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martes, septiembre 23, 2025

TORMENTAS .-Claire Keegan {Relato}

 



 

Mi madre soñaba cosas antes de que estas pasaran y, en sus sueños, encontraba cosas. Yo estaba en la mesa de la cocina cortando una caja de cartón para hacerle puertas y ventanas la mañana en que bajó y dijo que sabía dónde estaba Rua. Tenía mucha prisa.

-¡Voy!

-Apresúrate.

Era una de esas mañanas heladas a mitad de enero, cuando el aire es tan frío que parece nuevo. Cuando salimos, el viento empujó el aire que respiraba de vuelta a mis pulmones. La seguí por la senda hasta el bosque. Una becada voló sobre los árboles. Algo me decía que no debía hablar. Mi madre sabía adónde estaba yendo. Cruzamos una zanja y salimos a un campo de remolachas que no reconocí. Ella se detuvo y apuntó en dirección de un brezal.

-Está ahí -dijo.

Separamos los brezos y ahí estaba Rua, nuestro Setter rojo, con el cuello atrapado en un cepo. Parecía muerto, pero no pude desviar la mirada. Mi madre le aflojó el cepo y le habló. En el alambre había sangre. Lo cargamos hasta casa y le dimos leche, pero no podía tragar. Debajo del abrigo se le notaban los huesos y durmió por tres días. El cuarto día se levantó y siguió a mi madre por la casa como una sombra. Cuando le pregunté si yo también iba a encontrar cosas en mis sueños, ella me dijo que esperaba que eso nunca pasara. No le pregunté por qué. Aun cuando era una criatura, ya sabía desde hacía rato que por qué eran dos palabras que mi madre odiaba.

El tambo era una habitación fría y oscura que mis padres habían llenado con las cosas que apenas usaban, de la época previa a mi nacimiento. La pintura amarilla se abombaba en las paredes y las baldosas húmedas brillaban sobre el piso. Las bridas colgaban endurecidas de las vigas; sus bocados, polvorientos. La mantequera todavía estaba allí y el olor de la leche agria persistía en ella; la madera alisada, pero perforada por la carcoma, las paletas perdidas desde hacía rato. No recuerdo vidrios en esas ventanas, solo barrotes oxidados y el extraño aplauso del viento soplando por entre los árboles.

Alguien llevó la vieja incubadora a los empujones hasta adentro del tambo y un pollo se escapó; una cosa de metal oxidado que solía brillar como cuchara. Pusimos ahí pollos recién incubados, recogiéndolos en nuestras manos como pétalos amarillos y los soltamos en ese calor, bolas cubiertas de plumón con patas siempre en movimiento, asimilando ese calor como propio. El calor nos mantiene vivos. A veces esas bolas amarillas se caen, vencidas por el frío, las patas como flechas naranja apuntando hacia abajo. La mano de mi padre los descartaba como si fueran hierbajos. Mi madre los recogía con cuidado, inspeccionando esos cuerpecitos amarillos en busca de algún signo de vida y, al no descubrir ninguno, decía: «Mi pobre pollo», y me sonreía mientras los deslizaba por el conducto vertedor.

Los coladores de leche también estaban ahí, la gasa vieja colgando en racimos sucios sobre una hebra deshilachada. Y los frascos de mermelada de grosella silvestre que olían como a jerez, reducidos en el vidrio con un reborde de musgo. Mi madre siempre hizo más mermelada de la que podíamos comer. Solíamos hacer jalea de manzanas: cortábamos esas frutas ácidas en cuartos y las hervíamos hasta hacerlas pulpa, con corazones, semillas y todo; vertíamos el fluido grumoso en una funda de almohada vieja, atada a cada una de las patas de un taburete dado vuelta. Goteaba, goteaba, goteaba toda la noche dentro del frasco de conserva.

Iba al tambo cuando me mandaban; por un frasco de barniz, clavos de seis pulgadas, una brida para una yegua cabezona. El picaporte estaba demasiado alto. Tenía que pararme sobre una lata de creosota para alcanzarlo, y el metal sobre el que me paraba era delgado como una hoja. Cuando iba ahí por propia decisión, era para mirar en el arcón, una gran caja oxidada, una valija de pirata de niño. Era tan vieja que si la hubiera vaciado y puesto a la luz, habría sido como mirar a través de un colador. Adentro del arcón no había nada que me gustase: libros viejos, pegados por la humedad y sin ilustraciones, mapas oscurecidos y algunos libros de oraciones.

-Todo esto perteneció a la familia de tu padre -me dijo mi madre, empleando un volumen de voz que, se suponía, él no debía oír.

El arcón era tan largo como yo y la mitad de alto, con una tapa apretada y sin manijas. Lo habría abierto y mirado esas cosas, habría toqueteado los libros de lomos quebrados, con tapas perdidas. Era el pasado; el pasado estaba allí. Sentía que, si pudiese comprender sus contenidos, mi vida tendría más sentido. Pero eso nunca sucedió. Me habría hartado de mirar esas cosas, habría cerrado la tapa de un golpe, habría hecho rechinar el metal.

El próximo sueño cambió todo. Mi madre soñó con su madre, muerta. Sus gemidos me despertaron en medio de la noche. Alguien golpeaba ruidosamente la mesa de la cocina. Bajé furtivamente y me quedé allí, mirando en la oscuridad. Mi madre estaba acurrucada en el piso. Mi padre, quien nunca decía nada cariñoso, le hablaba con ternura, persuadiéndola con brandy, pronunciando su nombre.

-Mary, Mayree, ¡ah, Maayree!

Los dos, que nunca se tocaban, cuyos dedos soltaban la salsera antes de que el otro la agarrase, se estaban tocando. Volví a subir a gatas y escuché, mientras esas palabras cariñosas se convertían en otra cosa.

Por la mañana llegó el telegrama. El cartero se sacó la gorra y le dijo a mi madre que lamentaba los problemas que ella tenía. Mi madre enrolló el telegrama entre sus dedos como si fuera papel de armar cigarrillos. Mi padre hizo los arreglos. Vinieron desconocidos a casa. Una vecina me pegó en la mano cuando encendí la radio. Mi abuela, la mujer con el sarpullido violeta y los pechos surcados por venas azules, que hemos lavado como si se tratara de pintura, volvió rígida del geriátrico, en un cajón forrado con volados, y la pusimos en el frío del salón. Me levanté en medio de la noche y bajé a verla cuando no había nadie. Una ráfaga hizo que de la vela encendida cayera cera sobre el aparador. Sabía poco de ella, excepto que no les tenía miedo a los gansos enojados ni temía agarrarse tuberculosis. Podía curar todo tipo de enfermedad de las aves de corral. Mi madre había crecido rodeada por patos, gallinas y pavos. Le toqué la mano a mi abuela. El frío me dio miedo.

-¿Qué estás haciendo? -me preguntó mi madre.

Todo ese tiempo había estado allí sentada en la oscuridad.

-Nada -le dije.

Los vecinos vinieron a acompañarnos después del funeral, los coches se amontonaron en el camino. Me senté sobre las piernas de desconocidos. Me pasaban de unos a otros como a bolsa de tabaco y me tomé tres botellas grandes de 7UP.

Mi tía se quedó parada, custodiando el jamón. «¿A ver quién va a querer otra tajada?», preguntaba, con el cuchillo mortífero en la mano.

Mi madre se sentó mirando el fuego y jamás dijo palabra. Ni siquiera cuando Rua se subió al sofá y se puso a lamerse.

Pasaron meses. Mi madre se puso a limpiar el establo, aun cuando habíamos vendido las vacas hacía años. Iba con el cepillo y el balde, restregaba los pesebres, el pasillo, e incluso lustraba el tapacubos que empleábamos para servir la leche espumosa a los gatos. Y entonces volvía y le hablaba a las estatuas hasta el almuerzo. Se imaginaba tormentas, se encerraba debajo de las escaleras cuando oía viento, se ponía algodón en los oídos cuando venía el trueno, se escondía debajo de la mesa con Rua.

Una vez, mi padre y yo, enfardando centeno, la observamos en el campo, llamando a las vacas.

-¡Chuck! ¡Chuck! ¡Hersey! ¡Chuck! ¡Hersey!

Se quedó ahí parada, golpeando el balde de cinc para hacer que las vacas imaginarias vinieran a comer. Mi padre la llevó a la casa. Y fue entonces cuando mi madre empezó a vivir en el piso de arriba.

Así que, para cuando llegó el verano, yo era la que llevaba la gran tetera para los segadores de heno, con el pico tapado con una página sacada del Farmer’s Journal. Los hombres chupaban pajitas y me miraban, y le decían a mi padre groseramente que pronto estaría en edad.

Ella vino a buscarme en medio de la noche, vestida con un camisón rojo que nunca le había visto. Me sacó de la cama, bajamos los escalones a oscuras y salimos al prado segado, pasando los montones de heno, con nuestros pies descalzos a los que se pegaban semillas. Y seguimos subiendo por los campos de rastrojo, su mano atornillada a la mía, la parte de atrás de su camisón agitándose al viento. Y entonces alcanzamos la cima y nos recostamos boca arriba, a observar las estrellas, ella con su cabello color bronce y sus palabras de loca, no del todo sin sentido, pero intuyendo lo que nosotros no podíamos entender. Lo mismo que el perro es el primero en oír el coche en el camino.

Señaló lo que llamaba la cacerola, una disposición de las estrellas, y me contó cómo fue que llegó hasta allí. Era un cuento de animales que pasaba en la época de Nuestro Señor, en África. Hubo una sequía. El suelo se había vuelto polvo, e incluso el lecho de los ríos estaba seco. Los animales vagaban por África buscando algo que beber. Las ovejas perdieron la lana y las serpientes, sus pieles, pero una osa joven encontró una cacerola llena de agua y se la dio a beber a todos para sacarlos del apuro hasta que lloviese. Todos los animales bebieron hasta hartarse, pero la cacerola nunca se secaba. Tenía una manija curvada, y cuando llegó la lluvia, las estrellas adoptaron su forma, y eso es lo que pasó. Y entonces también yo pude verla en el cielo.

Estuvimos ahí hasta el amanecer, el olor del heno llegando con el viento. Me contó de mi padre, sobre cómo le había pegado durante quince años porque ella no era igual a las otras mujeres. Me enseñó la diferencia entre querer a alguien y que alguien nos gustara. Me dijo que yo le gustaba tan poco como él porque tenía sus mismos ojos crueles.

No entendí, pero fue entonces cuando empecé a ir al tambo sin que me mandaran. Era un lugar tranquilo. No había nada, solo el viento que soplaba y el borboteo del tanque de agua en lo alto. El agujero en el cielo raso, entre las vigas, permitía ver la casa de muñecas, el lugar donde mis primas solían llevar sus muñecas para golpearles las cabezas contra el tejado inclinado.

Fue un día de tormenta el día en que vino la camioneta para llevársela. Mi padre dijo que se estaba lastimando, pero no era nada que se pudiera ver. Le pregunté si quería decir que estaba sangrando por dentro.

-Algo así -dijo.

Pensé en la imagen del sagrado corazón sobre la estufa, el rojo corazón expuesto, iluminado por la lámpara roja que nunca se apagaba.

