La
cabeza del administrador Raymond era una colmena de avispones. Podía sentirlos
zumbar en su cerebro y alargó la mano antes de abrir los ojos.
El
Yorl, que probablemente había estada acuclillado a su lado durante la hora
anterior, colocó un vaso de Aspergin entre sus trémulos dedos.
El
administrador Raymond se lo zampó y gradualmente sus dedos dejaron de
retorcerse. El zumbido desapareció de su cráneo y fue capaz de abrir los ojos.
El
azulado y pequeño Yorl le sonrió, diciéndole:
-Buenas,
administrador -hizo una reverencia a continuación y le ofreció a Raymond sus
calzoncillos.
Raymond
se preguntó durante cuánto tiempo permanecería el Yorl en posición de
reverencia, sabiendo que aquél era el último día. El nuevo administrador estaba
al llegar, y él regresaría pronto a casa, a Vega y a la civilización. Sería
magnífico contemplar otra vez un mundo normal, un mundo donde la hierba es como
Dios manda y los pájaros gruñen dulcemente todo el día.
No
obstante, sentía dejar Yorla, y también a los Yorls. Después de estar cinco
años allí, el administrador Raymond se había encariñado extrañamente con ambos.
Resoplando,
Raymond forcejeó dentro de su uniforme.
-¡La
nave toma tierra! -Otro Yorl entró corriendo, como de costumbre, sin molestarse
en llamar. Sonrió a Raymond-. Trae un sonrosado.
«Sonrosado.»
Así llamaban los Yorls a los humanos. Debía referirse al nuevo administrador.
-Baja y
dile que estaré con él en seguida -ordenó Raymond. El Yorl mensajero se retiró
y el otro dio a Raymond un afeitado, le limpió el calzado y le puso otro vaso
de Aspergin, todo por este orden.
Entonces
bajó Raymond para recibir al nuevo administrador.
Se lo
encontró apoyado sobre las manos en el centro de la planta baja.
-Salud
-dijo desde su erguido-caída posición-. Usted debe ser Raymond, ¿eh? Yo soy
Philip.
-Encantado
de verle -dijo Raymond, preguntándose si debía ir a su encuentro y estrecharle
el pie.
-Excuse
la informalidad -dijo Philip-. Estoy intentando recuperar un poco la
circulación. Tras un largo viaje, el efecto de la descompresión es una lata.
Raymond
asintió, contemplando al recién llegado. Tanto erguido-caído como horizontal,
Philip era un joven notablemente guapo y musculoso. Su sonrisa irradiaba
entusiasta vitalidad.
Philip
se puso en pie de un salto, saludablemente sonrojado, y tendió la mano a
Raymond. El apretón fue tan sincero como el tono de su voz.
-Encantado
de verle -dijo-. A propósito, el capitán Rand le envía sus disculpas. Hubo un
pequeño contratiempo cuando aterrizamos: algo fue mal con el mecanismo auxiliar
de gravitación. No entiendo el asunto técnico, pero me temo que él y la
tripulación tendrá que permanecer aquí todavía una semana antes de poder
emprender el vuelo de retorno.
-¿Una semana?
Philip
se encogió de hombros.
-Sé lo
que usted siente -dijo. Pero hablando con propiedad, me alegro de la demora. En
una semana puede usted darme consejos sobre el lugar y el trabajo.
Raymond
se volvió e hizo señas a su Yorl asistente.
-Dos
Aspergins, ¡ venga, pronto!
Mientras
el Yorl asentía y salía de la habitación reculando, Philip sacudió la cabeza.
-Para
mí nada, gracias. Nunca altero mi dieta.
-Mejor
que esté sobreaviso -advirtió Raymond-. Éste es un planeta febril.
-Me las
arreglaré -dijo Philip, confiadamente-. Ya me pusieron toda clase de vacunas
antes de partir. Además, en mi vida he estado enfermo un solo día. -Hizo una
pausa, esperando a que el Yorl desapareciera por completo, y luego bajó la
voz-. Extrañas criaturas, ¿verdad?
