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El día tocaba a su fin, pero la joven
pareja continuaba paseando y hablando, sin prestar atención a la hora ni al
camino. Delante de ellos, a la sombra de un otero, se erguía la masa oscura de
un bosquecillo, y entre las ramas de los árboles, como carbones encendidos,
ardía el sol, inflamando el aire y transformándolo en resplandeciente polvo
dorado. El sol aparecía tan cercano y luminoso que todo semejaba desvanecerse;
únicamente él permanecía, y pintaba el camino con sus propios tintes carmesíes.
Hería los ojos de los paseantes, los cuales volvían la espalda, y de repente
todo lo que caía dentro de su campo visual quedaba extinguido, se convertía prendió
en el alto tronco de un abeto que resplandeció entre el verdor como una vela
en apacible y claro, y pequeño e íntimo.
Algo más lejos, a una milla escasa de distancia, la roja puesta en una
habitación a oscuras; el rojizo brillo del camino se extendía ante ellos, y
cada piedra proyectaba su larga sombra negra; y los cabellos de la muchacha,
bañados por los rayos del sol, brillaban ahora con un nimbo dorado. Un cabello
suelto, separado del resto, ondeó en el aire como un áureo hilo tejido por una
araña.
Las primeras sombras del atardecer no
interrumpieron ni cambiaron el curso de su conversación. Continuó como antes,
íntima y tranquila; continuó discurriendo sobre el mismo tema: sobre la fuerza,
la belleza y la inmortalidad del amor. Los dos eran muy jóvenes; la muchacha no
tenía más de diecisiete años; Ncmovctsky acababa de cumplir los veintiuno.
Ambos llevaban uniformes de estudiantes: ella el modesto vestido de color pardo
de alumna de una escuela femenina, su acompañante el elegante atuendo de un estudiante
tecnológico. Y, al igual que su conversación, a su alrededor todo era joven,
bello y puro. Sus figuras, erguidas y flexibles, avanzaban con un paso ligero,
elástico; sus frescas voces, pronunciando incluso las palabras más vulgares con
una reflexiva ternura, eran como un riachuelo en una tranquila noche de
primavera, cuando la nieve no se ha fundido aún del todo en las laderas de las
montañas.
Caminaban, doblando el recodo de un
camino desconocido, y sus alargadas sombras, de cabezas absurdamente pequeñas,
ora avanzaban separadamente, ora surgían juntas en una franja larga, angosta,
como la sombra de un álamo. Pero ellos no veían las sombras, ya que estaban
demasiado absortos en su charla. Mientras hablaba, el joven no apartaba sus
ojos del bello rostro de la muchacha, sobre el cual la puesta de sol parecía
haber dejado una medida de sus delicados tintes. En cuanto a ella, inclinaba su
mirada sobre el sendero, apartando a un lado los diminutos guijarros con la
contera de su sombrilla, y contemplaba ora un pie, ora el otro, a medida que
surgían de debajo de su oscuro vestido.
El camino quedó interrumpido por una
zanja de bordes polvorientos que tenían impresas unas huellas de pasos. Por un
instante, los dos jóvenes se detuvieron. Zinochka levantó la cabeza, miró a su
alrededor con aire perplejo y preguntó:
-¿Sabes dónde estamos? Nunca había estado
aquí.
Su compañero examinó atentamente lo que
les rodeaba.
-Sí, lo sé. Allí, detrás de la colina,
está la ciudad. Dame la mano. Te ayudaré a cruzar.
Extendió su mano, blanca y delgada como
la de una mujer, no estropeada por trabajos rudos. Zinochka se sentía alegre.
Sentía deseos de saltar por encima de la zanja por sí misma, y de echar a
correr, gritando: «¡Cógeme, si puedes!» Pero se contuvo, inclinó la cabeza con
pudorosa gratitud y extendió tímidamente su mano, la cual conservaba su
morbidez infantil. Nemovetsky experimentó el deseo de apretar fuertemente
aquella manita temblorosa, pero se contuvo también, y con una leve inclinación
la tomó cortésmente en la suya y volvió modestamente la cabeza cuando, al
cruzar la zanja, la muchacha mostró de un modo fugaz su pantorrilla.
Y de nuevo andaron y hablaron, pero sus
pensamientos estaban llenos del momentáneo contacto de sus manos. Ella sentía
aún el seco calor de la palma y de los fuertes dedos masculinos; sentía placer
y vergüenza, en tanto que él tenía conciencia de la sumisa blandura de la
diminuta mano femenina, y veía la negra silueta de su pie y el pequeño zapato
que lo envolvía tiernamente. Se sintió invadido por un repentino deseo de
cantar, de extender sus manos hacia el cielo y de gritar: «¡Corre! ¡Quiero
cogerte!», aquella antigua fórmula de amor primitivo entre los bosques y las
ruidosas cascadas. Y, provocadas por todos aquellos deseos, las lágrimas
afluyeron hasta su garganta.
Las alargadas sombras se desvanecieron, y
el polvo del camino se hizo gris y frío, pero ellos no se dieron cuenta y
continuaron charlando. Los dos habían leído muchos y buenos libros, y las
radiantes imágenes de hombres y mujeres que habían amado, sufrido y perecido
por puro amor se erguían delante de ellos. Sus memorias resucitaban fragmentos
de versos casi olvidados, ataviados con la melodiosa armonía y la dulce
tristeza que presta el amor.