Los hombres están llegando a la casa para buscarla. Ella está debajo de la mesa. No puedo ver. Corro al tambo, abro el arcón y miro adentro. Saco un libro de oraciones y paso las páginas. Están gastadas y suaves como el brazo de mi madre. Abro uno de los mapas oscurecidos y rotos, y, hasta no encontrar un lugar que reconozca, no puedo distinguir cuál es la tierra y cuál es el mar. Hay un ala de insecto pegada a Noruega. Los oigo en la habitación de al lado. Abro otro libro y busco ilustraciones, pero no hay ninguna. Me meto en el arcón, me pongo en cuclillas. Oigo vidrio que se rompe. El sonido de lo que ha llegado a ser la voz de mi madre crece hasta el gemido. Algo cae. Empujo la tapa de lata, dejo que el metal caiga sobre mí con un chirrido de óxido, tenso. Todo se pone negro. Es como si yo ya no existiera. No soy yo sentada sobre libros húmedos, dentro de una lata grande y negra. El olor es viejo y mohoso como el olor de la panera o como el de la parte de atrás del aparador cuando quedan migas de torta. Un olor que tiene un siglo. Recuerdo que las ratas una vez royeron la rejilla de la incubadora. Llegaron hasta donde estaban los pollos y encontramos pedazos de plumones con patas por todas partes y las partes carnosas completamente comidas. A otros pollos los encontramos aterrados, exhaustos y escondidos entre latas de pintura o rollos de alambre, todavía incapaces de huir. Los levantamos, sus cuerpos amarillos palpitantes, gritos mínimos y enloquecidos.

Ahora yo manejo la casa. El último que dijo que estaba en edad recibió una quemadura. Mi madre siempre decía que no había nada peor que una quemadura. Y tenía razón. Sucede que no acepto tonterías de nadie. Dejan sus botas de goma afuera y mi padre deja los platos sucios sobre el escurridor. No lo he oído decir que las papas no tienen el centro bien cocinado. Sé usar la cuchara de servir para golpear. Eso también lo sabe. Rua da vueltas a la casa buscándola. Pienso en él como en la sombra de mi madre, vagando por la casa.

La visito los domingos, pero no sabe dónde está ni quién soy.

-Soy yo, mamá -le digo.

-Nunca pude soportar el olor a pescado -dice-. Él y sus arenques.

-¿No me reconoces? Soy Elena.

-¡Elena de Troya! ¡Métete en tu caballo! -dice.

Es buena con las cartas, les hace trampa a los otros y les saca el dinero que les dan para sus gastos cada semana, y la jefa de enfermeras tiene que ir hasta su armario para sacárselo cuando mi madre está en el baño. No se da cuenta. El dinero nunca tuvo ningún interés para mi madre.

Yo sigo volviendo al psiquiátrico. Me gusta el olor a desinfectante en los pasillos, los zapatos con suela de goma de las enfermeras, las peleas por los diarios dominicales. Me gusta que lo que hablan carezca de sentido. ¿Qué dice eso de mí? Mi madre siempre decía que la locura de una familia es hereditaria y yo la tengo por ambos lados. Vivo en una casa con el hombre con quien se casó mi madre. Tengo un perro que casi se murió, pero al que no le importa estar vivo. Cuando me miro al espejo, mis ojos son crueles.

Supongo que tengo mis propias razones para venir aquí. Tal vez necesito algo de lo que tiene mi madre. Un poco apenas. Me quedo con una parte pequeña para mi propia protección. Es como una vacuna. La gente no entiende, pero una tiene que enfrentar el peor caso posible para ser capaz de todo.

 

FIN

 


martes, septiembre 16, 2025

CLUB DE CAMPO Benjamín Labatut

 





Marcos es el menor de tres hermanos. Son argentinos, hijos de terratenientes, y durante la adolescencia pasaban la mayor parte del tiempo arriba de sus caballos. Jugaban al polo en el equipo de General Balcarce, un pueblo a media hora de Mar del Plata. Los hermanos también jugaban al Pato, la versión argentina de un antiquísimo juego asiático en el que los jinetes se disputaban la cabeza de algún enemigo para cogerla de los pelos y lanzarla más allá de una línea marcada en la tierra. El Pato, menos bárbaro pero no menos violento, se juega con una pelota de plástico. Las horas de deporte y riesgo hicieron que los hermanos desarrollaran un profundo lazo con sus caballos: dos potros negros para los mayores y una hermosa yegua color chocolate para Marcos. La relación con los animales era tan fuerte que sus hermanos le decían a Marcos que terminaría casándose con la yegua. Una noche de verano, borracho de victoria tras haber ganado el torneo de Pato, Marcos recibió un mensaje: sus hermanos lo esperaban en las caballerizas para celebrar el triunfo. Marcos corrió hacia los establos. Imaginaba a la yegua carneada en el piso, las manos de sus hermanos cubiertas de sangre caliente, pero cuando entró no vio a la muerte, sino su contrario: de pie sobre un banco de madera que utilizaban las mujeres para encaramarse a la grupa, su hermano mayor embestía con fuerza a la yegua chocolate, mientras el otro apartaba las cintas que trenzaban la cola del animal. Marcos se quedó de pie en la entrada, apretando los puños, y la imagen de su yegua sodomizada, la tranquilidad con que bajaba la cabeza para comer la paja que le habían puesto enfrente, fue lo único que se le grabó más adentro que las risas de sus hermanos.

Julieta estaba embarazada de nueve meses cuando el niño murió adentro suyo. Tuvo que esperar tres días recostada en la cama de un hospital público hasta tenerlo por parto normal y así reducir el riesgo de morir ella misma. Durante ese tiempo, algo distinto le creció en las entrañas: un sentimiento tan ajeno como el niño muerto que flotaba en su interior. Desde que tenía memoria había imaginado a su primer hijo, pero la fantasía no se limitaba al niño, sino que incluía al futuro marido, la ceremonia del matrimonio y hasta la música que tocarían cuando entrara a la iglesia del brazo de su padre. Por eso, cuando las manos del doctor escarbaban dentro de ella, Julieta palideció al constatar que en vez de dolor sentía placer; un goce tan completo que solo se podía comparar con el primer orgasmo de su vida. Julieta dejó el hospital dos días después, aunque su cuerpo aún se creía embarazado: siguió vomitando por las mañanas, y se tenía que vaciar los pechos con un extractor. Sin embargo, a pesar de los achaques, creyó distinguir un olor diferente en el ambiente húmedo de Buenos Aires, un cruce de energías que se congregaban a su alrededor, y que le recordaban el comienzo de su niñez, los juegos con sus primos sobre el pasto mojado, el mareo de su cuerpo en completa libertad.

Paula no puede estar segura de que las cosas hayan ocurrido como cree, incluso sospecha de que se trata de un recuerdo falso: cuando era niña, su perra dio a luz a su primera camada de cachorros. Siete pequeños bultos ciegos, algunos con el pelo negro, otros de color café. A los pocos minutos de haber parido, la perra olfateó a sus crías, las lamió hasta quitarles los restos de placenta, y luego comenzó a devorarlas una tras otra, metódicamente, sin hacer caso a las súplicas de Paula, que veía cómo la perra (su perra, la perra de la familia) masticaba y tragaba a sus hijos hasta dejar el suelo cubierto de pelo, carne y sangre. Sus padres le explicaron que los perritos habían nacido enfermos, que la perra lo había hecho para evitarles el sufrimiento, pero la imagen de su mascota masticando a las crías lentamente, sin hambre, era algo que Paula no podía asociar con la compasión. Tuvieron que regalar a la perra. Hasta el día de hoy, Paula sueña con madres que se comen a sus hijos.

*

Marcos y Julieta se conocen en un bar de la calle Cabildo. Marcos trabaja como mesero, después de haber dejado el polo y la hacienda de sus padres para mudarse a la capital. Julieta pide un café cortado, se lo toma mirando la calle y al salir olvida su billetera. Marcos la alcanza a dos cuadras. Tres meses después viven juntos en el departamento de Julieta. A finales de ese mismo año se mudan a Madrid, escapando de la crisis que atraviesa el país. Marcos sufre de insomnio, terrores nocturnos y una fobia inexplicable a los fósforos quemados.

Julieta había estudiado Educación de párvulos, y encuentra trabajo en la guardería de un colegio de monjas en Madrid. El reglamento del colegio no le permite sacar fotos a sus alumnos ni a los bebés que cuida por el temor a la pornografía infantil. Ella los retrata a escondidas con su celular, para mostrárselos a Marcos cuando vuelve a casa, así que sabe que cualquiera podría hacer lo mismo. A pesar de las advertencias de Marcos, no puede evitar encariñarse con los niños. Su favorito se llama Pablo. Julieta sueña con tener una buena foto de los dos, pero para eso necesita el permiso escrito de los padres. Muchos de los niños son hijos de políticos de derecha. El colegio queda a dos cuadras de la sede del Partido Popular.

Después de casi seis meses desempleado, Marcos consigue trabajo en el Club de Polo de Madrid, entrenando al equipo suplente. Contacta a los jugadores, organiza los partidos, y consigue los caballos. A pesar de las continuas insistencias de todos, se niega a participar en los torneos.

*

Buenas tardes, mi nombre es Paula Iglesias y su línea ha sido seleccionada para obtener un descuento en sus llamadas de larga distancia. Al cumplir los dieciocho años, Paula consigue su primer trabajo en el call center de una compañía telefónica. Pasa seis horas al día sentada en un cubículo vacío, frente a un reloj que marca la hora de Madrid. Su objetivo es romper el monopolio de Telefónica en España: vende paquetes de llamadas, planes de cable y conexiones a Internet, le pagan una comisión por cada venta. En una hora puede hacer más de doscientos llamados. Si tiene suerte, hace dos ventas al día. Para soportar el aburrimiento toma ácido, fuma marihuana o traga pastillas. Le cortan, la insultan, la tratan de ladrona, de argentina de mierda. A veces se pone a llorar en la mitad de una conversación.

*

Marcos y Julieta encuentran un piso en las afueras del barrio Salamanca. Las paredes están pintadas de verde pistacho, es pequeño y los vecinos se pelean a gritos, pero queda cerca del metro y por las noches una brisa corre por el departamento y refresca el calor insoportable de la ciudad. No tienen muchos amigos, solo se ven con una pareja de peruanos y con un chileno que vive en el piso de abajo. Les cuesta acostumbrarse al trato violento de los españoles, su falta de modales, la xenofobia que crece en el país a medida que se llena de latinoamericanos que escapan de la crisis, y sin embargo tampoco logran contactarse con los demás argentinos, y se refugian en El Pistacho. Marcos vuelve del club con el olor de los caballos en el cuerpo. Julieta lo obliga a hacerle el amor antes de ducharse. Le dice negro, grasa, bestia, y se corre hasta quedar con el coño adolorido.

Cuando se acaba la visa de Marcos deciden casarse. Los abuelos de Julieta son italianos, del norte de Italia, y ella tiene pasaporte comunitario. Acuerdan no contarles a sus padres —se trata sobre todo de una decisión práctica—, pero Julieta no puede contener su entusiasmo y organiza una fiesta en el departamento, en la que gasta sus pocos ahorros. Hay solo un puñado de invitados (los peruanos, el chileno, algunas compañeras de trabajo de Julieta), y sin embargo la celebración logra cumplir sus expectativas. El día de la boda, Marcos arrienda un traje y Julieta pide un vestido prestado. A Marcos nunca le ha parecido más hermosa.

Con el invierno comienzan los problemas. No tienen dinero suficiente para la calefacción y el frío entra por las ventanas, se cuela por debajo de las puertas, los persigue por los pasillos hasta que solo pueden soportarlo acostados juntos en la cama, cubiertos con toda la ropa que logran ponerse encima. Marcos duerme cada vez menos; sus gritos despiertan a Julieta, que lo acaricia como a un niño hasta que deja de gemir. Él no recuerda sus pesadillas, apenas reacciona ante los mimos de su mujer. Ella le compra pastillas para dormir, remedios homeopáticos recomendados por su amiga peruana, pero nada surte efecto. Marcos le pide que no se preocupe tanto; una vez que sale el sol, él es el mismo de siempre, sin miedos, sin recuerdos.

Gracias al desempeño de sus jugadores —que no han perdido ningún partido desde que Marcos se hizo cargo del equipo— le ofrecen entrenar al primer equipo del club. Además de un aumento, obtiene permiso para utilizar libremente las instalaciones, beneficio que incluye a su mujer. Marcos y Julieta celebran el comienzo de la primavera emborrachándose dentro de la piscina. Los lunes de cada semana (día en que el club cierra para las labores de mantenimiento) hacen el amor en las caballerizas, en los hoyos más alejados de la cancha de golf, en la parte baja de la piscina temperada.

