo y el hollín que se deposita de a poco en las orillas de la ventana. Al atardecer el hollín adquiere unos tonos rosados, y después, cuando baja la oscuridad, llega el momento de encogerme sobre la alfombra para finalmente dormir.

Por la mañana, todos los días, alguien metió un pedazo de pan por la hendija de la puerta, una lata con agua, como si yo fuera un perro, y un atado de cigarrillos. No sé quién es. Escucho que constantemente rechina los dientes, lo que tal vez sea sólo un modo de sonreír. Creo que al principio fumaba mucho, por lo menos el cuarto está lleno de cenizas, de colillas, ya que no existen ceniceros y es imposible abrir la ventana, ¿me estás escuchando?

No importa. En días muy calurosos, suelo tener una visión. No sé si es una memoria o una visión. De cualquier manera, en días muy calurosos, veo claramente algo.

Son las tres de una tarde de enero. Estoy sentado en un escalón de cemento. Hay tres escalones de tierra apisonada y algunas hierbas dañinas, tal vez ortigas, hasta el umbral de una vieja puerta muy alta, con la pintura marrón medio descascarada. Estoy sentado en el segundo escalón de esa puerta. Sé que son las tres de la tarde porque las sombras son cortas y la luz del sol muy clara. Sé que es enero porque hace mucho calor. No hay ninguna nube en el cielo. La calle está desierta. La calle está cubierta por una capa de tierra suelta, roja. Del otro lado de la calle hay un muro de piedras. Nada sucede.

Puedo ver las copas de algunos paraísos al otro lado de la calle, pero están inmóviles. No hay viento. Sé que más allá del muro de piedras, más abajo, existe un río. La tarde está tan calurosa y clara que me gustaría ir hasta el río. Para eso tendría que levantarme de este escalón. Hay una leve sombra sobre mi cabeza, que alcanza para que el sol no la caliente demasiado. Estoy descalzo. No sé qué edad tengo, pero no debo haber llegado ni siquiera a la adolescencia, ya que mis piernas desnudas no tienen pelos todavía. Por estar descalzo, tal vez, no me atrevo a pisar la tierra suelta y roja del medio de la calle.

Hay pedazos de vidrio también, pedazos verdes de vidrio en medio de la tierra de la calle, de los que el sol arranca reflejos que me duelen en los ojos. A veces yo me protejo con la mano sobre la frente. Estoy bien, así. Hay tanta luz que tengo que entrecerrar un poco los ojos para mirar las cosas de frente. El calor de enero me entibia el cuerpo. Cruzo las manos sobre las rodillas. Eso me parece bueno. Estoy casi seguro de que, del otro lado de la puerta marrón, alguien prepara algo así como un baño fresco o un café nuevo. Y aunque la calle esté desierta, no me siento solo aquí en este escalón, en esta tarde.

En las noches calurosas de esos días calurosos, suelo tener otra visión. Ya no estoy en el escalón, sino detrás de aquella misma puerta, dentro de la casa. Tal vez hayan pasado años, tal vez sea sólo la noche de aquel mismo día. No hay luz. El piso es muy frío. Imagino que es un cuarto, hay mosquiteros suspendidos del techo. No estoy seguro si son mosquiteros porque no me muevo. También pienso que pueden ser telas de araña, pero prefiero no extender la mano y tocarlos -los tules, las telas- para asegurarme. Prefiero no asegurarme de nada. A través de alguna persiana abierta entra en el cuarto un fino frío de luz azulada. Hay voces allá afuera. Imagino que existan personas sentadas frente a la casa, en la cálida noche de verano. De vez en cuando, supongo, cae alguna estrella. Estoy bien así, tan bien como en el escalón.

No sé cuánto tiempo dura, ni cómo todo comienza. De a poco mis oídos van separando de las voces de allá afuera los chillidos agudos cada vez más fuertes, y después siento un rozar de alas en mi rostro. Viniendo no sé de dónde, los murciélagos invaden el cuarto. Sin querer, pienso en el techo. No puedo verlo en la oscuridad, pero de alguna forma sé que está hecho de vigas finas de madera, que sostienen ladrillos pintados de blanco. Los murciélagos revolotean alrededor, yo no me muevo. Algunos se chocan contra las paredes, después caen al suelo gritando estridentemente, finito. Entonces soy yo quien comienza a gritar. Sin moverme, los ojos cerrados, grito grito y grito hasta que todo pase, y nuevamente me encuentro encogido sobre la alfombra verde, el rostro pegado a la ventana, mirando los tejados interminables a través del vidrio.