-¿Recuerdas de dónde es esto? -inquirió
Nemovetsky, recitando-: «…una vez más ella está conmigo, ella, a quien amo; de
quien, no habiendo hablado nunca, oculto toda mi tristeza, mi ternura, mi
amor…»
-No -respondió Zinochka, y repitió
pensativamente-: «Toda mi tristeza, mi ternura, mi amor…»
-Todo mi amor -respondió Nemovetsky como
un eco.
Otros recuerdos volvieron a ellos.
Recordaron a aquellas muchachas, puras como azucenas, que, vestidas de negro,
se sentaban solitarias en el parque, rumiando su pesar entre las hojas muertas,
pero felices en medio de su pena. Recordaban también a los hombres que,
abundando en voluntad y orgullo, imploraban el amor y la delicada compasión de
unas mujeres. Las imágenes así evocadas eran tristes, pero el amor que se
reflejaba en aquella tristeza era radiante y puro. Tan inmenso como el mundo,
tan brillante como el sol, levantaba fabulosamente belleza delante de sus ojos,
y no había nada tan poderoso ni tan bello sobre la faz de la tierra.
-¿Podrías morir por amor? -preguntó
Zinochka, mientras contemplaba su mano infantil.
-Sí, podría -respondió Nemovetsky,
convencido, y miró a su compañera a los ojos-. ¿Y tú?
-Sí, yo también. -La muchacha se quedó
pensativa-. Morir por amor es una felicidad.
Sus ojos se encontraron. Unos ojos
claros, límpidos, llenos de bondad. Sus labios sonrieron.
Zinochka se detuvo.
-Espera un momento -dijo-. Tienes un hilo
en tu chaqueta.
La muchacha levantó una mano hasta el
hombro del joven y, cuidadosamente, con dos dedos, cogió el hilo.
-¡Ya está! -exclamó-. Y, poniéndose
seria, preguntó-: ¿Por qué estás tan pálido y delgado? Estudias demasiado…
-Y tú tienes los ojos azules, con unas
chispitas doradas -replicó Nemovetsky, contemplando los ojos de la muchacha.
-Y los tuyos son negros. No, castaños.
Parecen brillar. Hay en ellos…
Zinochka no terminó la frase. Volvió la
cabeza, sus mejillas enrojecieron, sus ojos adquirieron una expresión tímida,
en tanto que sus labios sonreían involuntariamente. Sin esperar a Nemovetsky,
que sonreía también con secreto placer. la muchacha echó a andar, pero no tardó
en detenerse.
-¡Mira, el sol se ha puesto! -exclamó con
pesaroso asombro.
-Sí, se ha puesto -respondió el joven con
una nueva tristeza.
La luz se había desvanecido, las sombras
habían muerto, todo palidecía, agonizaba. En aquel punto del horizonte donde
había ardido el sol se acumulaban ahora, en silencio, oscuras masas de nubes,
las cuales conquistaban paso a paso el espacio azul. Las nubes se reunían, se
empujaban una a otra, transformaban lentamente sus perfiles monstruosos;
avanzaban, como empujadas contra su voluntad por alguna fuerza terrible,
implacable.
Las mejillas de Zinochka se pusieron más
pálidas y sus labios más rojos; sus pupilas se agrandaron imperceptiblemente,
oscureciendo los ojos. Susurró:
-Estoy asustada. Me preocupa el silencio
que nos rodea. ¿Nos hemos extraviado?
Nemovetsky frunció sus pobladas cejas y
miró a su alrededor.
Ahora que el sol había desaparecido y que
la cercana noche respiraba con aire fresco, todo parecía frío e inhóspito. El
campo gris se extendía a uno y otro lado con su raquítica hierba, sus lomas y
sus hondonadas. Había muchas de aquellas hondonadas, algunas profundas, otras
pequeñas y llenas de vegetación; la silenciosa oscuridad nocturna se había
deslizado ya en ellas; y debido a la existencia de indicios de cultivos, el
lugar parecía aún más desolado.
Nemovetsky aplastó la sensación de
inseguridad que pugnaba por invadirle y dijo:
-No, no nos hemos extraviado. Conozco el
camino. Primero a la izquierda, luego a través de aquel bosquecillo. ¿Tienes
miedo?
Ella sonrió valientemente y respondió:
-No. Ahora, no. Pero tenemos que llegar
pronto a casa y tomar un poco de té.
Apresuraron el paso, para volver a
acortarlo en seguida. No miraban a los lados del camino, pero notaban la
indolente hostilidad del campo labrado, el cual les rodeaba con un millar de
diminutos ojos inmóviles, y aquella sensación les acercó más el uno al otro y
despertó en ellos recuerdos de la infancia. Recuerdos luminosos, llenos de sol,
de verde follaje, de amor y de risas. Era como si aquello no hubiese sido una
vida sino un canto inmenso y melodioso, y ellos mismos hubiesen formado parte
de aquel canto como sonidos, como dos leves notas: una clara y resonante como
puro cristal, la otra algo más opaca pero más animada al mismo tiempo, como una
pequeña campana.
Empezaron a aparecer señales de vida
humana. Dos mujeres estaban sentadas, en el borde de una hondonada. Una de
ellas tenía las piernas cruzadas y miraba fijamente hacia el fondo del agujero.
Levantó su cabeza tocada con un pañuelo, del cual se escapaban mechones de
enmarañados cabellos. Llevaba una blusa muy sucia con flores estampadas, tan
grandes como manzanas; sus cordones estaban sueltos. No miró a los que pasaban.