Marcos continúa sufriendo pesadillas. Como no descansa de noche, se queda dormido en el trabajo y las tareas cotidianas como ir de compras y ayudar con los platos se le vuelven insoportables. Julieta compensa tomando las riendas de la casa. La infecta un optimismo que aumenta a medida que conoce a los vecinos del barrio, los chinos que atienden el local de la esquina, la gitana que le lee la suerte cuando va a dejar la ropa sucia a la lavandería.

Luego, el alumno preferido de Julieta tiene un accidente. Pablo se corta un dedo mientras están haciendo las tarjetas para el Día de la Madre. El corte llega hasta el hueso y tiene que ser atendido de urgencia. Los padres alegan al colegio, incluso exigen el despido de Julieta, pero el incidente no pasa a mayores; ella es respetada por sus colegas y querida por los alumnos. Recibe una reprimenda verbal de la madre superiora y un dibujo de Pablo en el que los dos aparecen tomados de la mano, junto a una tijera gigantesca. Cuando lo lleva a casa para mostrárselo a Marcos, Julieta lo encuentra frente al televisor apagado, completamente desnudo, intentando cambiar los canales con el control remoto.

*

Marcos ya no duerme. Se pasa las noches conectado a Internet, acostado delante del televisor. Julieta encuentra extraños videos en la computadora de su casa, fotos de un hombre con el pelo rojo y la piel blanca, sin genitales. Se pelea a gritos con su marido, lo trata de maricón, degenerado, campesino de mierda. Marcos no reacciona, parece no saber de qué le está hablando. Intenta darle un beso a su mujer, se viste con la misma ropa que el día anterior y sale hacia el trabajo.

Julieta no alcanza a llegar al baño: vomita en el pasillo. Se acurruca en el piso, tratando de controlar los retorcijones que le suben desde el estómago, hasta que la rescata el ruido del teléfono. Corre a la habitación esperando escuchar la voz de Marcos al otro lado de la línea y le cuesta reconocer el acento de una compatriota: Buenos días, mi nombre es Paula Iglesias y su línea ha sido seleccionada para obtener un descuento en sus llamadas de larga distancia.

El sol de la mañana termina de despertar a Marcos. El aire llena sus pulmones, el cielo le parece explotar en llamas. Toma el bus que lo llevará hasta el trabajo en las afueras de la ciudad, y solo entonces recuerda la escena que acaba de vivir en casa. Llama a su mujer: no contesta el celular y el teléfono está ocupado. Lo distrae un niño que acaba de entrar junto a su madre. Viste pantalones cortos y una camiseta del Barça. Marcos siente que se le nubla la vista, un nudo le crece en la garganta. El niño tira de la mano de su madre, pero ella está ocupada con las bolsas de la compra. Marcos trata de sonreírle, pero el niño se esconde detrás del asiento. Marcos se baja sin saber dónde está.

*

La amistad entre Paula y Julieta es inmediata. Paula deja de drogarse para ir al call center, gasta sus horas llamando a Julieta, que se encierra en su pieza al volver del trabajo y le cuenta su vida a una extraña.

Julieta le habla de la cicatriz que tiene en la frente. Al nacer se estaba ahorcando con el cordón umbilical. La sacaron a tirones, y el índice del doctor le hizo una huella entre las cejas. Solo es visible cuando está enferma o muy cansada. Le cuenta los problemas que tiene con Marcos: su distanciamiento, el insomnio, las pesadillas. Confiesa que a veces se duerme con miedo. Como no se han acostado hace semanas, ella se masturba leyendo el blog de su ex pareja, el padre de su hijo muerto. Él habla de sexo en plazas públicas, estacionamientos, baños de discotecas.

Paula le confiesa que olvida su edad: cuando le preguntan se equivoca en al menos dos años, como si su vida se hubiera fijado en un punto cercano a los diecisiete. El 28 de abril celebran juntas el cumpleaños de Paula por teléfono, con una larga conversación y una botella de vino cada una. A Paula le entristece que ya nadie celebre como antes, no solo los cumpleaños, dice, sino también la Navidad, el Año Nuevo, todas las fechas importantes. Le duele el paso del tiempo, dice.

Paula le cuenta a Julieta sobre David. Se conocieron en el call center. Salían a fumar en los breves descansos que tenían, a veces se tomaban unas cervezas después del trabajo, a veces se daban besos, pero nunca se acostaban. David es gringo y está casado, y cuando Julieta lo conoció su esposa estaba preñada. Durante su último trimestre, la mujer de David tuvo que irse a vivir con su madre, a Corrientes, ya que las complicaciones del embarazo la obligaron a guardar reposo. Paula mudó algunas de sus cosas a la casa de David. Veían partidos de basketball en la televisión hasta las cuatro de la madrugada, luego Paula regresaba a casa en colectivo. Al final de ese mes, Paula dejó que David le hiciera el amor. Cuando acababa, los ojos de David giraban hacia adentro de su cabeza, como si tuviera un ataque de epilepsia. El muertito, le decía ella. David no respondía. En su adolescencia había sido un prodigio de las matemáticas, pero después de fallar las pruebas de ingreso a la universidad, y de pasar una temporada trabajando en un barco, acabó en Buenos Aires por error, sin papeles ni dinero. Tuvo que enseñar inglés a los marinos, viviendo con los vagabundos del puerto, hasta ahorrar suficiente dinero como para alquilar una pieza. David toca el saxo, canta, y a pesar de que es uno de los mejores vendedores, no logra explicarse cómo acabó trabajando en el call center.

*

Para Marcos, el olor del pasto recién cortado está asociado al dolor. Antes de haber montado un caballo, las peleas con sus hermanos terminaban con su cuerpo cubierto de pasto mojado. Los entrenamientos de rugby en el colegio acabaron de fijar la imagen en su cabeza. En el Club de Campo el olor está siempre presente; el rocío se mezcla con la humedad de la tierra, la bosta de los caballos, el aserrín y la paja de los establos. Marcos es el primero en llegar al trabajo por la mañana y a veces vuelve al club después de que cierra. Recorre los pasillos a oscuras, rodeado por las copas y premios del equipo de polo, y se deja dominar por un ánimo oscuro, una melancolía cuyo origen no sabe determinar. El pelo de ciertas mujeres o la lluvia cuando le moja los zapatos tienen el mismo efecto.

Un día sin colores, Marcos oye ruidos en su cabeza, los chillidos de los niños, los jugadores que gimen en las canchas de tenis; observa los cuerpos casi desnudos en la piscina y olvida quién es. Aprovecha la toalla dejada por uno de los socios y se dedica a mirar a los mozos que atienden la terraza. Toma un diario olvidado a un costado de su silla. Sonny Graham estaba a punto de morir cuando recibió un trasplante de corazón. El donante, Harry Cottle, se había suicidado de un tiro en la cabeza. Después de la operación, Sonny se puso en contacto con la viuda para agradecerle. Se escribieron cartas durante meses, luego decidieron conocerse. Dos años después, en 2001, Sonny dejó su trabajo como director del torneo de golf Heritage, y le compró una casa en Vidalia a la señora Cottle y a sus cuatro hijos. Se casaron en una pequeña iglesia presbiteriana, en una ceremonia que incluyó solo a los familiares de Graham. A los doce años de haber recibido el trasplante, Sonny se suicidó de un escopetazo en la garganta. Sus amigos no habían detectado ninguna señal de depresión en Sonny; no se quejaba de su matrimonio ni tenía problemas de salud o de dinero. Marcos cierra el diario y huye a la tranquilidad de las caballerizas.

Una niña y su madre pasean por los establos. La niña levanta paja seca del suelo y se la ofrece a los caballos. Es demasiado pequeña como para alcanzarlos; su madre la toma en brazos. Cuando el caballo acerca la boca, la niña grita y deja caer la paja al suelo. La madre ríe, vuelve a levantarla y se repite la misma escena. Escondido en uno de los establos, Marcos toma un puñado de pasto mojado y lo frota contra su miembro endurecido. Al acabar, el semen se mezcla con la hierba molida, formando una pasta verde, espesa.

*

Cuenta Julieta por teléfono: a los diecinueve años se matriculó en un curso de fotografía. Su padre le había comprado una cámara y en clases recibió su primer encargo: un desnudo. Julieta no había visto a muchos hombres sin ropa. Sus hermanos eran pudorosos y su padre nunca compartió esas intimidades. Su primer novio y algunas imágenes en el cine eran el único acercamiento que había tenido al cuerpo masculino. Si cerraba los ojos y trataba de imaginar un pene, la abstracción era absurda. Conocía las diferentes partes, las había tocado, recorrido con la lengua y los labios, las había introducido en su boca, culo y vagina, pero no lograba ver el objeto. Cuando recibió el encargo, Argentina se preparaba para la visita de un fotógrafo norteamericano conocido por retratar desnudos masivos. El día del evento, más de siete mil personas se presentaron en el Obelisco y procedieron a desnudarse, para luego apilarse unos sobre otros en el pavimento helado. Julieta y una compañera de curso sacaron fotos desde un balcón, luego bajaron a la calle. Cuando el espectáculo había terminado se les acercó un tipo. Les preguntó si les quedaba alguna foto. Un par, respondió Julieta. Preguntó si le podían hacer un retrato. ¿En bolas?, preguntó Julieta. Fueron a tomar un café.

Después del café, Julieta acompañó a su amiga y al joven al departamento de él. Cuando llegaron, el joven se quitó la ropa. El departamento estaba en remodelación y lo rodeaban cubos de pintura y herramientas de carpintería. Ellas empezaron a hacer las fotos. Julieta sintió cómo se le mojaban las bombachas, pero no despegó el ojo del visor. Última foto, avisó. Él les pidió permiso para preparar la toma. Cogió un banco de madera, apoyó el pene encima y lo rodeó con la cadena de sus llaves; agarró un martillo grueso, casi un combo, y hundió la punta de un clavo de siete centímetros en la mitad del glande. Levantó el martillo. Así, dijo. Julieta sacó la foto. El joven les agradeció, se vistió rápido y les dio su correo electrónico para que se las enviaran cuando estuvieran listas. Julieta presentó la última de las fotos en clase. El profesor la calificó con un diez.

*

Marcos sueña con un cuchillo. Es un viejo cuchillo que su padre usaba cruzado en el cinto, dentro de una cartuchera de cuero. Marcos se lo pedía para jugar, lo limpiaba con un paño de cocina, le sacaba filo durante horas y aprendió a clavarlo contra los árboles. Su padre prometió regalárselo cuando cumpliera doce años, pero luego lo perdió durante un viaje. En su sueño, Marcos ve detalles en la hoja del arma, dibujos que en la realidad nunca estuvieron ahí. Marcos toma los crayones que Julieta trae del colegio y dibuja las formas que ve en el cuchillo. Siente que algo se encierra en ellas, pero no puede reproducir el ritmo cambiante que adoptan en sus sueños. Las ve bailar detrás de sus párpados, pero desaparecen cuando los abre. Dibuja con los ojos cerrados. El resultado es un amasijo de líneas de colores, una serpiente que se devora a sí misma. Como si fuera uno de sus alumnos, Marcos firma el retrato y se lo regala a Julieta.

Julieta recibe el dibujo sin saber qué decir. Esa noche sueña que mata a un desconocido. La policía llega hasta su casa; su auto había sido encontrado en la escena del crimen. Julieta huye con la ayuda de Marcos. En el sueño, Marcos es un niño con cierto parecido a Pablo. Se detienen en un semáforo y él intenta darle un beso, le corre la bombacha a un costado y hunde sus dedos pequeñitos entre sus piernas. Julieta despierta con el vómito subiéndole por la garganta. Se ducha, se maquilla cuidadosamente y sale camino a la farmacia.

Se hace la prueba en el baño de un restaurante de comida rápida, cerca del colegio. Pide un café y lo deja enfriar antes de comprobar el resultado. Una línea vertical da positivo, negativo la horizontal.