-Puede
hacer uso de ellas -dijo Raymond-. Son espléndidos sirvientes. Aquí hay una
plantilla de veinte: le bañan, le visten, le cepillan los dientes, lo que
desee. Les gusta trabajar para un sonrosado. Así nos llaman, ¿sabe? Es más
cómodo que esclavizarles en las minas. Son fieles y leales si usted les trata
decentemente. Una vez se acostumbre a la piel azul y al idioma, y acepte sus
costumbres…
Philip
se sentó e hizo crujir los nudillos.
-Sus
costumbres -dijo-. ¿Sabe cómo me recibieron cuando aterrizó la nave? Vinieron
corriendo, agitando sus lanzas. Y en la punta de cada lanza había una cabeza.
-Eso
significa que le hacían un honor -explicó Raymond-. Les dije que llegaría un
nuevo administrador. De modo que formaron un grupo para darle la bienvenida y
le llevaron sus trofeos como ostentación.
-¿Trofeos?
¿ Quiere decir que hoy por hoy son cortadores de cabezas?
-Claro
que no. Atesoran cabezas y las preservan, pero no van por ahí matando a la
gente para aumentar la colección.
-Entonces,
¿de dónde proceden las cabezas?
-Bueno,
como ya sabrá, muchos de los Yorls trabajan en las minas. El trabajo es duro y
no les gusta demasiado, pero, en cambio, les seduce nuestra forma de comercio.
Tanto que cuando los jefes Yorl hacen sus acuerdos con Interplán, establecen
una cuota. Todo Yorl que firma un contrato para trabajar en las minas, está
obligado a producir una cierta cantidad de mineral. Si un Yorl no cumple con la
cantidad, si es cogido escaqueándose… sus propios compañeros le cortan la
cabeza sin más.
-Yo
debería pensar alguna cosa para controlarlos.
-¿Quiere
decir que yo debería haber hecho algo como administrador?
Philip
se sonrojó pero no hizo la menor tentativa de denegar la sugerencia del otro.
Raymond
suspiró.
-Quizá
sintiera lo mismo cuando llegué aquí hace cinco años. Pero desde entonces he
aprendido mucho. Ellos tienen sus propias leyes. Recuerde que Interplán nos
envió aquí para administrar. No es tarea nuestra imponer nuestros conceptos y
costumbres en este planeta. Además, el sistema funciona. Nosotros deseamos lo
que producen las minas. Los Yorls se afanan para que lo obtengamos. Ellos
eliminan sus propios vagos y maleantes, se despojan de sus elementos
delincuentes.
-¡Pero
eso no es justo! En el nombre de la humanidad…
Raymond
suspiró de nuevo.
-Los
Yorls no son humanos. Son humanoides.
Eso es lo que usted no debe olvidar jamás.
Un Yorl
entró en la habitación y se inclinó.
-Buenas
tardes, administrador -dijo.
Philíp
miró a Raymond, quien asintió brevemente.
-Exacto,
es la tarde. Tiene que ir acostumbrándose a la mayor cortedad de los días aquí
-Se volvió y miró al Yorl-. ¿Qué ocurre?
-Ustedes
venir torga esta noche, tendremos koodoo en su honor.
-Nos
invita a que vayamos al pueblo para una fiesta -explicó Raymond.
-¿Vendrán?
-Allí
estaremos.
-¡Jajajá!
-sonrió el Yorl muy contento-. ¡Mucha diversión!
Puede que
fuera muy divertido para los Yorls e incluso para Raymond, pero a Philip no le
gustó ni pizca el koodoo.
Permaneció
sentado, sofocado bajo el calor de la cálida noche, contemplando a los
danzarines con una tenue sonrisa en los labios. El ruido de los tambores le
produjo dolor de cabeza. Luego tuvo lugar el banquete, e intentó probar los
nauseabundos alimentos que se sirvieron en él.