La otra mujer estaba muy cerca, medio reclinada, con la cabeza echada hacia
atrás. Tenía un rostro ancho y basto, con facciones de campesino, y, debajo de
sus ojos, los prominentes pómulos mostraban dos manchas rojizas, semejantes a
arañazos muy recientes. Iba más sucia aún que la primera mujer, y miró
descaradamente a los dos jóvenes. Cuando éstos hubieron pasado, la mujer empezó
a cantar con una voz recia, masculina:
«Sólo por ti, adorado mío, reventaré como
una flor…»
-Varka, ¿has oído? -La mujer se volvió
hacia su silenciosa compañera y, al no recibir respuesta, estalló en una ronca
carcajada.
Nemovetsky había conocido a tales
mujeres, que eran sucias incluso cuando llevaban lujosos vestidos; estaba
acostumbrado a ellas, y ahora se deslizaron de su retina y se desvanecieron,
sin dejar ningún rastro. Pero Zinochka, que casi las había rozado con su
modesto vestido, notó que algo hostil invadía su alma. Pero al cabo de unos
instantes aquella impresión se había desvanecido, como la sombra de una nube
cruzando rápidamente el florido prado; y cuando, avanzando en la misma
dirección, pasó junto a ellos un hombre descalzo, acompañado por otra de
aquellas mujeres, Zinochka los vio, pero no les prestó la menor atención…
Y una vez más andaron y hablaron, y
detrás de ellos se movió, a regañadientes, una nube oscura, proyectando una
sombra transparente… La oscuridad fue espesándose paulatinamente. Ahora, los
dos jóvenes hablaban de aquellos terribles pensamientos y sensaciones que
visitan al hombre durante la noche, cuando no puede dormir y todo es silencio a
su alrededor; cuando la oscuridad, inmensa y dotada de múltiples ojos, se
aplasta contra su rostro.
-¿Puedes imaginar lo infinito? -preguntó
Zinochka, llevándose una mano a la frente y cerrando los ojos.
-¿Lo infinito? No… -respondió Nemovetsky,
cerrando también sus ojos.
-A veces lo veo. Lo percibí por primera
vez cuando era muy pequeña. Imagina un gran número de cartas. Una, otra, otra
más, cartas sin fin, una infinidad de cartas… ¡Es terrible!
Zinochka tembló.
-Pero, ¿por qué cartas? -sonrió
Nemovetsky, aunque se sintió incómodo.
-No lo sé. Pero yo veía cartas. Una,
otra… sin fin.
La oscuridad se iba espesando. La nube
había pasado ya por encima de sus cabezas y, estando delante de ellos, podía
ver ahora los rostros de los dos jóvenes, cada vez más pálidos. Las figuras
harapientas de otras mujeres como las que habían encontrado aparecían con más
frecuencia; como si las profundas hondonadas, excavadas con algún propósito
desconocido, las vomitaran a la superficie. Ora solitarias, ora en grupos de
dos o de tres, aparecían, y sus voces resonaron ruidosas y extrañamente
desoladas en el aire inmóvil.
-¿Quiénes son esas mujeres? ¿De dónde
vienen? -preguntó Zinochka en voz baja y temblorosa.
Nemovetsky sabía qué clase de mujeres
eran aquéllas. Se sentía aterrorizado por haber caído en aquella perversa y
peligrosa vecindad, pero respondió tranquilamente:
-No lo sé. No tiene importancia. No
hablemos de ellas. Pronto estaremos en casa. Sólo tenemos que atravesar ese
bosquecillo y llegaremos a la ciudad. Lástima que hayamos salido tan tarde.
La muchacha encontró absurdas aquellas
palabras. ¿Cómo podía decir que habían salido tarde, si no eran más que las
cuatro? Miró a su compañero y sonrió. Pero las cejas de Nemovetsky continuaron
fruncidas, y, para tranquilizarle y consolarle, Zinochka sugirió:
-Vamos a andar más aprisa. Quiero tomar
un poco de té. Y el bosquecillo está muy cerca ahora.
-Sí, vamos a andar más aprisa.
Cuando penetraron en el bosquecillo y los
silenciosos árboles se unieron en un arco encima de sus cabezas, la oscuridad
se hizo más intensa, pero la atmósfera resultó también más apacible y
tranquila.
-Dame la mano -propuso Nemovetsky.
Ella le dio la mano, con cierta
indecisión, y el leve contacto pareció iluminar la oscuridad. Sus manos no se
movían ni se apretaban una a otra. Zinochka incluso se apartó un poco de su
compañero. Pero toda su conciencia estaba concentrada en la percepción del
diminuto lugar del cuerpo donde las manos se tocaban. Y de nuevo llegó el deseo
de hablar acerca de la belleza y del misterioso poder del amor, pero hablar sin
violar el silencio, hablar, no por medio de palabras sino de miradas. Y
pensaban que debían mirar, y deseaban hacerlo, pero no se atrevían…
-¡Y aquí hay algunas personas! -exclamó
Zinochka alegremente.
En el calvero, donde había más luz, había
tres hombres sentados junto a una botella casi vacía, silenciosos. Miraron con
expectación a los recién llegados. Uno de ellos, afeitado como un actor, rió en
voz alta y silbó de un modo provocativo.
El corazón de Nemovetsky palpitó con una
trepidación de horror, pero, como si le empujaran por detrás, continuó andando
en dirección al trío, sentado al borde del camino. Allí estaban esperando, y
tres pares de ojos contemplaban a los viandantes, inmóviles y amenazadores.
Deseoso de ganarse la buena voluntad de
aquellos ociosos y harapientos hombres, en cuyo silencio percibía una amenaza,
y de obtener su simpatía a través de su propia indefensión, Nemovetsky
preguntó:
-¿Es éste el camino que conduce a la
ciudad?