*

Todos los años se hace un concurso entre los trabajadores del call center. El que más ventas hace en diciembre recibe dos pasajes a Costa Rica, con todos los gastos cubiertos. David gana los pasajes e invita a Paula. A su esposa le dice que se reunirá con su hermano, que vendrá desde Estados Unidos. Ella no dice nada; queda solo un mes para que nazca el bebé y está feliz en Corrientes, disfrutando de su familia.

El hotel en Costa Rica es de mal gusto, uno de esos centros en que todo está incluido. Apenas salen del cuarto durante el día, en la noche cenan en alguno de los restaurantes, luego caminan por la playa. Por primera vez, David le habla sobre su vida antes de llegar a Argentina: su niñez siguiendo los pasos de su madre alcohólica, los avances que su padre había hecho en el campo de las matemáticas puras. Paula lo escucha y se permite imaginar una vida juntos.

Por la noche, Paula se pone la ropa interior que compró especialmente para el viaje. Mira su silueta en el espejo del baño y se calza zapatos de taco alto. Espera que David vuelva del cibercafé e imagina su cuerpo desnudo, la cadena de oro que cuelga alrededor de su cuello. ¿Cómo puede estar con un hombre tan ajeno a sus gustos? La primera vez que lo vio lo encontró casi deforme, con sus manos cubiertas de callos y cicatrices. Ahora, cuando él se le monta encima, puede sentir el metal frío contra su pecho; cuando la chupa, se mete la cadena en la boca y la frota contra su clítoris hasta hacerla gritar. Paula pide que la masturbe, toma sus manos enormes y le enseña cómo tocarla, pero no solo su coño, sino también el resto de su cuerpo, sus piernas, el borde de sus axilas. Cuando está a punto de acabar pide que le meta los dedos adentro. David no se controla, a veces la deja sangrando.

Paula escucha el ruido de la llave en la puerta, pero David no entra a la habitación. Al salir lo encuentra de rodillas, apoyado sobre sus palmas. Intenta levantarlo, pero David no reacciona. Ella se inclina a su lado, pero él continúa temblando en el piso. Paula grita, le golpea los hombros y la espalda, rodea su cabeza con ambos brazos y le suplica que diga algo. Mi hijo, responde David, mi hijo está muerto, y se la quita de encima de un manotazo.

A la mañana siguiente, Paula se despierta con el pelo mojado; la bolsa de hielo se había derretido sobre la cama. En su mandíbula empieza a crecer un gran moretón azul. David había hecho sus maletas sin dirigirle una palabra, luego tomó un taxi al aeropuerto. Todavía quedan dos días de estadía pagos, pero el pasaje de regreso de Paula está en la valija de David, rumbo a Buenos Aires. Paula se levanta de la cama y se pone el traje de baño.

El día anterior se habían inscrito en una clase gratuita de buceo. El instructor espera a un costado de la piscina, junto a un grupo de señoras y a una pareja de hermanos. Paula recibe las instrucciones preliminares: señales para comunicarse bajo el agua, la forma correcta de ajustar la mascarilla y de colocarse el tanque sobre la espalda. Después de media hora de instrucciones entran a la piscina. Paula lucha por mantener su bikini ajustado, pero las correas del tanque y los pesos en la cintura le aprisionan el cuerpo. Nota que los hermanos se colocan detrás suyo. Dos de las señoras no soportan el dolor de oídos y esperan al resto del grupo afuera de la piscina, tomando cócteles. Paula sigue las instrucciones al pie de la letra. Para su sorpresa, se siente a gusto debajo del agua, disfruta el nuevo peso de su cuerpo. Realiza los ejercicios que le dicta el instructor: recuperar su regulador sin aguantar la respiración, limpiar la condensación de su máscara, darle oxígeno a un compañero. Esto último lo tiene que hacer con uno de los hermanos, aunque hubiera preferido al instructor. El chico le trata de sonreír bajo el agua, hace muecas como si se estuviera ahogando. Paula no puede evitar la risa. Al terminar la clase, el instructor intenta venderle el curso completo, que incluye una sesión de práctica en el mar y tres salidas a visitar los arrecifes. Paula se despide de sus compañeros y camina en dirección a la playa.

El sol está en el punto más alto del cielo. No tiene bronceador y seguro terminará con el cuerpo adolorido. Su madre le había impuesto el hábito de embetunarse con crema, en la piscina, en el mar, incluso cuando salía a jugar a la plaza. El resultado es una piel transparente, de muñeca. Paula baja hasta la playa. Uno de los mozos del hotel le ofrece algo para tomar. Ella lo mira sin entender. El mozo repite la oferta y Paula se larga a llorar. Tráeme un trago cualquiera, dice. El mozo parte rumbo al bar, pero Paula no espera a que regrese.

Camina hacia el fondo de la playa. Cuando apenas logra distinguir el hotel se deja caer al suelo. Hunde su cara en la arena caliente. La puede sentir en los labios, adentro de su boca, de su nariz, sobre sus párpados. Se levanta y va hasta el borde del mar. No hay olas, es cosa de entrar caminando. Imagina el agua llenando su garganta. Aprieta los puños y pone un pie en el agua. Siente un ruido a sus espaldas; un perro negro apoya el hocico en el revés de su mano. Paula grita y el animal se aleja de un salto. Cuando se recupera del susto, lo llama y el perro se acerca arrastrándose contra el suelo. Tiembla de pies a cabeza. Paula le acaricia el lomo mugriento, las costillas que sobresalen del pellejo de su estómago. Vuelve a sentarse sobre la arena. El perro apoya la cabeza en los muslos de ella, Paula toma una de sus patas delanteras.

Al final de la tarde, Paula se baña en el mar y camina de regreso con el cuerpo mojado. El perro la acompaña hasta que alcanzan las primeras sillas. Al llegar a la piscina, Paula ve a los hermanos de la clase de buceo. Están borrachos, sus ojos encendidos por el alcohol. No hay nadie más en la piscina. Siente que ellos recorren su cuerpo húmedo con la mirada, sus pezones duros bajo la tela del bikini. Pide prestada una toalla. Le preguntan si quiere tomarse un trago. Por qué no, dice ella.

*

A Paula la despierta el ruido de su celular. Julieta llora al otro lado de la línea. Por un momento, Paula no sabe dónde está. ¿De quién es esta habitación extraña, de quiénes son las ropas tiradas en el suelo? Ve que tiene moretones nuevos en el cuerpo, en las rodillas, en las palmas de sus manos.

Estoy embarazada, dice Julieta.

David me dejó, responde Paula.

*

Cuando Marcos regresa del trabajo, Julieta le dice que se vuelve a Argentina a vivir con Paula, y que no quiere saber más de él. Marcos cierra los ojos y ve la serpiente enroscándose detrás de sus párpados, el brillo de las escamas sobre la hoja del cuchillo. Te quiero, alcanza a decir, pero Julieta ya cerró la puerta detrás suyo.

Marcos recorre el departamento. Recoge la ropa sucia, lava los platos y saca la basura. Le cuesta moverse, tropieza contra los muebles como si hubieran apagado la luz. Se sienta en el sofá de la sala de estar y enciende el televisor. En la pantalla, una mujer recién salida de la ducha se acuesta en la cama al lado de su hijo. El niño apunta a los objetos de la habitación con el pulgar levantado, como si fuera una pistola, y murmura el ruido de los disparos. Apunta al florero, escondido detrás de una almohada. ¡Pumm!, grita, y el florero explota en mil pedazos. Gira para despachar a dos enemigos agazapados detrás de la cama. Están por todos lados. Voltea la cabeza hacia su madre y le sonríe. Cierra el ojo derecho, levanta el brazo y apunta al medio de la cara de su madre.

Marcos se levanta y corre hacia la calle.

Toma el bus hacia el aeropuerto ensayando lo que podría decirle a su mujer para recuperarla, de manera tan reconcentrada que al ver las rejas de hierro del Club de Campo frente suyo piensa que se trata de una alucinación. Entra sin responder al saludo del guardia, como si fuera un autómata. Recorre el circuito de la cancha de golf hasta llegar a las caballerizas. El olor a pasto le llena las narices, lo puede sentir al fondo de la garganta. Cuando tenía cinco años su empleada había sido como una segunda madre para él. De noche escuchaban programas de terror en la radio, abrazados bajo las mantas de su cama. Su cuerpo olía a perfume barato. A los seis años, Marcos se golpeó la cabeza con una piedra mientras corría tratando de alcanzar a sus hermanos, y todavía tiene la cicatriz en el medio de la frente. Su color favorito había sido el verde, luego el morado, luego el negro. A los ocho, su padre le pegó con la correa del cinturón por tirarle piedras a una yegua preñada. Fue la primera y única vez que lo golpeó. Marcos se metía en su lado de la cama cuando él se había ido al trabajo, hundía la cara en la almohada, en el pijama caliente de su padre. Su primera novia había sido rubia, y tenía los ojos verdes, grises o azules, dependiendo de la ropa que se pusiera. Hasta los diecisiete años, Marcos se masturbaba sin tocarse con las manos, frotándose contra la cama o contra el suelo, tanto que llegó a perder el pelo en los muslos. El día en que conoció a Julieta, una lluvia torrencial caía sobre la ciudad. Dos semanas después nevó en la capital. Nunca había nevado en Buenos Aires.

Marcos ensilla un caballo y lo lleva hasta el borde del potrero.

El animal todavía está sudado por el entrenamiento de la tarde. Los músculos le tiritan bajo la montura como si se estuviera sacudiendo una mosca. Marcos sube un pie al estribo y su pulso se dispara. En un segundo está tan mojado como el animal, la camisa pegada al pecho. Coge las riendas y el caballo se larga a correr.

Una vez arriba, Marcos lo dirige con las piernas. Aprieta el cuerpo contra la grupa y puede sentir las pezuñas del animal lanzando champas húmedas por el aire. Una ola de pánico amenaza con botarlo al suelo, le seca la garganta, el aire no le llega a los pulmones. Intenta frenar el galope del caballo, pero sus manos no responden. Suelta las riendas y lo deja correr sin freno. El animal acelera, la baba le salpica los costados de la boca. Marcos toma las riendas y gira el caballo hacia la cancha de golf; golpea sus costados y salta la barrera del recinto. Se echa a correr entre los árboles, espantando a los jugadores que huyen despavoridos. Marcos engancha un pie en el estribo y se descuelga hacia un costado, el suelo a pocos centímetros de su cabeza. Extiende el brazo y recoge una pelota de golf con la mano estirada. La adrenalina le sacude el cuerpo, el corazón le estalla en el pecho. Marcos galopa sobre el césped perfecto de la cancha, revuelve la arena de los obstáculos, recoge las banderas y las arroja contra los golfistas como si fueran lanzas, empujando al caballo hasta el límite del agotamiento.

Luego oscurece; es una noche limpia y cálida. Sobre las risas de Marcos se puede oír el pulso de los regadores, el rugido del tráfico sobre la autopista, el cruce de los reyes por la cima de las montañas.

 

FIN

 


miércoles, septiembre 03, 2025

LOS NAIPES DE MARFIL {Relatos}


 

Desde la edad de dos años, y hasta que cumplí los doce, vi muy poco a mi madre. Yo era el hijo póstumo de un padre que regentaba un modesto negocio y que dejó a mi madre casi en la miseria; de modo que poco después de quedarse viuda volvió a emplearse en la gran casa donde antes había trabajado en calidad de doncella.

Por fortuna para mí, los comerciantes del ramo de mi padre poseían un Montepío bastante bien organizado, y a su debido tiempo ingresé en una institución que me proporcionaba cama, comida y educación durante diez meses al año. Las vacaciones iba a pasarlas con mi tío, que tenía una panadería en Hounslow; y sólo veía a mi madre en sus ocasionales y breves visitas a la escuela o a la casa de su hermano.