A esa hora, casi siempre el hollín del cielo tiene esos tonos rosados. Está amaneciendo. En la puerta, el pan, la lata con agua, el atado de cigarrillos. Para recogerlos, aunque mire al frente o hacia arriba, el verde de la alfombra me invade los ojos y siempre vomito. No siempre soy lo suficientemente ágil como para, con un movimiento de cintura, evitar que el vómito caiga sobre el pan, el agua, los cigarrillos. Y cuando vomito sobre ellos, siempre escucho el rechinar de dientes atrás de la puerta. En esos días no como, no bebo, no fumo. Solo camino hasta la ventana y, desde el momento en que el rosa se deshace y el gris baja otra vez, y las palomas picotean mi rostro protegido por el vidrio, repito siempre así -debe haber alguna especie de sentido o ¿qué vendrá después?

No lloro más. En realidad, ni siquiera entiendo por qué digo más, si no estoy seguro de haber llorado alguna vez. Creo que sí, un día. Cuando había dolor. Ahora sólo queda una cosa seca. Dentro, afuera.

Por momentos cierro los ojos y tengo la impresión de que esos tejados interminables son la única cosa que existe dentro mío, ¿me entiendes ahora? ¿Qué? Sí, tengo ganas de tirarme por la ventana, pero nunca fue posible abrirla. No, no sé qué me gustaría que me dijeras. Duerme, quién sabe, o está todo bien, o hasta olvida, olvida. No puedo. Cuando vomito sobre el pan, no consigo comer ni vomitar después. Me gusta vomitar, es un poco como si pudiera llorar. Quién sabe ¿podrías por lo menos enseñarme una forma de vomitar sin tener que comer? A pesar de mis uñas crecidas, todavía no están suficientemente largas ni afiladas como para que pueda clavarlas en mi propia garganta. Sí, debo haber leído eso en algún libro. Aun dicho así, tal vez sea esa la única salida. Me gustaría evitarla.

Dentro de mí, no puedo dejar de pensar que hay alguna especie de sentido. Y un después. Cuando pienso en eso, es entonces como si alguien danzara sobre esos interminables tejados dentro de mí. Sobre los tejados grises alguien completamente vestido de amarillo. No sé por qué exactamente amarillo, pero brilla. El viento hacía volar sus ropas y cabellos. En un gran salto abierto, ese alguien que danza alcanzaría la ventana y la abriría con un leve toque de las puntas de los dedos. Casi siempre estoy seguro de que eres ese alguien.

No, no digas nada. Prefiero no saber que no. Ni que sí. ¿Me desprecias por estar aquí así parado? Y otra vez, no digas nada. No consigo ver nítido tu rostro que las ropas y los cabellos cubren por completo, soplados por el viento. Sé también que, después del salto, me tomarías de la mano para que yo finalmente me levantara de aquel segundo escalón, y atravesara la calle de tierra suelta caliente roja para, quién sabe, sumergirnos juntos en el agua fresca del río. Hasta sé que me sacarías de ese oscuro cuarto, entre velos y telas, y matarías uno por uno a los murciélagos, para que nos sentáramos frente a la casa, sin los demás, espiando la caída vertical de las estrellas en la noche cálida de enero.

Quería pensar que es ese el sentido, que será ese el después. No sé si puedo. Hay días, como hoy, en que por más que mienta ni siquiera consigo verte, ni a tus miembros largos que el viento oculta tras las ropas. Sólo escucho los dientes que rechinan y los ruidos internos de mi propio cuerpo. Todo eso me ciega. Sácame de aquí, pido. Y cruzo las dos manos sobre el pecho, como si sintiera frío o alejase demonios. Aprieto la cara contra el vidrio. Dos palomas, cada una de ellas picotea uno de mis ojos. Tal vez un día consigan romper el vidrio. Sin querer, me acuerdo de una vieja historia de hadas: dos palomas perforaban los ojos de dos hermanas malas, ¿te acuerdas? Había hadas, en aquella historia. No hay nadie danzando sobre los tejados. Nunca hubo. Para no ver el gris que se transforma en verde, miro por encima.