A
Raymond no pareció importarle, aunque luego protegió su estómago con Aspergin.
A
Philip no le gustaba aquello. Eran
salvajes y ninguna cháchara cambiaría las cosas. Bailando dentro de un amplio
círculo de lanzas clavadas sobre la arena (cada lanza coronada por una
preservada y sonriente cabeza de Yorl), las sonrisas de los danzantes vivos
parecían incluso peor.
Ahora
los bailarines se habían separado en dos grupos: machos y hembras. Formaron dos
filas, encarándose la una a la otra. mientras los tambores resonaban a ritmo
creciente. Las filas avanzaron, hasta converger, y entonces los tambores se
volvieron frenéticos. La danza había dejado de ser una danza. Era una orgía
masiva. Vaya, como que estaban…
-¡Raymond!
-susurró Philip-. ¡Mírelos! ¿No va a detenerlos?
-Ya le
dije que tienen sus propias costumbres. Esto lo están haciendo en su honor.
-¡ Es
repugnante! -Philip se levantó bruscamente.
-Es
natural -dijo Raymond, parpadeando-. ¿Adónde va?
-A mis
habitaciones. Me temo que no doy para más.
Se
alejó. El administrador no pudo alcanzarle hasta llegar al edificio de
Administración.
-Regrese
-pidió Raymond-. No puede hacer esto. Es un insulto que se haya marchado.
-¿Insulto?
¿Qué espera que haga? ¿Que vaya con ellos y me revuelque también?
-¿Está
cabreado? Escuche, hijo, déjeme explicarle algunas cosas…
-No me
interesan. Ya le he oído algunas explicaciones. Y me temo que los informes de
la Compañía son correctos. Interplán me dio órdenes específicas de venir y
aclarar la situación.
-¿La
situación? ¿Qué situación?
Philip
dudó, luego respiró a pleno pulmón.
-Siento
haberlo mencionado, pero quizá sea mejor que usted sepa dónde se encuentra. Se
sabe algo de usted, Raymond. Se sabe que usted ha estado dejando correr esta
operación, y no lo aprueban mucho más que yo. Usted manda sobre los nativos
como uno de aquellos gobernadores coloniales en los días de la prehistoria de
la Tierra.
»En cinco
años no ha hecho usted el menor intento de educarles, de reformarles, ni de
procurarles un gobierno decente, formas decentes de conducta. En vez de ser
usted un ejemplo para ellos, se ha rebajado a su nivel.
-Muy
bien. -Ahora espere un minuto.
-¡No hay
minuto que valga! Me haré cargo de mi puesto mañana a primera hora.
Oficialmente. Usted permanecerá aquí hasta que el capitán Rand termine su
trabajo en la nave, pero desde ahora estoy a cargo del mando.
-No es
tan simple. Conozco a los Yorls, les comprendo. Usted no puede cambiarles de
buenas a primeras -Raymond le miró con los ojos encendidos-. Tienen derecho a
su propia forma de vida, a su libertad.
-Libertad
no es libertinaje.
-Usted
no entiende.
-Oh,
por supuesto que sí, sólo que demasiado bien. No pueden mezclarse la
administración y el Aspergin. De manera que vaya a la cama y duerma.
Philip
giró sobre sus talones y caminó por el pasillo hacia su habitación.
No
estaba preocupado. Había oído hablar de Raymond y ahora estaba él allí para
hacerse cargo de los Yorls. Comenzaría al día siguiente. Y lo primero y más
importante que habría que hacer sería poner fin a lo de cortar cabezas. Ya
estaba bien de cabezas sobre lanzas.
Mañana,
pues.
Raymond
se quedó agradablemente sorprendido de ver que Philip se reunía con él para
desayunar. Y su sorpresa fue mayor al comprobar que el joven aparecía de humor
conciliador.
-No
quiero que me interprete mal -le dijo Philip-. Sé tan bien como usted que es
absurdo pretender cambiar de raíz los sentimientos de los nativos. La respuesta
se encuentra en la aproximación psicológica. Es cuestión de canalizar sus
agresiones.