Un año antes de mi duodécimo aniversario, mi madre había ascendido a la categoría de ama de llaves de Sir George Suttwell, en su gran mansión de Hampshire, y tenía muchos criados bajo su mando. Era una de aquellas mujeres fuertes, honradas y capaces, diseñadas especialmente por la naturaleza para ocupar modestas posiciones de confianza. Mi madre inspiraba una especie de miedo a la mayoría de la gente, y creo que los dos únicos seres a los cuales ella temía eran Sir George y su esposa. Le inspiraban un respeto rayano en la reverencia, y adoraba a la familia como si hubiese sido algún siervo feudal nacido y criado en la casa solariega.

Esa actitud hacia sus dueños contribuyó de un modo decisivo a nuestra larga separación. Mi madre temía pedir permiso para tenerme a su lado durante las vacaciones, pensando que yo podía hacer algo que atrajera sobre nuestras cabezas la cólera del Olimpo. De modo que fui creciendo y considerando a mi madre como a una persona querida y extraña al mismo tiempo, una gran dama cuyas periódicas visitas salpicaban la insulsa conversación de mis tíos de alusiones a cacerías, bailes de sociedad y cosas por el estilo que, en lo que a mí se refiere, podían haber tenido lugar en el planeta Marte.

Aunque yo quería a mi madre, como es natural, y siempre esperaba con afán el momento de verla, era bastante feliz con mis tíos cuando no estaba en la escuela. Mi tío, un buen hombre, era una de aquellas naturalezas sencillas que pueden buscar y encontrar compañía en un chiquillo. Poco amigo de salir de casa, su única afición era el fútbol, en calidad de espectador, desde luego; y cuando yo estaba en Hounslow siempre me llevaba con él a los partidos.

Me había enseñado a jugar al descarte y a la brisca, y muchas tardes jugábamos interminables partidas en la trastienda. Mi conocimiento del primero de aquellos juegos me valió más tarde el mejoramiento de mi educación, una modesta fortuna y los medios para establecerme por mi cuenta. Y la historia de aquella partida de descarte que me ganó un lugar en la vida muy por encima de la condición en que había nacido es algo que no reprocharé a ningún hombre que lo ponga en duda.

Acababa de cumplir los doce años cuando llegaron aquellas afortunadas vacaciones de Pascua.

Sir George y Lady Suttwell eran dos personas de cierta edad que raramente permanecían ausentes de su casa de Hampshire más de un fin de semana. Pero aquella primavera habían decidido efectuar algunas reformas necesarias en la casa y estarían fuera una temporada. Mi madre reunió el valor necesario para pedirles que le permitieran tenerme a su lado durante su ausencia. Los Suttwell no pusieron ningún inconveniente. «Ver Suttwell y morir» era una frase que había oído más de una vez de labios de mi madre; puede imaginarse, pues, el estado de excitación en que me sumió la perspectiva de aquel viaje.

Suttwell Court se encuentra en el borde occidental del New Forest, y a cuatro millas por carretera de la estación de Farringhurst. Recuerdo el tren, después de dejar atrás Southampton, llevándome a través de extensiones de bosque bañado por el sol y con el tierno verdor de la primavera. Pero el sol estaba muy bajo en el cielo cuando me apeé en el andén de Farringhurst, y unas nubes plomizas, avanzando por el oeste, tendían una lúgubre cortina sobre el atardecer.

En la estación me esperaba mi madre, la cual me besó y me acompañó hasta un destartalado vehículo que por espacio de una generación había servido de medio de transporte para los equipajes y los criados. Durante la mayor parte del trayecto, la lluvia repiqueteó contra las ventanillas y contra el techo del vehículo, y aquel melancólico final de un día brillante, añadido al hecho de que yo estaba cansado después de mi viaje, probablemente tendieron a deprimirme y a inspirarme los más absurdos presentimientos.

Supe que tenía un extraño e irrazonado temor a la casa cuando me asomé a la ventanilla y la vi por primera vez, mientras la cálida lluvia empapaba mis cabellos. Había imaginado que Suttwell Court era un palacio oriental como los que describen los cuentos de hadas, para descubrir que su aspecto resultaba todavía más lúgubre que el de la institución donde había pasado la mayor parte de mi vida. Entré en la enorme mansión con la misma sensación de espanto que experimenta un chiquillo al entrar por primera vez en una catedral.

Una sopa de salchichas en el gabinete de mi madre contribuyó a mejorar mi estado de ánimo. Un caballero muy amable, llamado Mr. Hewitt, compartió la cena con nosotros. Mi madre me dijo que era el mayordomo; y desde entonces en mi valoración de las categorías sociales los mayordomos se situaron a un nivel equivalente al de los miembros de la Cámara de los Lores. Me pareció que tenía más dignidad, más sentido del humor y más condescendencia hacia un niño de doce años que cualquiera de los profesores del orfelinato.

Mi madre me envió a la cama muy temprano, pero antes de hacerlo me mostró un poco, muy poco, de aquellas partes de la casa que en época normal eran sagradas. Entonces volví a sentirme deprimido y asustado. Todo era alarmantemente grande y macizo; no había ni un solo cuadro que no pareciera veinte veces mayor que un cuadro normal, ni un sillón en el cual no hubiese podido sentarse cómodamente un gigante. Las propias alfombras bajo mis pies eran un fastidio: temía que en cualquier momento me riñeran por andar sobre ellas.

Agradecí el hecho de que mi dormitorio se encontrara al final de un pasillo que parecía el rincón más sencillo de la casa, con esteras de paja en el suelo. En mi cuarto, el piso era de linóleo, y las alfombras, finas y gastadas, me recordaron Hounslow y el cómodo gabinete de tío Fred.

Mi estado de ánimo había mejorado al día siguiente, y la casa me pareció menos impresionante a la luz matinal, cuando, acompañado por mi madre, terminé de recorrerla. Mi madre, sumamente activa, se movía al compás de un perpetuo entrechocar de llaves, y ello me hizo sentir que era una persona muy importante, aumentando el respeto que ya me inspiraba. Una sola mirada le bastaba para escoger la llave que iba a utilizar, sin que se equivocara nunca. Y en cada una de las habitaciones que visitábamos tenía un breve comentario a punto, señalando un mueble raro o un cuadro interesante, o contando algún importante acontecimiento familiar que había tenido aquella estancia por escenario.

Supongo que los cuadros me interesaban más que cualquier otra cosa. Había muchos retratos de antepasados, especialmente en el vestíbulo y en la larga galería del piso alto. El parecido familiar entre aquellos Suttwell era muy notable, y si mi madre no me hubiera informado del parentesco que unía a aquellos personajes, habría pensado que todos los retratos eran del mismo hombre con diferentes vestidos y en épocas distintas de su vida.

En nuestro recorrido por la casa sólo dejamos de visitar una habitación, debido a que era la única de la cual mi madre no tenía la llave. La puerta cerrada se encontraba en el primer piso, en un pasillo que se extendía directamente desde la escalinata principal hasta el ala oeste, y mi curiosidad se despertó cuando mi madre pasó de largo ante ella.

-¿Qué hay ahí dentro? -pregunté.

-No lo sé -respondió secamente mi madre.

-Pero, ¿por qué no tienes la llave?

-La tiene Sir George. Si prefiere guardarla él, por algo será.

Pensé que mi madre estaba disgustada porque no le habían confiado la llave de aquella habitación junto con las demás, y que ése era el motivo de que respondiera a mis preguntas de un modo más brusco que de costumbre.

La misteriosa habitación me impresionó vivamente y mi fantasía se desbordó: alguien había cometido un asesinato allí. El esqueleto de un hombre yacía aún en el centro de la estancia, sobre una gran mancha de sangre seca… Pero cuando le sugerí aquella horrible y deliciosa posibilidad a mi madre, se mostró impaciente y muy desalentadora.

La casa hubiese sido un campo de juego ideal para mí si me hubieran permitido utilizarla como tal, pero estaba limitado a la habitación de mi madre y a la gran cocina, aunque a veces el amable Mr. Hewitt me permitía ayudarle a quitar el polvo de los cristales de su despensa. Fuera de la casa la situación no mejoraba. Los jardines eran todavía más sagrados para las pisadas que la gran alfombra gris del salón principal.

Pero los criados, dentro y fuera, se mostraban muy cariñosos conmigo, y parecían disfrutar malcriándome cuando mi madre no estaba a la vista. Ninguno de ellos idolatraba a la familia como mi madre, y Mr. Sturgess, que era uno de los jardineros y nunca estaba demasiado atareado para hablar, me contó más detalles de la historia de los Suttwell que mi propia madre. Un día me dejó sin aliento al decirme que Sir George era un hombre pobre. Parpadeé, para dar a entender que la cosa no resultaba fácil de creer.

-No me refiero a que a ti y a mí no nos gustara cambiarnos con él, por ejemplo -confesó Mr. Sturgess-. Pero no es un hombre rico de acuerdo con sus propias ideas. Cuando un personaje de su categoría empieza a vender tierras, mal van las cosas. Si el padre de Sir George estuviera vivo, la familia habría perdido la casa hace tiempo.

Y entonces me contó que durante muchas generaciones los cabezas de familia de la mansión habían sido alternativamente tacaños y despilfarradores. Un Suttwell había malgastado su fortuna y dejado un montón de deudas; su hijo había trabajado duramente para restablecer el equilibrio financiero de la casa, sólo para que la generación siguiente volviera a gastar sin medida.

-Sir Hugh, el padre de Sir George, fue el hombre más despilfarrador que pueda imaginarse -me informó Mr. Sturgess.

-Entonces, Sir George es un tacaño, ¿no? -pregunté.

Sturgess sonrió y se rascó la barbilla.

-Bueno, tal vez no sea ése el nombre exacto que puede dársele -dijo-. Pero no le falta mucho para serlo…, no le falta mucho.

Mis cinco primeros días en Suttwell Court transcurrieron agradablemente y con bastante placidez. Me atrevo a decir que mi aburrimiento habría sido completo si los criados no se hubieran mostrado tan predispuestos a alegrar mi estancia en la casa. Además, me gané el respeto de Mr. Hewitt enseñándole a jugar al descarte.

-El mejor juego de naipes para dos personas que se ha inventado nunca -fue su veredicto sobre el descarte.

La cosa ocurrió el sexto día de mi estancia en Suttwell Court.

Mi madre, amante como era de la disciplina, no me permitía permanecer levantado hasta altas horas de la noche. A las nueve y media en punto me besaba, encendía mi vela y me enviaba a la cama. Siempre, al cabo de media hora, la oía entrar en la habitación contigua a la mía.

Los obreros solían trabajar hasta la puesta del sol, pero aquella noche un grupo de ellos había decidido terminar una reparación en la escalera de la parte de atrás, de modo que cuando mi madre me envió a la cama tuve que cruzar el vestíbulo y subir por la escalinata principal.

Era una noche muy oscura, sin luna y sin estrellas, y la casa estaba sumida en una oscuridad casi total. Recuerdo las divertidas y horribles sombras que acompañaron mi paso a través del vestíbulo con mi pequeña vela, y cómo los ojos de los retratos me miraban fijamente a través de la penumbra, tal vez preguntándose con indignación qué derecho tenía yo a estar allí.

A mi alrededor, las sombras se alargaban y se hinchaban a medida que subía la escalinata, y me alegré de llegar al rellano, lejos de las miradas que me acechaban en el vestíbulo.

Había dado media docena de pasos por el pasillo que conducía al ala oeste, cuando me detuve súbitamente. Había llegado a la puerta de aquella misteriosa habitación cerrada y tuve que pararme y contemplarla unos instantes, como un chiquillo que carece del dinero necesario para entrar en un cine contempla el vestíbulo del local. Estaba a punto de reanudar mi camino cuando ocurrió algo que sé perfectamente que es cierto y que, no obstante, todavía me parece increíble.