El día está muy caluroso. Cuando la tarde avance, sé que me encontrará sentado en el escalón. Y después que el gris se haya transformado en rosa y en violeta y en azul profundo y por fin en negro, sé que estaré parado en el centro de aquel cuarto, escuchando los chillidos estridentes y el batir de alas de los murciélagos. Gritaré, entonces. Muy alto, con todas mis fuerzas, durante mucho tiempo. No sé si en ese orden, si será así el después. Pero sé con seguridad que ni tú ni nadie me va a oír.

 

FIN

 

 Editado por Paya Frank  @Blogger

martes, mayo 17, 2022

Los gigantes de la edición luchan contra las bibliotecas por los libros electrónicos

 

martes, marzo 01, 2022

HOLODOMOR: el Genocidio en Ucrania

 




La CRIMINAL obsesión RUSA con Ucrania: gente que comía ratas, perros y
hasta a sus hijos en la brutal HAMBRUNA ordenada por el dictador STALIN

*En 1932 y 1933, Stalin desató una tremenda hambruna que mató a cinco
millones de personas.* Así como los judíos tienen su Holocausto, los
ucranianos tienen su Holodomor (Holod = hambre, Mor = exterminio). La
historia muestra que los rusos siempre tuvieron temor del independentismo
ucraniano, porque la región es el granero de Rusia, lo fue de los zares, de
la *URSS* y lo es ahora de Vladimir Putin

Dos palabras que encierran un drama: *UCRANIA* significa “frontera” en ruso
y en polaco; Holodomor, menos conocida, designa el genocidio desatado en
los años 30 del pasado siglo por José Stalin, que condenó a la muerte por
hambre a más de cinco millones de personas, una masacre que el comunismo
siempre calló. Holodomor es la unión de dos palabras ucranianas: hólod
(hambre) y mor (exterminio).

El hambre que Stalin desató sobre Ucrania fue tan enorme, que un solo
testimonio resume aquel drama: “Los niños morían de hambre. Y los padres,
muy próximos también a la muerte por inanición, cocinaban los cadáveres de
sus hijos y se los comían. La debilidad los sumía en un profundo
embotamiento. Luego, cuando se daban cuenta de lo que habían hecho,
enloquecían”. Esto contó una reclusa polaca, prisionera de los soviéticos,
según le contaron los sobrevivientes del Holodomor. Es uno más de los
testimonios recogidos por la escritora y periodista americana Anne
Applebaum en su libro *Hambruna roja*, esencial para entender, o intentar
entender, aquel desastre.

Ucrania siempre fue el granero de Rusia. Esa fue su fortuna. Y su
desgracia. Y hoy vuelve a verse cercada, por las armas como hace noventa
años, por un remedo del estalinismo encarnado por Vladimir Putin. No es la
cosecha la razón de la intromisión rusa en Ucrania. O lo es, pero en menor
medida que hace casi un siglo; tampoco es, o no lo es de manera
determinante, el poderío militar; Ucrania era dueña hasta 2014 de la
península de Crimea, con su importante puerto de Sebastopol, cuna y sede de
la flota de guerra rusa. Ese año, Putin la integró al territorio ruso. Es
el deseo de independencia de Ucrania el que alborota los sentidos rusos y
mueve a sus ejércitos hacia ese territorio en conflicto histórico, para
sofocar cualquier intento de soberanía política ucraniana, en especial si
busca vincular su destino con Occidente.

Remontarse al origen del drama es viajar al siglo XIV, cuando ya existía un
idioma ucraniano, de raíces eslavas, vinculado al polaco y al ruso:
vinculado, pero diferente. Los ucranianos tenían su propia comida, sus
tradiciones, sus costumbres, sus héroes, sus villanos y sus leyendas. Su
identidad se fortaleció durante los siglos XVIII y XIX, pero siempre formó
parte, a manera de colonia, de otros imperios europeos. Rusos y polacos
buscaron siempre negar la existencia de una nación ucraniana, en especial
la Rusia de los zares, que atacó y dinamitó el uso del idioma y la
educación ucraniana. Cuando la Revolución Rusa de 1917, Ucrania aprovechó
aquellos vientos y declaró la República Popular Ucraniana. Reverdeció el
uso del idioma, que se convirtió en un símbolo de libertad económica y
política, y tuvo un especial empuje el descubrimiento de carbón y el
desarrollo de cierta industria pesada en la región del Donbás, que es la
que Putin acaba de declarar independiente y es escenario de una guerra
todavía larvada.