-¿De
veras?
-Usted
me contó que el Yorl sólo corta la cabeza de los vagos, los malos trabajadores,
los ineficaces. De ahí infiero que siempre estarán vigilando a ver quién
transgrede las reglas.
-Eso es
cierto. Todos los Yorls vigilan muy de cerca las actividades de sus compañeros
de trabajo. Es una especie de espionaje recíproco, por decirlo así.
-En
otras palabras, compiten entre sí para ver quién detecta más víctimas.
-Digámoslo
así.
Philip
asintió.
-Si
puedo proporcionarles elementos inofensivos para sus instintos de competencia,
pronto los tendré funcionando normalmente.
-¿Cómo?
-murmuró Raymond.
Philip
sonrió de nuevo.
-Aguarde
y contemple -dijo.
Para especificar,
tres tardes después Philip se dejó caer por su oficina y le invitó a la torga. Hacía un calor desacostumbrado, y
Raymond prefirió ir en litera conducida por cuatro Yorls.
No
podía imaginarse de dónde sacaba el joven su energía, pero allí estaba,
saltando como un poseso, haciendo los arreglos de última hora en medio de la
gran claridad que se abría ante las chozas. Se entretenía saltando dentro y
fuera del ring…
Ring.
-Un
minuto -murmuró Raymond-. No irá a decirme que ha planeado un combate de boxeo.
-¡Exactamente!
-exclamó Philip alegremente-. Lo he acordado con los del pueblo y parecen
bastante interesados. Prestaron sus servicios para levantar el ring y he hecho
que las mujeres confeccionen guantes de ritan.
Se presentó un sinfín de voluntarios para contender, una vez les expliqué los
procedimientos. He entrenado a los dos que seleccionamos, y creo que
organizarán un buen espectáculo. Vea, ya vienen.
Así
era, en efecto. Los humanoides de pequeña estatura y piel azul se estaban
congregando en torno al cuadrilátero improvisado, acuclillándose sobre el suelo
llano y mirando hacia arriba con expectación, mientras los Yorls contendientes
se dirigían a sus rincones correspondientes. Philip, con una sudada camisa y
pantalón corto, trepó por los cabos de la porga
que hacía las veces de cordaje. Obviamente hacía el papel de árbitro, y llevaba
un silbato prendido de un cordel que le colgaba del cuello. Habló brevemente
con los contendientes, los pequeños boxeadores azules asintieron y le sonrieron
en réplica.
Entonces
se oyó un rumor de tambores y Philip se adelantó hasta el centro del tablado,
alzando las manos para pedir silencio. Habló brevemente sobre las reglas del
combate que se iba a celebrar y de las virtudes del viril arte de la
autodefensa. Ésta, declaró, sería una lucha limpia, en la que habría que
demostrar los principios más elegantes de la deportividad. Y ahora, a una señal
de tambor…
La
señal sonó.
Philip
retrocedió.
Los
Yorls avanzaron desde sus respectivas esquinas.
El
gentío bramó.
Los
Yorls intercambiaron expertos golpes de tanteo.
El
gentío aulló.
El Yorl
más alto atizó a su contrincante bajo el cinturón.
Philip
se adelantó colérico.
El Yorl
más pequeño alzó la rodilla y golpeó al otro en la mandíbula.
Philip
sopló su silbato.
Los
Yorls no le hicieron caso. Quizá ni le oyeron entre los alaridos de la
concurrencia. De cualquier modo, el caso es que estaban ahora cogidos. Ambos se
propinaban puñetazos en la ingle de manera recíproca. Y se habían quitado los
guantes.
Philip
agitó los brazos, frenético, intentando separarles a continuación. Los Yorls
habían bajado las cabezas y se atizaban más duramente. Entonces, de repente,
cayeron rodando por el tablado. El más pequeño acabó colocándose sobre su
oponente. Le pasó las manos en torno a la tráquea y apretó.