No contestaron. El que iba afeitado silbó
algo burlón e indefinible, en tanto que los otros permanecían silenciosos y
miraban a la pareja con maligna intensidad. Estaban borrachos, y tenían hambre
de mujeres y de diversión sensual. Uno de los hombres, de rostro rojizo, se
puso en pie como un oso y suspiró pesadamente. Sus compañeros le dirigieron una
ojeada, y luego volvieron a clavar sus intensas miradas en Zinochka.
-Tengo un miedo terrible -susurró la
muchacha.
Nemovetsky no oyó sus palabras, pero las
intuyó por el peso del brazo que se apoyaba en él. Y, tratando de aparentar una
calma que no sentía, aunque convencido de lo irrevocable de lo que estaba a
punto de ocurrir, continuó avanzando con estudiada firmeza. Tres pares de
penetrantes ojos se acercaron más y más, centellearon, y quedaron a su espalda.
«Es preferible correr», pensó Nemovetsky.
Y se contestó a sí mismo: «No, es preferible no correr».
-¡Es un polluelo! ¿Le tenéis miedo? -dijo
el tercero de los miembros del trío, un individuo calvo con una barba roja muy
poco poblada-. Y la chica es muy fina. ¡Quiera Dios darnos una como ella a cada
uno!
Los tres hombres estallaron en una
carcajada.
-¡Eh! ¡Un momento! ¡Quiero hablar con
usted, caballerete! -gritó el hombre más alto con una voz recia, mirando a sus
camaradas.
El trío se puso en pie.
Nemovetsky continuó andando, sin
volverse.
-¡Deténgase cuando se lo piden! -exclamó
el pelirrojo-. ¡Y, si no quiere hacerlo, aténgase a las consecuencias!
-¿Está sordo? -gruñó el hombre más alto,
y en dos zancadas se aproximó a la pareja.
Una mano maciza cayó sobre el hombro de
Nemovetsky y le hizo girar sobre sí mismo. Al volverse, encontró muy cerca de
su rostro los ojos redondos, saltones y terribles de su asaltante. Estaban tan
cerca, que le parecía verlos a través de un cristal de aumento, y distinguió
claramente las pequeñas venas rojas en el globo ocular y lo amarillento de los
párpados. Dejó caer la mano de Zinochka y, hundiendo la suya en su bolsillo,
murmuró:
-¿Quiere dinero? Puedo darle el que
llevo, con mucho gusto.
Los ojos saltones brillaron. Y cuando
Nemovetsky apartó su mirada de ellos, el hombre alto tomó impulso y golpeó la
barbilla del joven. La cabeza de Nemovetsky salió proyectada hacia atrás, sus
dientes crujieron y su gorra cayó al suelo; agitando los brazos, el joven se
derrumbó pesadamente. Silenciosamente, sin proferir un solo grito, Zinochka dio
media vuelta y echó a correr con toda la velocidad de que era capaz. El hombre
del rostro afeitado lanzó una exclamación que resonó extrañamente:
-¡A-a-ah!
Y echó a correr detrás de Zinochka.
Nemovetsky se incorporó de un salto, pero
apenas había recobrado la vertical cuando otro golpe en la nuca volvió a
derribarle. Sus adversarios eran dos, y el joven no estaba habituado al combate
físico. Sin embargo, luchó largo rato, arañó con sus uñas como una encalabrinada
mujer, mordió con sus dientes y sollozó con una inconsciente desesperación.
Cuando estuvo demasiado débil para continuar resistiendo, los dos hombres le
levantaron del suelo y le apartaron del camino. Lo último que vio fue un
fragmento de la barba roja que casi tocaba su boca, y más allá, la oscuridad
del bosque y la blusa de color claro de la muchacha que huía. Zinochka corría
silenciosa y rápidamente, como había corrido unos días antes cuando jugaban al
marro; y detrás de ella, con cortas zancadas, ganándole terreno, corría el
hombre afeitado. Luego, Nemovetsky notó el vacío a su alrededor, su corazón
dejó de latir mientras el joven experimentaba la sensación de hundirse en un
pozo sin fondo, y finalmente tropezó con una piedra, chocó contra el suelo y
perdió el conocimiento.
El hombre alto y el hombre pelirrojo,
habiendo arrojado a Nemovetsky a una zanja, se detuvieron unos instantes a
escuchar lo que sucedía en el fondo de la zanja. Pero sus rostros y sus ojos
estaban vueltos a un lado, en la dirección tomada por Zinochka. Desde allí se
alzó el estridente grito de la muchacha, para apagarse casi inmediatamente. El
hombre alto murmuró, furioso:
-¡El muy cerdo!
Luego, irguiéndose como un oso, echó a
correr.
-¡Yo también! ¡Yo también! -gritó su
camarada pelirrojo, echando a correr detrás de él. Estaba débil y jadeaba; en
la lucha se había lastimado la rodilla, y se sentía furioso al pensar que había
sido el primero en ver a la muchacha y sería el último en tenerla. Se detuvo a
frotarse la rodilla; luego, llevándose un dedo a la nariz, estornudó, y de
nuevo echó a correr, gritando-: ¡Yo también! ¡Yo también!
La nube oscura se disipó a través del
cielo, desvaneciéndose en la apacible noche. La oscuridad no tardó en tragarse
la corta figura del hombre pelirrojo, pero durante algún tiempo pudieron oírse
el desigual ritmo de sus pasos, el crujido de las hojas caídas en el suelo y
los gritos plañideros:
-¡Yo también! ¡Hermanos, yo también!
Nemovetsky tenía la boca llena de tierra.