De pronto, sin el menor ruido que me alarmara, la puerta se abrió. En el umbral apareció un caballero, y detrás de él la habitación estaba iluminada. Retrocedí un paso y miré. Estaba sorprendido, desde luego, pero no eché a correr muerto de miedo, como era de esperar.

El caballero sonreía. Sonreía con la boca y con los ojos, unos ojos que tenían una especie de brillo malicioso que yo había visto en más de una ocasión en algunos hombres aficionados a empinar el codo. Sin embargo, la expresión de su rostro era amable. En conjunto, su aspecto era tan amistoso que disipaba inmediatamente cualquier temor.

-¡Vaya! -exclamó con una voz suave y gutural-. ¡Si es un muchacho! ¡Hola, chico! Acércate…

Di un paso hacia él, sosteniendo mi vela. Iba vestido como uno de los retratos del vestíbulo, lo cual contribuía a aumentar su parecido con uno de los Suttwell. Una peluca, rizada y muy empolvada, ocultaba sus cabellos naturales.

Doy gracias al cielo porque en aquel momento no se me ocurriera pensar lo que ahora sé. El caballero parecía tan sólido y real como cualquier persona de las que hasta entonces había visto. Y los retratos habían puesto en mi mente infantil la idea de que los Suttwell continuaban circulando por el mundo con sus pelucas y sus encajes. El caballero era uno de aquellos semidioses a los que se aludía reverentemente como a «la familia». Me limité a sonreírle tímidamente, preguntándome cómo había conseguido entrar en la casa sin que mi madre, que lo sabía todo, se diera cuenta.

-¿Adónde ibas, muchacho? -me preguntó.

-A acostarme, señor.

-¿A acostarte? ¡Oh! -Tenía una voz petulante y, al mismo tiempo, ligeramente temblorosa-. Vamos, vamos… Ahora que estás aquí, no vas a negarme un rato de compañía… En estos últimos tiempos he estado muy solo.

Su voz se había impregnado de tristeza al pronunciar aquellas últimas palabras y me sentí conmovido. Luego dijo algo en francés que no pude comprender, pero me pareció que se trataba de una invitación para que entrara en la estancia, sobre todo al ver que se apartaba ligeramente a un lado mientras hablaba.

Entré, pues, en el cuarto misterioso. Estaba brillantemente iluminado, pero no recuerdo haber visto ninguna lámpara ni ninguna vela encendida. El apartamento era una especie de salón. Había una mesa en el centro, unos sólidos y antiguos sillones, libros, un escritorio… Y el polvo de siglos cubriéndolo todo con una espesa capa.

-Sí -dijo el caballero-, ahora tengo poca compañía, y no puedo mostrarme demasiado exigente. Los tiempos han cambiado. Confieso que llevo más tiempo del que puedo imaginar muriéndome de ganas de jugar una partida a las cartas. -Me miró, con las cejas enarcadas, como sabiendo de antemano lo ocioso de su pregunta-. Tú no juegas a las cartas, ¿verdad?

-Sí, señor -contesté-. Conozco algunos juegos.

Su sonrisa se ensanchó y luego sacudió la cabeza.

-Algún juego de villanos, sin duda -dijo-. Bueno, bueno, vale más un poco de cerveza que mucha agua… Será un verdadero placer sentir los naipes en mis manos otra vez. Bueno, ¿cuál es tu juego preferido, muchacho?

-Sé jugar al descarte -murmuré.

-¿Al descarte? -Sus ojos parecieron agrandarse a causa de la sorpresa y del placer que experimentaba-. ¡Al descarte! ¡El juego de moda en estos momentos! Oye, ¿quién diablos te ha instruido de ese modo?

Me encogí de hombros, sin saber qué contestar. El caballero, por su parte, no parecía esperar mi respuesta. Me dirigió una reverencia tan irónica y tan divertida que estuve a punto de echarme a reír, en vez de sentirme ofendido.

-Sir -dijo-, me siento profundamente honrado por vuestra compañía, y si jugáis al descarte sois bien venido a mis lares por partida doble. He perdido más guineas al descarte que pelos tengo en la cabeza. Si queréis honrarme con una partida…

Me miraba ansiosamente, como si pensara que podía negarme a jugar con él. No dije nada, limitándome a mirarle con una sonrisa intrigada y nerviosa.

Interpretó mi silencio como un mudo asentimiento, se acercó al escritorio, abrió un cajón y sacó una baraja. Luego dejó caer los naipes sobre la polvorienta mesa.

-¿A cuánto es la puesta? -inquirió, mirándome con sus ojillos burlones-. ¿Lo normal en el club?

Sospeché que se estaba mofando de mí, ya que un caballero como él no podía aceptar nada de un chiquillo. En realidad, yo no tenía nada que perder, pero estaba seguro de que, si ganaba, aquel amable y extravagante caballero no permitiría que me marchara con las manos vacías. De modo que sonreí y dije:

-Desde luego.

La baraja estaba preparada ya para jugar al descarte, es decir, que sólo contenía treinta y dos cartas, empezando por los sietes. Mientras los mezclaba me di cuenta por primera vez de la gran belleza y originalidad de los naipes: eran de marfil, pintados a mano y sometidos a un tratamiento que hacía inalterables los colores. Perdí la mano y acerqué un sillón a la mesa.

-¿Una ronda de tres juegos? -preguntó el caballero.

Asentí y empezó a dar. Mientras repartía las cartas observé que sus maneras habían cambiado. Su rostro había perdido su expresión jovial y estaba ahora terriblemente serio. No resultaba difícil adivinar cuál era uno de sus más arraigados vicios.

Empezamos a jugar. El caballero extendió su pequeño abanico de naipes con dedos temblorosos. Declaró el rey de triunfos y ganó dos puntos de la mano. Se llevó el primer juego por cinco puntos a dos.

Yo empezaba a estar asustado, aunque sin saber por qué. Pero la suerte me favoreció en el segundo juego, y sumé cinco puntos en tanto que él se quedaba con tres. Yo estaba bastante nervioso, pero cuando el caballero recogió las cartas para servir el último juego me pareció que su nerviosismo superaba al mío.

¡Y qué juego, Dios mío! Ninguna mano produjo más de un punto, con un total de cuatro, equitativamente repartidos. El triunfo era espadas: pedí cuatro cartas.

Me las sirvió una a una, y la primera que levanté era el rey de espadas.

-Me basta con el rey -dije, poniéndola boca arriba.

El caballero profirió un juramento y se puso en pie, arrojando violentamente sus cartas sobre la mesa. Me levanté, asustado, sin soltar el rey de espadas.

-Ésa es la clase de suerte que siempre me ha fastidiado -dijo el caballero, en un tono más tranquilo.

Y empezó a pasear de un lado para otro, con la cabeza inclinada sobre el pecho, hasta el punto de que me pregunté si estaría bromeando y esperaba que yo me echara a reír. Luego se detuvo y me miró fijamente.

-Muchacho -dijo-, te estoy muy agradecido por la compañía. ¿Qué dirías si no pudiera pagarte?

De nuevo me pregunté si se burlaba de mí.

-Por favor -dije-, el dinero no tiene importancia.

Sorprendentemente, mi respuesta pareció enojarle.

-Te estoy muy agradecido por la compañía, muchacho, pero maldito sea tu descaro. No hay ningún hombre, vivo o muerto, que pueda decir que Giles Suttwell no ha hecho honor a una deuda de juego. ¡Maldito sea tu descaro! ¿Me oyes? ¡Maldito sea tu descaro!

Me sentía tan asustado, que ni siquiera pude tartamudear una palabra de disculpa.

El caballero reanudó sus paseos por la habitación, con la cabeza inclinada y murmurando para sí mismo. Luego volvió a detenerse y a mirarme.

-¡Maldito sea tu maldito descaro! -exclamó-. Pero, ¿cómo voy a pagarte? ¡Ay! ¡Éste es el problema!

Se quedó pensando y luego, con gran alivio por mi parte, me señaló la puerta.

-Buenas noches -dijo-. Te estoy muy agradecido por la compañía, desde luego. Y maldigo tu descaro.

Me dirigí hacia la puerta. El caballero me siguió.

-Te pagarás tú mismo, muchacho -le oí decir-. Lo que era de mi padre es mío, aunque el maldito avaro lo ocultara a mis ojos y a los ojos de los que vinieron después. En la biblioteca…, el quinto tablero detrás de las estanterías a la izquierda de la puerta encarada al sur…, toma lo que te debo…

Me encontraba ya en el pasillo y me volví a mirarle mientras su voz se apagaba detrás de mí. No vi más que una puerta cerrada. Entonces, un intenso terror se apoderó de mí y eché a correr escaleras abajo, gritando, hasta encontrar el refugio de los brazos de mi madre. En aquel momento apenas comprendía nada, pero mi terror me dijo que había estado con algo que no era de la tierra ni era bueno.

Mi madre no hubiera creído una sola palabra de lo que le conté si no hubiese observado que agarraba algo convulsivamente en una de mis manos. Me obligó a abrir los dedos y cogió un naipe de marfil.

Era el rey de espadas.

Mi madre se arriesgó a prolongar mi estancia en la casa hasta que Sir George y su esposa regresaron. Les repitió palabra por palabra la historia que yo le había contado a ella, y les mostró el naipe de marfil.

Sir George apenas hizo ningún comentario.

Mucho más tarde me enteré de que la habitación donde se desarrollaron los extraños acontecimientos que acabo de narrar había sido cerrada porque se rumoreaba que era visitada por el fantasma de Sir Giles Suttwell, jugador y borracho empedernido, que había fallecido a finales del siglo XVIII.

La habitación fue abierta y en el escritorio se encontró una baraja de treinta y un naipes: una baraja completa para jugar al descarte… añadiéndole el rey de espadas. Y debido a que un chiquillo no puede entrar en una habitación cerrada y coger una carta del cajón cerrado de un escritorio, sin tener las llaves de la puerta ni del cajón, se prestó una atención especial a mi historia, y de un modo particular a su final.

Antes de Sir Giles el despilfarrador, el cabeza de familia había sido Sir Giles el tacaño. No sé el número de guineas que se encontraron en una habitación secreta detrás de las estanterías de la biblioteca. Lo único que sé es que mi madre y yo tenemos que agradecerle a Sir George la parte de ellas que nos entregó.

 

FIN

 


 

martes, julio 08, 2025

Helas {Relatos}


 

HELAS

 

Alfonso Álvarez Villar

 

Thompson miraba con satisfacción el estado de las excavaciones arqueológicas en aquel rincón de Creta. Ya habían aparecido, bajo los picos y los azadones, los primeros vestigios de un palacio que parecía datar del Minoico reciente. Habían pasado tres meses desde que el avión le trasladara de la brumosa Cambridge a aquel país soleado.

Era todavía un hombre joven. El ser uno de los mejores especialistas en historia egea, el que en las revistas y en los programas de televisión se le llamase con orgullo el sucesor de Sir Arthur Evans, no le privaba de ser uno de los mejores jugadores de golf, en un país en que el golf es uno de los hobbies más extendidos. Sólo las entradas en el cuero cabelludo y algunas arrugas sobre su rostro macizo de anglosajón delataban el paso de los años.

Thompson había sido llamado por la Dirección Nacional de Arqueología del Gobierno de Atenas, algunos días después que un muchacho de los alrededores de Heraklion hubiese aparecido en una tienda de antigüedades intentando vender un magnífico jarrón, en el que sobre un fondo negro, como de profundidades marinas, agitaban sus tentáculos varios pulpos de líneas estilizadas. La noticia de aquel hallazgo se había divulgado rápidamente, pero las autoridades griegas se habían anticipado a la nube de depredadores que se disponían a enriquecerse a costa de los turistas.