-¡Alto!
-gritó Philip-. ¡Lo vas a matar!
El
pequeño Yorl, que estaba encima del otro, asintió, sonriendo complacido. Liberó
una mano pero hundió los dedos en los ojos de la víctima.
Entonces
Raymond saltó al ring. Ayudó a Philip a separar al Yorl del inerte cuerpo de su
oponente y dijo algo que calmara a la multitud a fin de dispensarla.
Más
tarde, caminó con Philip hasta la Administración, en medio de la oscuridad.
-¡Pues
no lo entiendo! -seguía diciendo Philip-. ¡No lo entiendo! Les ofrecí un sustituto
lógico para sublimar…
-Quizá
no tengan ganas de sublimar -dijo Raymond-. Quizá no puedan.
-Pero
los principios de la psicología…
-…aplicada
a los seres humanos -completó Raymond-. No necesariamente a los Yorls.
-Todavía
no me doy por vencido -declaró Philip-. Sé que la idea es buena. El deporte es
el mejor sustituto de la pelea. Siempre da resultado.
Entraron
en la oficina. Raymond se volvió al otro.
-¿No
puede darse cuenta de que los Yorls no creen en sustituciones? ¿Por qué
tendrían que aceptarlas cuando tienen lo suyo propio?
-Lo propio -murmuró Philip-. ¡Claro! ¡Ahí
está la respuesta! Nadie acepta la sustitución cuando tiene ante sí el objeto
apropiado. Pero si el objeto apropiado no dura mucho, entonces tal vez se
presten a cooperar.
-Si se
ha traído tantas brillantes ideas -dijo Raymond-, le aconsejo que vaya
olvidándolas.
Philip
cabeceó.
-No son
ideas brillantes. Sólo de sentido común. Usted me hizo anoche un gran favor,
Raymond. No lo olvidaré.
Se
volvió y se fue a su habitación. Raymond se dirigió a tomar un Aspergin.
Casi
dos horas después, Raymond se tendió en la cama. Estaba agradablemente cansado,
borrachín, y se sentía incapaz de prestar atención a las luces y gritos de más
allá de la ventana.
Sólo
cuando el Yorl entró corriendo, abrió los ojos y se incorporó.
-¿Qué
pasa? -murmuró.
-Venga
-exclamó el Yorl-. ¡Venga a la torga,
rápido!
-¿Por
qué?
Los
ojos del Yorl, surcados de venas azules, dieron vueltas.
-El
otro administrador está allí. ¡Él quemar cabezas!
-¡Mierda!
-Raymond se levantó, afianzándose sobre sus pies mientras el Yorl le llevaba
los zapatos. Tanteó en el fondo de un cajón, buscando la pistola que nunca
llevaba puesta. La sintió fría y pesada mientras seguía al Yorl por el camino,
corriendo en dirección a la torga.
Las
luces se habían convertido ahora en llamas y los gritos aumentaron cuando
Raymond alcanzó el claro.
El Yorl
le había dicho la verdad.
Philip
había esperado hasta que el pueblo se hubo sumido en la quietud, y luego se fue
de choza en choza, reuniendo las lanzas, juntando las cabezas y amontonándolas
como melones en una pila central situada al extremo del claro. Luego les había
prendido fuego. Ardían con furia, aunque no con tanta como los mismos Yorls.
Philip
estaba en pie ante el fuego, pistola en mano, enfrentándoles con actitud de
desafío. Los Yorls se habían agrupado ante él en un solo cuerpo, gritando y
aullando, agitando sus lanzas. Y se estaban acercando…
-¡Atrás!
-gritó Philip-. ¡No quiero haceros daño! ¿No veis que esto es por vuestro bien?
Es malo cortar cabezas. Es malo matar.
Raymond
captó vagamente las palabras a través del tumulto. Dudaba de si los Yorls eran
capaces de oír o entender, y en el caso de que así fuera, de que lo que les
decía Philip significaba algo para ellos. Porque poco a poco se iban adelantando,
aproximando más y más…
Una
lanza pasó rozando la cabeza de Philip.