Al volver en sí, la primera sensación que experimentó fue la conciencia del
acre y agradable olor de la tierra. Le pesaba la cabeza, como si la tuviera
llena de plomo; apenas podía volverla. Le dolía todo el cuerpo, de un modo
especial el hombro, pero no tenía ningún hueso roto. Se incorporó, y durante
largo rato miró por encima de él, sin pensar ni recordar. Directamente encima
de su cabeza un arbusto inclinaba sus anchas hojas, y entre ellas era visible
el ahora claro cielo. La nube había pasado, sin dejar caer una sola gota de
lluvia, y dejando el aire seco y estimulante. Muy alta, en medio del cielo,
aparecía la esculpida luna, con unos bordes transparentes. Estaba viviendo sus
últimas noches y su luz era fría, desalentada, solitaria. Pequeños mechones de
nubes se deslizaban rápidamente por las alturas, empujadas por el viento; no
oscurecían la luna, limitándose a acariciarla. Lo solitario de la luna, la
timidez de las nubes fugitivas, el soplo del viento apenas perceptible debajo,
hacían sentir la misteriosa profundidad de la noche dominando sobre la tierra.
Nemovetsky recordó súbitamente todo lo
que había ocurrido, y no pudo creer que había ocurrido. Todo era tan terrible
que no parecía verdadero. ¿Podía ser tan horrible la verdad? También él,
sentado en el suelo en medio de la noche y mirando la luna y los retazos de
nubes que se alejaban, se encontraba extraño a sí mismo, hasta el punto de que
pensó que estaba viviendo una vulgar aunque terrible pesadilla. Aquellas
mujeres, de las cuales había conocido tantas, se habían convertido también en
una parte del espantoso y perverso sueño.
«¡No puede ser! -exclamó, sacudiendo
débilmente su cabeza-. ¡No puede ser!»
Extendió un brazo y empezó a buscar su
gorra. Al no encontrarla, todo se aclaró para él; y comprendió que lo que había
sucedido no había sido un sueño, sino la horrible verdad. Poseído por el
terror, se agarró furiosamente a las paredes de la zanja tratando de salir de
ella, para encontrarse una y otra vez con las manos llenas de tierra, hasta que
finalmente consiguió aferrarse a un arbusto y trepar a la superficie.
Una vez allí, echó a correr sin escoger
una dirección. Durante largo rato siguió corriendo, dando vueltas entre los
árboles. Las ramas arañaban su rostro, y de nuevo todo empezó a parecer un
sueño. Nemovetsky experimentó la sensación de que algo como esto le había
ocurrido antes: oscuridad, ramas invisibles de los árboles, mientras él corría
con los ojos cerrados, pensando que todo era un sueño. Nemovetsky se detuvo, y
luego se sentó en una incómoda postura en el suelo, sin ninguna elevación. Y de
nuevo pensó en su gorra, y murmuró:
«Esto es: tengo que matarme a mí mismo.
Sí, tengo que matarme a mí mismo, aunque esto sea un sueño.»
Se puso en pie de un salto, pero recordó
algo y echó a andar lentamente, tratando de localizar en su confuso cerebro el
lugar donde habían sido atacados. La oscuridad era casi absoluta en el bosque,
pero de cuando en cuando un rayo de luna se filtraba a través de las ramas de
los árboles, engañándole; iluminaba los blancos troncos, y el bosque parecía
estar lleno de inmóviles y misteriosas personas silenciosas. Todo esto,
también, parecía un fragmento del pasado, y parecía un sueño.
«¡Zinaida Nikolaevna!», llamó Nemovetsky,
pronunciando la primera palabra en voz alta y la segunda en voz baja, como si
con la pérdida de su voz hubiese perdido también toda esperanza de obtener una
respuesta. Nadie respondió.
Luego, Nemovetsky encontró el camino, y
lo reconoció inmediatamente. Llegó al calvero. Y al llegar allí comprendió que
todo había ocurrido realmente. En su terror, echó a correr, gritando:
«¡Zinaida Nikolaevna! ¡Soy yo! ¡Yo!»
Nadie contestó a su llamada. Tomando la
dirección en la cual pensaba que se encontraba la ciudad, gritó con toda la
fuerza que quedaba en sus pulmones:
«¡S o c o r r o o o!»
• una vez más echó a correr, susurrando
algo mientras rozaba los arbustos, hasta que apareció delante de sus ojos una
mancha blanca, semejante a una mancha de luz congelada. Era el postrado cuerpo
de Zinochka.
«¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué es esto?», dijo
Nemovetsky, con los ojos secos, pero con una voz que sollozaba. Se dejó caer
sobre sus rodillas y entró en contacto con la muchacha tendida allí.
Su mano cayó sobre el cuerpo desnudo, el
cual era suave al tacto, y firme, y frío, pero no estaba muerto. Temblando,
Nemovetsky pasó su mano sobre ella.
«Querida, cariño, soy yo», susurró,
buscando el rostro de la muchacha en la oscuridad.
Luego extendió una mano en otra
dirección, y otra vez entró en contacto con el cuerpo desnudo, y dondequiera
que posaba su mano tocaba el cuerpo de la mujer, tan suave, tan firme,
pareciendo adquirir calor al contacto de su mano. Nemovetsky apartaba de pronto
su mano, para volver a apoyarla inmediatamente en aquel cuerpo, que no podía
asociar con Zinochka. Todo lo que había pasado aquí, todo lo que aquellos
hombres habían hecho con este mudo cuerpo de mujer, se le apareció a Nemovetsky
en toda su espantosa realidad, y encontraba una extraña y elocuente respuesta
en su propio cuerpo. Con los ojos clavados en la mancha blanca, enarcó las
cejas como un hombre entregado a la tarea de pensar.