Quince días después habían comenzado las excavaciones, bajo la dirección de Thompson, cuando todavía la primavera mediterránea cubría, como con copos de nieve, los almendros de la isla. Luego, habían empezado a salir a la superficie docenas de ánforas y de cráteras, de vasijas y de tinajas decoradas o sin decorar, con el color rojizo de la arcilla o cubiertas de figuras geométricas o de animales muy esquematizados. Finalmente, comenzaron a hacerse visibles los muros de una habitación y los pilares de un vestíbulo. Ahora estaba la cuadrilla de peones cretenses arrojando en los camiones las últimas paletadas de tierra para dejar limpio el recinto recién resucitado de las entrañas golosas de aquella diosa tierra que los antiguos griegos habían adorado. Pero el caluroso verano dejaba una pátina de sudor en el rostro de los trabajadores y enlentecía sus movimientos.

Un joven obrero se acercó a Thompson que, sentado en una silla plegable, hacía el inventario de los últimos objetos que se habían desenterrado: un par de fíbulas y un ejemplar de esa misteriosa hacha doble que tanto intrigaba a los especialistas en arte Minoico. El muchacho llevaba en sus manos, como un trofeo o como una pieza de caza recién cobrada, una magnífica crátera, cuyo barniz negro relucía radiante, alegre de volver a reflejar los rayos del sol. Después de tomarla en sus manos, Thompson se acercó con el obrero al lugar en donde acababa de ser hallada. Su cámara fotográfica emitió un clic, y aquellos terrones de tierra pasaron a la historia de la arqueología. Luego deslizó sus manos por la crátera, admirando la suavidad de sus líneas, y complaciéndose en los rosetones que rodeaban, como una banda de violetas, la boca del recipiente, por donde otros hombres habían bebido el fuerte vino de Creta, hacía ya tres mil quinientos años.

Miró hacia el mar que, a pocos centenares de metros de allí, respiraba como una muchacha que duerme la siesta. Miró también las suaves colinas cubiertas de olivos, y oyó el canto de las cigarras, a las que Anacreonte había comparado con los dioses. Y entonces tuvo una sensación extraña, la primera de las que le asaltarían desde entonces.

Aquello duró una fracción de segundo, pero le dejó paralizado durante unos instantes: es como si él recordara que había estado bebiendo en alguna ocasión en aquella misma copa, y enfrente de aquel mismo paisaje. Llegó, incluso, a sentir sobre su garganta el lametazo dulce y, al mismo tiempo, picante de un licor que parecía vino. Pero pronto se recobró de su estupor: había leído en no sé qué revista de divulgación científica algo acerca del «fenómeno del ya visto». Precisamente el día anterior había estado bebiendo vino del país en el chalet del cónsul británico, allá en la antigua Candía. Volvió, pues, a las obras, estimulando a los peones para que terminaran de despejar de tierra y de escombros el área recién excavada.

Una hora después estaba solo, bajo el crepúsculo violeta. Una cinta de sangre ceñía, allá a lo lejos, el horizonte marino. Mañana vendrían más obreros, y pronto el sol de la Hélade doraría de nuevo un palacio más de la serie descubierta por los arqueólogos de todo el mundo, bajo el suelo de Creta. Posiblemente, dentro de una semana las fotografías de los frescos respetados por el zarpazo de los siglos, y de la cerámica de aquel lugar, eclipsaría a los ya célebres palacios de Cnossos y de Hefaistos.

Pero ya era tarde y el camino era muy malo. Por eso, abandonando sus ensueños de gloria, puso en marcha el jeep y sorteando los baches del camino vecinal y, luego, los de la carretera de segundo orden, se dirigió a su alojamiento en Heraklion. Una lechuza graznó sobre su cabeza en los arrabales de la capital. Thompson pensó que era la diosa Pallas Atenea la que le mandaba un buen presagio.

Llegó al campamento cuando los rayos del sol comenzaban a dorar las suaves colinas y las matas de jaramillo que se desperezaban en el amanecer. Como empujado por una especie de fuerza magnética, saltó desde el pequeño desnivel del terreno al suelo de aquella habitación o almacén que acababa de ser despejado el día anterior. Pronto sus botas de suelas tachueladas rechinaron sobre las piedras que formaban el suelo. En una esquina, la piqueta había desatascado un canal de desagüe. Una mariposa blanca revoloteaba encima de él. ¡Dios mío, dónde había visto algo parecido; mejor aún, algo idéntico! Recordó sus visitas a los megarones de Tirinto y a algunas de las tumbas etruscas, bajo el sol también achicharrante de la Campania. Pero no se trataba de establecer semejanzas, sino de esa misma vivencia que le había embargado el día anterior: la de haber vivido «aquello» en alguna otra ocasión, la de haber paseado sobre esas mismas piedras, la de percibir el chorro de agua que brotaba de la atarjea. Es más, durante unos instantes creyó distinguir un hilillo de agua que comenzaba a chorrear por el canal. Pero se frotó los ojos y aquella ilusión desapareció como por ensalmo.

Las cuadrillas de obreros estaban aproximándose. Se oía el bronco rugido de los camiones y los gritos de los peones cretenses, en un dialecto mezcla de turco y de griego que Thompson apenas comprendía. Dio órdenes a los capataces para que apresuraran las obras, y en bañador y con la toalla en un brazo se dirigió a la orilla del mar.

Las olas apenas se atrevían a lamer las arenas grisáceas de la pequeña cala. Parecían jugar peces de oro allá a pocos metros de la orilla, pero las aguas estaban todavía frías. Con rápida brazada se deslizó a lo largo de las rocas que formaban el contrafuerte derecho de aquella piscina natural. Una vela blanca parecía allá a lo lejos una gaviota gigantesca que se hubiese quedado dormida sobre el mármol azul del Mare Nostrum, y entonces Thompson tuvo la sensación, que rápidamente desechó, de que aquella nave era como aquellas otras que había visto pintadas en las muestras de la cerámica rodia o en los primeros lekitos atenienses; que una unidad de la poderosa talasocracia minoana se alejaba veloz desde la orilla transportando panzudas orzas de aceite y pellejos de vino. Sintió aletear sobre su cabeza toda la gloria de aquella civilización desaparecida. Y se creyó un representante de aquel imperio, como si la rueda del tiempo hubiese girado hacia atrás. Efectivamente, aquel mar era el mismo que había acariciado los pies de los habitantes del palacio que ahora él, Thompson, arqueólogo del siglo XX, había resucitado de entre los muertos; aquellas rocas eran también las mismas que entonces habían retumbado con las risas de las doncellas y de los guardias palaciegos, porque treinta y cinco siglos representan para las rocas y para las aguas del mar lo que un día en la vida de un hombre.

Pero eran unos ensueños muy extraños. Bien es cierto que hasta entonces se había asomado con harta frecuencia (porque a ello le obligaba su profesión de arqueólogo) por el brocal de ese pozo insondable que es la Historia. Había llegado hasta sus fosas nasales esa bocanada húmeda y que huele también a líquenes muertos, que brota de las generaciones pasadas, de los hombres que vivieron y murieron hace varios milenios. Ahora era algo distinto: algún brazo maligno le había precipitado, por encima del borde, en las aguas estancadas. Estremecido de terror, nadó, pues, hacia la orilla con toda la potencia de sus músculos, porque el agua salobre y amarga del mar le parecía ahora un licor extraño, un vino que hubiese permanecido durante siglos en un pithon griego sin descomponerse.

Cuando llegó a las obras, la piqueta había descubierto otro recinto del palacio; el fósil antediluviano iba poco a poco, hueso por hueso, desnudándose de tierra ante el sol de la Hélade… Con los últimos fulgores de la tarde, apareció la primera pintura. La arcilla yesosa había hecho difícil su desvelamiento. Fue Thompson el que, con un fino buril, tuvo que ir desprendiendo centímetro por centímetro cuadrado. Primero apareció un fondo de color verdoso, que preludiaba la existencia de posibles figuras humanas o de animales. Luego apareció una mancha de color negro que pronto se convirtió en un áspid. Luego, siguiendo el trayecto de lo que parecía una mano que apretaba al ofidio, Thompson fue extrayendo de un sepulcro de tres mil quinientos años de antigüedad el contorno de un brazo. Finalmente, tras ímproba tarea que sólo un especialista como él podía llevar a cabo con éxito, surgió el rostro de la sacerdotisa. Y una hora después, cuando las nubes ya tenían el color del cobre oxidado, apareció el torso desnudo, la falda con faralaes, como la de una bailarina del Sacromonte de Granada y unos pies diminutos que pisaban un campo de amapolas ya casi destruidas por la humedad y por los agentes químicos del terreno.

El sudor perlaba la frente de Thompson, y la delgada camisa de nylon se había adherido al tórax musculoso y velludo. Los obreros contemplaban en silencio la operación, con un silencio que casi parecía religioso. Uno de los capataces enfocó con la linterna la figura de la sacerdotisa y se oyeron algunos gritos de admiración entre los espectadores. Pero el destello de la linterna, al iluminar el rostro de aquella mujer, imaginada o real, que había sido inmortalizada hacía ya muchos siglos, hizo que Thompson volviera a sentir por tercera vez aquella sensación extraña de «ya visto» que le rondaba desde hacía más de veinticuatro horas.

Esta vez su corazón comenzó a palpitar con violencia, y tuvo que apoyarse fuertemente en uno de los peones para no caer al suelo.

-¿Se encuentra usted mal? -le preguntó uno de los capataces.

-Sí…, ¡es que este maldito calor! -y se refrescó las fauces con el chorro de vino de una bota que alguien le ofreció…

Aquella noche, desnudo sobre la sábana, en el confortable hotel de Candía, comenzó a retorcerse víctima de una extraña pesadilla. Veía en sueños a la sacerdotisa, estrujando el áspid ante una estatuilla de esteatita que representaba un hacha de doble filo. Delante del hacha había otra figura de una diosa con un vaso en la mano. Un humo denso surgía por debajo de la piedra y se perdía por las ventanas de un amplio recinto. Él estaba arrodillado y a su alrededor había otras muchas personas cuyos rostros no podía ver. Luego, la sacerdotisa se volvía hacia él, y haciendo una reverencia gesticulaba de una manera muy extraña. Y entonces oyó su voz. Sonaba como en una caverna, pero era una voz armoniosa, como la del aceite cuando se transvasa de un aríbalo a otro. Hablaba en un griego antiquísimo, todavía más arcaico que el que acababa de descifrar Henry Ventris en las inscripciones de Cnossos. Sólo pudo entender las palabras «tierra» y «Gran Madre», «Toro» y «vida eterna». Se trataba, sin duda alguna, de un idioma litúrgico, porque para todos los pueblos del Planeta este idioma fue siempre más antiguo que el que rueda de boca en boca entre los profanos.

Y Thompson deseó en sueños a aquella mujer hermosísima de pechos erguidos y duros que mostraba sin recato, como todas las mujeres de la era minoana. Mas el vértigo de la voluptuosidad iba acompañado de un sentimiento de temor y de bochorno: aquella sacerdotisa era sagrada. Ningún hombre, y menos aún él, que en el sueño figuraba como el personaje más importante de la ceremonia, podían desear a la intermediaria entre los hombres y los dioses, a riesgo de sufrir la cólera divina.

Se despertó en un baño de sudor. La luz del amanecer entraba por la ventana, y el zumbido del acondicionador de aire parecía el de una abeja cansada. Tomó una pastilla de un gangliopléjico y procuró desechar de su mente las imágenes de aquel sueño tan extraño que seguía obsesionándole.

Y lo curioso es que a medida que su jeep avanzaba por la polvorienta carretera en dirección a las obras, el acoso de aquellos recuerdos se hacía más insoportable. Porque no se trataba de una pesadilla corriente: Thompson había vivido aquel sueño con tanta intensidad que aún le parecía hallarse delante de aquella mujer hermosísima, estremecido a la vez de pasión y de horror. Y mientras iba acercándose hacia las ruinas, una palabra cruzó por su mente como un relámpago, hasta tal punto que tuvo que hacer un rápido viraje para que el jeep no se estrellara contra una encina: Theia. Sí, la sacerdotisa se llamaba Theia. ¿En qué parte del sueño se había pronunciado esta palabra? Durante toda la jornada aún siguió esta palabra mágica brincando como una corza salvaje entre sus pensamientos.