Con esas ansias terminó Lenin, que en enero de 1918 ordenó un ataque
militar, como ahora Putin, y estableció un régimen anti ucraniano en Kiev.
Según los dictados de Carlos Marx, seguidos por Lenin y Stalin, los
campesinos eran despreciados en la nueva URSS, que ponía sus esperanzas en
el nuevo proletariado industrial del que los bolcheviques se decían “la
vanguardia”. Stalin decidió industrializar a la URSS como una de las bases
del desarrollo de la URSS. ¿Quién iba a financiar el enorme costo de esa
inversión? El cereal. El cereal ucraniano.

El suelo de Ucrania, el que no está muerto como el de Chernóbil, es un
milagro. Permitía entonces dos cosechas anuales. El “trigo de invierno” se
siembra en otoño y se cosecha en julio y agosto, pleno verano; el cereal de
primavera se siembra en abril y mayo y se cosecha en octubre y noviembre.
Stalin diseñó un plan ambicioso para que la URSS tuviese una moneda fuerte:
explotar la riqueza agrícola. En 1929 puso en marcha su primer plan
quinquenal, como respuesta a la crisis financiera mundial, un plan que
ocultaba una idea disparatada: convertir al campesinado de la URSS en un
nuevo proletariado. El plan incluía la “colectivización” de la producción
agrícola: el Estado era dueño de todo.

Una gran desconfianza mutua envenenaba a los campesinos ucranianos y a los
funcionarios soviéticos. Stalin, que buscaba pagar la modernización
industrial con las exportaciones de trigo y temía además una intentona
independentista como la de 1917, no sabía cuánto grano acumulaba Ucrania y
sospechaba que los campesinos escondían buena parte de ella. Sospechaba
bien. Los campesinos, que habían sido siervos del zar, no querían ser ahora
siervos del nuevo régimen comunista.

Los soviéticos entonces desataron una campaña contra los kulaks, los
campesinos más prósperos, que no querían renunciar a sus tierras y unirse a
las granjas colectivas. Esa negativa fue juzgada como sabotaje por el
Kremlin, se expropiaron tierras y unos ciento veinticinco mil kulaks fueron
enviados a los campos, gulags, siberianos. En 1931, el cuarenta y dos por
ciento de la excelente cosecha ucraniana fue a parar a manos del Estado. Al
año siguiente, 1932, la cosecha fue un desastre, en buena medida porque los
campesinos se negaron a sembrar: ¿para qué, si todo se lo llevaba el
Estado? Sembraron lo elemental para su manutención, y escondieron el grano.
“A fines de 1932, las estaciones de tren de Ucrania ya estaban abarrotadas
de gente raquítica que mendigaba”, reveló Applebaum.

Todo fue a peor cuando el Kremlin sancionó la “Ley de las tres espigas”,
que sancionaba con diez años de trabajos forzados a quien robara cualquier
propiedad estatal. Y la comida era del Estado soviético. Tropas del
Ejército Rojo y activistas del Partico Comunista viajaron a Ucrania para
requisar los alimentos que el campesinado atesoraba para sobrevivir. La
requisa fue enorme, Ucrania quedó vacía y aislada: Stalin creó un cordón
alrededor de muchos pueblos, rodeados por la policía que vigilaba desde
altas torres, para evitar que alguien pudiese escapar.

La gente empezó a comer todo lo que estaba vivo. Y luego, lo que pudiera
ser comido. Revela Applebaum en Hambruna roja: “La gente comía cualquier
cosa para no morir. Comían alimentos podridos o sobras de comida que las
brigadas hubiesen pasado por alto. Comían caballos, perros, gatos, ratas,
hormigas, tortugas. Hervían ranas y sapos. Comían ardillas. Cocinaban
erizos en hogueras y freían huevos de pájaros. Comían la corteza de los
robles, musgo, bellotas. Comían hojas y dientes de león, caléndulas y un
tipo de espinaca silvestre. Mataban cuervos, palomas y gorriones. Nadía
Lutsíshina recordaba que las ranas no duraron muchos: las cazaron a todas
(…). Ser propietario de una vaca separaba a la vida de la muerte. ¿Qué
podían comer las vacas? La paja de los techos de las cabañas campesinas”.

Entre el 15 de diciembre de 1932 y el 2 de febrero de 1933, noventa y cinco
mil campesinos habían dejado sus hogares para no morir de hambre. La
versión oficial decía, con enorme hipocresía, que el éxodo se debía a que
“no han conseguido satisfacer sus obligaciones en materia de acopio de
cereal”, es decir, que no habían cumplido con la cuota de cereal que debían
entregar a Stalin y temían la represión. Sólo un organismo admitió, en
lenguaje alambicado, que la huida era porque “se ven afectados por
problemas relacionados con el abastecimiento de alimentos”.