«¡Oh! ¡Dios mío! ¿Qué es esto?», repitió,
pero el sonido surgió irreal, como algo deliberado.
Nemovetsky apoyó la mano sobre el corazón
de Zinochka: latía débil pero regularmente, y cuando el joven se inclinó hacia
el rostro femenino captó también la leve respiración. La muchacha parecía estar
sumida en un apacible sueño. La llamó en voz baja:
«¡Zinochka! ¡Soy yo!»
Pero inmediatamente supo que no le
gustaría verla despierta hasta que hubiera transcurrido un largo rato.
Nemovetsky contuvo su respiración, miró furtivamente a su alrededor y luego
acarició la mejilla de la muchacha; primero besó sus cerrados ojos, después sus
labios… Temiendo que despertara, se echó hacia atrás y permaneció en una
actitud helada. Pero el cuerpo estaba inmóvil y mudo, y en su indefensión y
fácil acceso había algo lastimoso y exasperante. Con infinita ternura
Nemovetsky trató de cubrir a la muchacha con los trozos de su vestido, y la
doble conciencia de la tela y del cuerpo desnudo resultaba tan afilada como un
cuchillo y tan incomprensible como la locura… Aquí, unas fieras se habían dado
un banquete: Nemovetsky captó la ardiente pasión difundida en el aire y dilató
sus fosas nasales.
«¡Soy yo! ¡Soy yo!», repitió como un
demente, sin comprender lo que le rodeaba y poseído aún por el recuerdo del
blanco orillo de la falda femenina, de la negra silueta del pie y del calzado
que tan tiernamente lo contenía. Mientras escuchaba respirar a Zinochka, con
los ojos clavados en el lugar donde se hallaba su rostro, movió una mano. Se
detuvo a escuchar, y movió la mano de nuevo.
«¿Qué estoy haciendo?», gritó en voz
alta, desesperado, y se echó hacia atrás, horrorizado de sí mismo.
Por un instante, el rostro de Zinochka
fulguró delante de él y se desvaneció. Trató de comprender que aquel cuerpo era
Zinochka, con la cual había estado paseando y hablando de lo infinito, y no
pudo comprender. Trató de sentir el horror de lo que había ocurrido, pero el
horror era demasiado intenso para ser captado.
«¡Zinaida Nikolaevna! -gritó en tono
implorante-. ¿Qué significa esto?; Zinaida Nikolaevna!»
Pero el atormentado cuerpo permaneció
mudo y, continuando su loco monólogo, Nemovetsky se dejó caer de rodillas.
Imploró, amenazó, dijo que se suicidaría, y agarró el postrado cuerpo,
apretándolo contra el suyo…
El cuerpo no opuso la menor resistencia,
obedeciendo dócilmente a sus movimientos, y todo aquello era tan terrible,
incomprensible y salvaje que Nemovetsky volvió a ponerse de pie de un salto y
gritó bruscamente:
«¡Socorro!»
Pero el sonido era falso, como si fuera
deliberado.
Y una vez más se dejó caer sobre el
pasivo cuerpo, con besos y lágrimas, sintiendo la presencia de un abismo, un
oscuro, terrible y absorbente abismo. Allí no había ningún Nemovetsky;
Nemovetsky se había quedado atrás, en alguna parte, y el ser que le había
reemplazado estaba ahora sacudiendo el cálido y sumiso cuerpo, y estaba
diciendo con la astuta sonrisa de un demente:
«¡Contéstame! ¿O acaso no quieres
contestarme? ¡Te amo! ¡Te amo!»
Con la misma astuta sonrisa acercó sus
desorbitados ojos al rostro de Zinochka y susurró:
«¡Te amo! No quieres hablar, pero estás
sonriendo, me doy cuenta. ¡Te amo! ¡Te amo! ¡Te amo!»
Apretó con más fuerza contra el suyo el
cuerpo de Zinochka, cuya pasividad despertaba una salvaje pasión. Retorciendo
sus manos, Nemovetsky volvió a susurrar, con voz enronquecida:
«¡Te amo! No se lo diremos a nadie, y
nadie lo sabrá. Me casaré contigo mañana, cuando tú quieras. ¡Te amo! Te
besaré, y tú me responderás… ¿sí? Zinochka…»
Pegó sus labios a los de la muchacha, y
en la angustia de aquel beso su razón quedó anulada del todo. Le pareció que
los labios de Zinochka se estremecían. Por un instante, el horror aclaró su
mente, abriendo delante de él un negro abismo.
Y el negro abismo lo engulló.