Aquella noche Thompson durmió plácidamente tras ingerir una fuerte dosis de barbitúricos. A la mañana siguiente, volvió a la obra con la mente descargada de ideas extrañas. Todo había sido una consecuencia del exceso de trabajo de aquellos días pasados. ¡No era necesario acudir a un psiquiatra! Mientras, las faenas de las excavaciones continuaban a ritmo creciente. Todo un muro había quedado al descubierto, pero habían desaparecido las pinturas al fresco, casi completamente corroídas por el lametazo de los siglos. Sólo acá y acullá quedaban restos de un fondo anaranjado del que se raspó una parte para enviarla al laboratorio. Habían aparecido también algunas ánforas más, pero desprovistas de todo valor artístico y arqueológico. Por eso, volvió a zambullirse en las ondas cálidas del Mediterráneo para pensar como un hombre del siglo XX, un siglo en el que todo está fijado por leyes físicas inexorables, que no dejan espacio a la indeterminación o a la sorpresa. Aquella noche se sumergió en un sueño reparador, sin necesidad de que el tubo de somnífero le cantase su nana química, y al día siguiente volvió al trabajo.

Aquel día había transcurrido sin novedad alguna, cuando también a última hora de la tarde el cincel de Thompson volvió a entrar en acción. Era otro de los muros de los que habían quedado al descubierto, pero esta vez la pintura aparecía mejor conservada, y el fondo verde resplandecía a la luz del ocaso con una poceta de agua marina. Pronto aparecieron unas pinzas de cangrejos, pero Thompson estaba cansado y no quería continuar la tarea bajo la luz de las linternas. Así que volvió a enfilar su jeep hacia Heraklion.

Pero aquella noche volvió a sobrecogerle una nueva pesadilla. Soñaba que veía a unos delfines retozar en la caleta en donde acostumbraba refrescarse todas las mañanas. Luego los delfines quedaban inmóviles, como si algún ser maligno los hubiese disecado, y aparecía entonces el fondo verde-azulado del muro que acababan de descubrir los obreros el día anterior. Las pinturas formaban como un friso y debajo de ellas se abrían unos anchos ventanales por donde penetraba el aire yodado del mar. Debajo de los ventanales había más pinturas: un toro que brincaba sobre la hierba, mientras un muchacho, cubierto por un taparrabo, se decidía a saltar sobre la cresta del cornúpeta, de acuerdo a un rito y, al mismo tiempo, un deporte muy practicado entre los primitivos cretenses.

Aquellos sueños no tenían nada de terroríficos, pero Thompson se despertó bañado de sudor, porque las imágenes habían sido tan plásticas como en aquella otra pesadilla, que había sido más vivida que soñada. Y lo que es peor, al despertarse, volvió a aletear por su mente el pájaro fantasma de la palabra «Theia».

Bajo los efectos de un gangliopléjico, y con el firme propósito de acudir a un psiquiatra al día siguiente o aquella misma tarde, se alejó de Heraklion. Los obreros continuaban limpiando de tierra y escombros el segundo recinto descubierto. Un tercer muro había aparecido, y una hora después, otro, con una puerta que comunicaba a una tercera estancia.

Thompson volvió a empuñar el cincel entre el tumulto fatigoso de los picos y de las palas, que apagaba el rumor del mar y el chirrido de las cigarras. Mas de repente, el mundo desapareció para él, y al recobrarse de su desmayo, se vio en los brazos de dos de sus capataces que le refrescaban el rostro con un chorro de agua.

Le llevaron a la caseta en donde dormía el vigilante de las obras y le acostaron sobre un duro jergón. Allí recordó lo sucedido: ¡los delfines, que su pincel había sacado a la luz del sol, no eran semejantes, sino idénticos a aquellos otros que habían retozado entre las aguas turbias de sus ensueños! Pero se serenó al pensar que podría tratarse de una simple coincidencia: no era la primera vez que los pintores cretenses habían utilizado ese tema. Es más, era probable que debajo de ese fresco aparecieran los ventanales y luego la escena del muchacho y del toro. Posiblemente, los artistas de aquel palacio habían imitado a las obras descubiertas en Cnossos, al otro lado de Candía. Era como si algún historiador del siglo XXX se extrañase de descubrir, en las ruinas de Kiev, un icono muy parecido a otro desenterrado a pocas leguas.

Volvió, pues, al trabajo, a pesar de la resistencia de los capataces y de los obreros. Fueron horas de infatigable labor, sólo interrumpida para comer un buen trozo de roastbeef frío y una ensalada. Los peones se acercaban curiosos al muro (la imagen de la sacerdotisa había sido velada para preservar la pintura de los agentes atmosféricos, y de otro tipo de gentes menos impersonales que el clima).

Como había previsto Thompson, aparecieron después los ventanales, cuyos vacíos quedaron pronto libres de la arcilla y, también como en el sueño, apareció la imagen del toro y del muchacho, disponiéndose a saltar sobre su grupa. Mientras tanto, una de las cuadrillas de obreros había cargado en los camiones la capa de tierra que cubría el zócalo del recinto. Pronto aparecieron en una esquina un baño de piedra, con su correspondiente canal de desagüe, su emparrillado para calentar el agua y unos conductos que llegaban hasta una artesa ya medio desaparecida. La sensación de «ya visto» volvió a hacerse tan intensa que Thompson dejó a medio terminar su obra, y poniendo en marcha el jeep, pisó el acelerador a fondo con destino a Heraklion. Más de un murciélago estuvo a punto de chocar con el parabrisas del coche, y unas nubes de tormenta amagaban lluvia por Occidente. No tardó en encapotarse el cielo, y el orbayo comenzó a empapar los olivos y los almendros a derecha e izquierda de la carretera.

Los frenos chirriaron delante de la puerta del consultorio del doctor Argyll. Subió las escaleras con paso trémulo y víctima de una taquicardia paroxística que le obligaba a detenerse a cada dos o tres escalones. Pero el doctor Argyll había salido y no volvería hasta la mañana siguiente. Thompson volvió al hotel, y tendiéndose sobre su cama, sin quitarse la ropa, ingirió dos o tres pastillas de somnífero.

¿Dónde había visto aquel baño y aquellos frescos? Volvió a repetirse una y otra vez que todos aquellos detalles eran muy parecidos a los que él conocía por sus visitas a los palacios de Creta o de Grecia. Pero no se trataba de eso. Algo que se revolvía con fuerza dentro de su espíritu gritaba en contra de todos los dictados de su inteligencia fría de científico que todo aquello le era tan familiar como el chalet y el jardín de su casa de Cambridge.

Pronto el derivado del ácido barbitúrico forzó sus párpados, y entonces tuvo un tercer sueño: volvía a las ruinas, rápido como una centella. El jeep se había convertido en una biga, y el ronquido del acondicionador de aire era el golpear de los cascos de los caballos sobre el polvo del camino, y el giro de las ruedas. Una lluvia fina le mojaba el rostro, pero el agua fría se trocaba pronto en un chorro de agua tibia. Veía delante de sí a Theia. Estaban haciéndose el amor en aquel mismo baño que acababan de excavar los obreros.

Theia reía estrepitosamente mientras le arrojaba a manos llenas sobre el rostro el agua templada de la artesa. Estaban los dos desnudos, y él procuraba asirla por un brazo. Nunca había visto mujer tan hermosa como aquélla. Sus labios eran rojos, como una granada, y había en todo su cuerpo como una electricidad mágica que le hacía estremecerse cuando la acariciaba. Hubiese permanecido toda la vida zambulléndose en sus ojos grises, sin notar el paso del tiempo.

De repente, un gesto de terror petrificaba las facciones de su amante. Un grueso pedrusco había caído sobre el agua del baño, levantando un torrente de gotas, y el suelo parecía como si temblase de pánico. Se oían gritos de pavor, y una parte de la techumbre se derrumbaba. Theia y él, arropados en sendas túnicas coloreadas de púrpura, corrían entre las columnas del vestíbulo, en compañía de una muchedumbre que gritaba histéricamente. Una de las columnas se había derrumbado con un golpe seco aplastando a un fugitivo, pero a él sólo le interesaba salvar a Theia.

Se lanzó de la cama de un solo brinco. Todavía estaba medio dormido, pero había creído oír en la calle principal de Heraklion, donde estaba situado el hotel, un griterío confuso. Pero no. No había ocurrido ningún terremoto. Sólo a lo lejos se escuchaba el ronroneo de una gasolinera y la serenata de unos trasnochadores. Bajó a trompicones por la escalera y entró en el primer bar que encontró abierto. Allí se bebió, uno tras otro, sin pausa, varios whiskies, hasta caer completamente borracho. Pero a pesar de su embriaguez siguió soñando, mientras una ambulancia le conducía al hospital.

Soñó esta vez que estaba sentado en un ancho trono de piedra, cubierto de pieles. Era aquélla una sala muy ancha, el Megarón, y una intensa multitud rugía delante de él queriendo abrirse paso hasta su presencia. Sí, no cabía duda, él era el rey de aquella comarca, posiblemente de toda Creta. A su lado, y estrechando sus manos entre las suyas, estaba Theia, pero su rostro había perdido la voluptuosidad y la calma de la escena del baño, aunque no por eso dejaba de ser bellísimo.

Intentaba calmar a los cortesanos, contenidos por la guardia real, cuyas hachas de bronce imponían respeto. Él era el rey y tenía derecho a convertir en reina a quien quisiera. Los dioses no podían castigar a su pueblo por aquel enlace. No era el responsable del terremoto que se había producido el día anterior. Pero las turbas le acusaban de impío y de sacrílego, en un lenguaje que él comprendía perfectamente. Sólo el contacto de los dedos de Theia le daba fuerzas para rebatir las acusaciones.

Permaneció durante una semana delirando entre la vida y la muerte, en una de las habitaciones del mejor hospital de Heraklion hasta que los médicos le dieron de alta. Completamente restablecido, volvió, pues, a las obras, que no se habían interrumpido un solo momento. La piqueta había continuado su obra de revelación. Allí le esperaban a Thompson un gran número de fotógrafos y de periodistas. Pronto aparecieron en los diarios de todo el mundo las noticias de aquel descubrimiento y el nombre de Thompson circuló de boca en boca por todos los países civilizados. Llovieron, pues, felicitaciones y plácemes sobre Thompson, y al cabo de unos días consiguió olvidar completamente sus pesadillas y sus sensaciones extrañas. No cabía duda: como afirmaba el psiquiatra que dirigía su tratamiento había padecido una «neurosis de sobreesfuerzo». Debía, pues, trabajar lo menos posible y delegar en un ayudante la parte más fatigosa de la redacción del informe.

Rodeado, pues, de una aureola de héroe de la arqueología, descansaba tranquilamente en una hamaca, dejándose arrullar por las olas que se deshacían en espuma a sus pies a pocos centenares de metros de las obras, cuando uno de los capataces llegó jadeando a su lado: la piqueta había alcanzado un muro que sonaba a hueco. Todos los obreros estaban excitados en aquellos momentos. Se hablaba de un tesoro fabuloso, como aquel que había descubierto Schliemann en la necrópolis de Argos. Thompson requirió, pues, la presencia de la policía, que apareció al cabo de un rato, antes de que el pico comenzase a abrir una brecha en la pared.

Allí no había tesoros, como había soñado la imaginación de los obreros, y hasta la del científico Thompson. Fueron dos esqueletos los que aparecieron. Uno de ellos era el de un hombre, de una estatura idéntica a la de Thompson; el otro era el de una mujer. Habían sido emparedados vivos, porque sus manos aún seguían entrelazadas con el furor de la agonía. Y en ese momento Thompson sintió como si le faltase el aire en sus pulmones. Intentó respirar y no pudo. Sus bronquios se habían cerrado para siempre.

El médico forense escribió en el certificado de defunción: muerto por crisis asmática.

 

FIN