La hambruna fue bestial. Una chica de diez años, cita Applebaum en su
libro, escribió una carta a su tío que vivía en Járkov, la segunda mayor
ciudad de Ucrania: “¡Querido tío! No tenemos pan ni nada para comer. Mis
padres están exhaustos por el hambre, se han tumbado y ya no se levantan. A
mi madre, el hambre la ha dejado ciega y no puede ver. La he sacado a la
calle. Tengo muchas ganas de comer pan, Tío, llévame a Járkov contigo
porque voy a morir de hambre. Lévame contigo, soy pequeña y quiero vivir, y
aquí me moriré, porque todo el mundo se muere (…)”.

Los ucranianos empezaron a morir en las calles. Por hambre. Con las
proteínas devoradas por el propio cuerpo que busca alimentarse y canibaliza
los tejidos y los músculos. Al final, la piel se hace más fina, los ojos se
dilatan, las piernas y el estómago se hinchan porque el cuerpo retiene agua
a como dé lugar. El más mínimo esfuerzo causa agotamiento. Estallas las
enfermedades que llevan a la muerte: neumonía, tifus, difteria, escorbuto.

Un párrafo de Hambruna roja revela: “La hermana de Volodímir Slípchenko
trabajaba en una escuela en la que vio morir de hambre a chicos durante las
clases. Un chico está sentado en su pupitre, se desmaya, o cae, o mientras
jugaba fuera, en el patio. Muchas personas fallecieron mientras intentaban
huir a pie. Otro superviviente recordaba que los caminos que llevaban al
Donbás estaban cubiertos de cadáveres. Había aldeanos muertos en las
carreteras, en las cunetas y en los caminos. Había más cadáveres que
personas para moverlos (...)”.

Padres que salvaron sus vidas a costa de las de sus hijos, se comían sus
raciones de pan y los dejaban morir: aquel chico que buscaba algo de granos
en las huellas que dejaban los carros y camiones de las brigadas de
recolección, al que le avisan que su padre ha muerto y responde: “Que se
vaya al infierno. Yo quiero comer”; las calles llenas de cadáveres, como si
se tratara de gente muy cansada que echa un sueño al aire libre; campesinos
fusilados por haber intentado robar un pedazo de pan: todo está documentado
en fotografías espeluznantes que el poder soviético ocultó durante años. El
eslogan oficial, de nuevo la hipocresía de los “relatos”, decía: “Los rusos
tienen hambre, sí. Pero nadie se muere”.

No era verdad: cinco millones de víctimas gritan todavía lo contrario aún
hoy, cuando la sombra del pasado vuelve a oscurecer el cielo de Ucrania.

(C) Por *Alberto Amato*

Véase además :


Beneficios y riesgos del uso de Internet y las redes sociales (ONTSI

 



por Julio Alonso Arévalo

Beneficios y riesgos del uso de Internet y las redes sociales. Madrid: ONTSI, 2022

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Son innegables los beneficios de las tecnologías y las redes sociales: mejoran la comunicación, facilitan nuevas formas de aprendizaje y el acceso al conocimiento. No debemos perder de vista, sin embargo, los riesgos que su mal uso puede conllevar. 

Este estudio aborda las ventajas y amenazas del empleo de las tecnologías digitales, además de sus futuros efectos en la salud mental. También pone el foco en las redes sociales y las problemáticas asociadas a un empleo malintencionado. 

Efectos de las tecnologías y las redes sociales 

Dos de cada tres internautas les ven tanto beneficios como riesgos y las mujeres son más críticas que los hombres. Destaca que el 21% de las personas pensionistas o jubiladas consideran las tecnologías beneficiosas. 

El ciberacoso es el efecto negativo más preocupante, ante el que, según un 59% de la población, los y las menores de 16 años se exponen en mayor medida. 

La aparición de nuevas adicciones a la tecnología es lo que más inquieta a un 88% de personas. Le siguen los trastornos sociales, así como la depresión y ansiedad que puedan provocar los dispositivos y redes sociales. 

Regulación 

Dos de cada tres personas consideran necesaria una legislación específica para el uso de la tecnología. El 77% opina que las compañías propietarias deberían tomar la iniciativa y un 66% señala a las administraciones públicas para que promuevan medidas.