FIN
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![]() El español en el mundo 2023. Madrid: Instituto Cervantes, 2024 "El español en el mundo 2023", Anuario del Instituto Cervantes, marca la vigesimocuarta edición de esta publicación emblemática que la institución ha puesto a disposición del público interesado desde 1998. El anuario ofrece resultados de investigaciones sobre demolingüística del español en el mundo, reflexiones sobre el lenguaje e información sobre la evolución y los proyectos del Instituto Cervantes. Los datos demolingüísticos sobre la situación del español son fundamentales para las decisiones estratégicas de instituciones como el Instituto Cervantes, que apuesta constantemente por la investigación en este ámbito y la difusión de sus resultados. Además de los informes generales y anuales sobre el español en el mundo, el anuario incluye análisis focalizados en países o regiones específicas para comprender mejor la situación del español en esos lugares. Hasta la fecha, se han publicado estudios sobre 91 países, y en esta edición, doce investigadores abordan la situación del español en Tailandia, Portugal, Ucrania, República Democrática del Congo e Irán. En el informe "El español: una lengua viva. Informe 2023", David Fernández Vítores ofrece un análisis global de la situación del español en el mundo, centrándose en la demografía, la educación, la economía, la cultura, la diplomacia, la ciencia y las redes. Se destaca que el número de hablantes de español sigue creciendo, superando los 599 millones, principalmente debido al aumento demográfico de los hispanohablantes nativos, que casi alcanzan los 500 millones. El español continúa siendo la segunda lengua materna más hablada en el mundo, la cuarta en términos de hablantes totales, la tercera más utilizada en internet, la segunda en grandes plataformas digitales y la cuarta más estudiada a nivel mundial. En particular, es la lengua extranjera más estudiada en Estados Unidos, y su aprendizaje está en aumento en los países de la Unión Europea, tema destacado en este año en el que España asume la presidencia de la Unión Europea. |
![]() Millions of research papers at risk of disappearing from the Internet. En: Bandiera_abtest: a Cg_type: News Subject_term: Information technology, Scientific community, Publishing [en línea], 2024. [consulta: 3 mayo 2024]. Disponible en: https://www.nature.com/articles/d41586-024-00616-5. Un estudio sobre más de siete millones de publicaciones digitales sugiere que más de una cuarta parte de los artículos académicos no están siendo archivados y preservados adecuadamente. Esto indica que los sistemas de preservación en línea no están manteniendo el ritmo del crecimiento de la producción investigativa. Martin Eve, investigador de literatura, tecnología y publicación en la Universidad de Birkbeck, Londres, señala que la cadena de notas al pie es esencial para la epistemología científica y de investigación. Sin embargo, más de dos millones de artículos con identificadores digitales únicos (DOI) no aparecían en archivos digitales importantes, a pesar de tener un DOI activo. El estudio examinó si 7.438,037 obras con DOI estaban archivadas. Solo el 58% de los DOI referenciaban obras almacenadas en al menos un archivo digital. Esto plantea desafíos significativos para la preservación digital, especialmente para editoriales pequeñas que pueden carecer de recursos. El análisis sugiere medidas para mejorar la preservación digital, como requisitos más estrictos en las agencias de registro de DOI y una mayor conciencia del problema entre editores e investigadores. Eve destaca la importancia de garantizar la sostenibilidad a largo plazo del ecosistema de investigación. |
EL BANCO ESTABA EN UN EDIFICIO PEQUEÑO, modernista, sucursal
de un banco grande cuya matriz quedaba a muchos kilómetros de distancia. Fue
construido a las afueras de un pueblo soñoliento, frente a una desviación que
conectaba la autopista con un nuevo puente.
El sheriff Banes se parecía al pueblo: viejo, chaparro y
raído. Al entrar jadeante al banco aquel día, la cajera flaca corrió hacia él y
gritó:
-¡Tío Hank, nos han robado! ¡Nos robaron!
La palidez de su cara expresaba histeria, y los ojos se le
desorbitaban por el susto.
-¿Un… un asalto?
El sheriff dejó caer los hombros. Sus ojos lucían
desconcertados por la conmoción. Sacudió el cuerpo, le dio a la cajera unas
palmaditas en los hombros trémulos con una mano, mientras aflojaba la funda de
la pistola con la otra.
-Emma, tranquilízate. Cuéntame lo que pasó.
-Ay, tío, unos… -Emma comenzó, pero se interrumpió al no
lograr contener el llanto.
-Emma, esto es un asunto oficial, debes llamarme sheriff
Banes. Es importante que te controles y me digas exactamente lo que sucedió.
Condujo a la cajera a una silla y se volvió al único otro
hombre presente en el banco, el gerente.
-A ver, Tom, ¿qué pasó? Dímelo ya, los primeros minutos
después de un crimen son los más importantes.
-Pues abrimos como de costumbre, a las 9:00 a. m., hace
media hora. Entraron dos hombres al banco. Yo estaba en el escritorio,
revisando el correo. Desconocidos, pero no me despertaron sospechas. Emma tenía
abierta su ventanilla y Helen estaba en la bóveda. Unos minutos después
salieron del banco, y fue entonces cuando Emma gritó. Le pasaron una nota,
donde le advirtieron que si no llenaba de billetes una bolsa grande de papel
que le dieron, nos matarían a todos. Alcancé a oír que un carro se ponía en marcha,
pero con tanto tráfico no supe en qué dirección se fueron. De cualquier modo,
corrí a la puerta y después lo llamé a usted.
El sheriff Banes se buscó un cuaderno en los bolsillos de la
chamarra y terminó por tomar papel y lápiz del escritorio del gerente.
-Bien, ¿a qué hora exactamente cometieron el robo, Tom?
-Yo diría que… a las 9:32 a. m.
Después de humedecer el lápiz con los labios, el sheriff
Banes tomó nota.
-¿A cuánto asciende el robo?
-No he sacado cuentas todavía, pero unos veintiséis mil
dólares, todo en billetes de baja denominación.
El gerente se sentó y apoyó la cabeza en las manos.
-Hank, apenas abrimos esta sucursal hace tres meses y ya nos
asaltaron. ¡Me despedirán!
-¡Deja de quejarte! ¿Puedes describirlos con precisión, Tom?
-Apenas eché un vistazo, usted comprende. Como de unos
treinta años ambos, de complexión mediana. Vestían traje oscuro y… el más gordo
llevaba una bolsa de compras. Era el que no llevaba sombrero y tenía pelo
negro, bien peinado. El otro sí tenía puesto un sombrero y traía un periódico
en la mano… No recuerdo haber notado el color del pelo.
-Yo sí logré verlos, Hank -dijo Helen Smith, asomada desde
la entrada de la bóveda, atrás de las ventanillas de las cajas.
Helen era una mujer madura, regordeta, con pelo rubio
deslavado.
-El que no llevaba sombrero tenía pelo muy oscuro y cara de
rasgos afilados, con aspecto extranjero, y uno de esos bigotes estrechos. Creo
que el que llevaba la gorra de cazador era calvo, y…
-¿De qué color era la gorra de cacería, Helen? -?preguntó el
sheriff, con el lápiz en la mano rechoncha.
-Pues, creo que de color marrón.
Emma se incorporó de su silla.
-¡No, no! ¡La gorra era más bien anaranjada! Fue él quien me
pasó la nota y puso su periódico doblado sobre el mostrador.
-¿Notaste con qué acento hablaba?
-Tío, ninguno de los dos habló. Solo me dieron la nota,
escrita a máquina, que decía: «Llene la bolsa de dinero o mataremos a todos. En
el periódico hay una escopeta de cañón corto. Espere diez minutos antes de dar
la alarma. Afuera hay otro hombre con una metralleta». Tuve tanto miedo que
metí todo el dinero de mi cajón en la bolsa grande de papel. ¡Casi me desmayo!
Me tapaban toda la ventanilla y no pude hacerle una señal a Tom ni…
-¿Dónde quedó la nota? -la interrumpió el sheriff Banes.
-¿La nota? Se la llevaron, con el dinero.
Banes gruñó.
-A ver, piensa con cuidado, Emma. ¿Notaste algo especial en
la bolsa?
-¡Sí! ¡Ahora que lo pienso, la bolsa tenía impreso el
logotipo de A&P!
El sheriff empujó su sombrero hacia atrás y se rascó los
cabellos grises despeinados.
-Maldita sea, debe de haber una docena de esos supermercados
dentro de un radio de ochenta kilómetros desde aquí. Bueno…
Giró hacia el escritorio y tomó el teléfono.
-Más vale llamar a las barracas de la tropa. ¿Alguien se
fijó en la marca del carro en que se fugaron?
Las dos mujeres y el gerente menearon la cabeza. Emma habló:
-Creo, pero ahora no estoy tan segura, que vi a través de la
ventana un viejo sedán gris estacionado afuera del banco.
El sheriff sacudió la cabeza y colgó el teléfono.
-¿Había alguien más en el banco?
-No, señor, apenas acabábamos de abrir.
-¿Por qué tenían todo ese dinero a mano? -?preguntó Banes.
-Mira, Hank… sheriff Banes, usted se acuerda de que una de
las razones por las que abrieron la sucursal después de que inauguraron el
puente fue para administrar la nómina de las dos fábricas al otro lado del río,
diecinueve mil quinientos sesenta y ocho dólares cada semana, los miércoles por
la mañana. Contamos la nómina los martes por la noche. Además, en el cajón de
Emma siempre hay cinco o seis mil dólares al comenzar el día.
Helen estaba meneando la cabeza.
-No sé qué pasa en el mundo -dijo-. Nunca hubo un asalto en
el pueblo, como ya sabes, Hank. Nosotros…
De repente el sheriff se acercó al mostrador de la cajera,
diciendo con voz exaltada:
-¡Huellas! ¿Ha tocado alguno de ustedes el mostrador?
-¡Se me olvidaba! -gritó Emma-. ¡Los dos llevaban guantes de
cuero!
Triste, el sheriff Banes meneó la cabeza.
-¡Qué maldición! No tenemos nada con qué buscarlos.
Se dirigió a la ventana, movió la cortina y contempló el
cielo oscuro.
-Tal vez llueva -anunció.
Después de un momento, se dio vuelta y se sentó en el
escritorio mientras rompía el papel con sus notas.
-No estuvo nada mal. Emma, tienes que llorar con más
energía, sobre todo cuando llegue la tropa del estado. Muy buena tu
descripción, Helen. Te portaste como una verdadera pueblerina confundida. Tom,
también lo hiciste bien, pero tienes que parecer más conmocionado, ya sabes,
como si fuera el fin del mundo. Mañana, martes por la noche, haremos un último
ensayo y me llevaré los veintiséis mil conmigo. Tengo el escondite perfecto
bajo unas tablas en la cárcel municipal. El miércoles me llamas por teléfono
tan pronto se abra el banco y no haya clientes. Creo que eso es todo. No
olviden que de esto no se habla con nadie. Esperaremos seis o siete meses antes
de dividirnos el dinero y diremos que recibimos una pequeña herencia. Tom, ¿qué
tal estuve yo?
-Actuaste perfectamente tu papel de policía provinciano,
papá.
FIN
Len Zinberg comenzó su carrera de autor con varias novelas
firmadas con su nombre real, pero alcanzó más éxito con la serie de ficciones
crudas de tema policiaco que publicó bajo el seudónimo de ED LACY: unas treinta
novelas y casi cien cuentos cortos. Por desgracia, hoy en día no es fácil
conseguir la mayor parte de su obra. Además de su abundante producción, Lacy
aportó una innovación significativa al utilizar a un detective afroamericano
como personaje central de su novela El detective negro, distinguida con el
premio Edgar. Buena parte de sus relatos refleja un compromiso con temas
sociales y raciales. Sin embargo, el cuento presente tiene otro carácter: una
travesura muy divertida.