Éste no
se movió. Se encaró con el Yorl que había arrojado la lanza, un pequeño
humanoide azul que iba desarmado, y apretó el disparador de la pistola.
Se
prudujo un crujido casi imperceptible y un plateado relámpago de energía. El
Yorl cayó, arrugándose y ennegreciéndose antes de tocar el suelo.
Un gran
susurro emergió de la multitud y luego se elevaron cien brazos y cien lanzas
los siguieron.
Y se
detuvieron.
Se
detuvieron, mientras la fogata de cabezas se apagaba bruscamente, hasta
desaparecer del todo.
Raymond
había echado agua al fuego.
Todos
se volvieron cuando se adelantó y cogió a Philip por el brazo. Contemplaron
cómo le cogía la pistola y le conducía al centro de la fogata muerta.
Contemplaron cómo arrojaba al suelo su propia pistola.
Raymond
alzó los brazos por encima de su cabeza.
-Lo
siento muy de veras -murmuró-. Se ha cometido un error, pero nunca más volverá
a suceder. Os pedimos que nos dejéis ir en paz.
En
silencio, se internó con Philip en la oscuridad.
Era ya
la tarde del día siguiente cuando Philip entró en la oficina. Raymond se le
quedó mirando, a la expectativa.
-¿Va a
hacer su equipaje? -preguntó con aire de distraído.
-No he
dejado el trabajo. ¿Por qué debería hacerlo?
-Ha
ofendido mortalmente a los Yorls. Ha violado el gran tabú. Mató a uno de sus
jefes.
Philip
movió la cabeza negativamente.
-Fue en
defensa propia -dijo-. Lo que hice, estuvo bien.
-De
acuerdo con sus reglas, sí. Pero los Yorls…
-¡Mire!
Philip
alzó el dedo señalando un rincón. Un sirviente Yorl permanecía allí
acuclillado, con su rostro azul del color de la ceniza y los ojos desorbitados
por el terror.
Philip
sonrió.
-¿No lo
ve? Ahora me teme. Todos me temen después de lo de anoche. No me había dado
cuenta hasta ahora, pero hice lo que era necesario. Poniendo fin al fetichismo
de las cabezas, destruyendo sus trofeos, he demostrado que un humano es más
fuerte que su cultura bárbara…
-Pero
ahora sienten odio hacia usted…
-¡Absurdo!
Me odiaban la noche pasada y hasta estoy seguro de que una vez nos marchamos,
rezaron por mi aniquilación. No pretendo entender sus supersticiones, pero
apuesto a que esperaban que sus dioses acabaran conmigo con una lluvia de
fuego. De modo que cuando volví al pueblo hoy, fue como un golpe verme vivo y
sano.
-¿Volvió
al pueblo?
-Vengo
de allí -Philip miró despreocupadamente al Yorl, que se encogió-. He ahí la
reacción que ahora obtengo de ellos. Nadie se atreverá a hacerme daño, nadie se
atreverá a dirigirme la palabra. Les he sometido y ahora están bajo la ley. A
partir de este momento, se acabaron las cabezas. Las minas se reestructurarán
eficientemente a tenor de mis órdenes y bajo mi responsabilidad.
Raymond
sacudió la cabeza.
-Pero
fue usted el que objetó mi colonialismo, así lo llamó usted. Pensé que no le
gustaba lo de tener criados ni darles órdenes.
-Y no
me gusta -contestó Philip-. No en lo que respecta a mi condición personal. Pero
esto es diferente. Estamos trabajando con algo fundamental. A fin de implantar la
civilización y la salud, uno debe dar órdenes y hacerlas cumplir a la fuerza.
Raymond
suspiró.
-¿Y los
deportes? -preguntó suavemente-. ¿Debo suponer que ya no son importantes bajo
el nuevo régimen?
Philip
sonrió.
-Si
quiere incurrir en el sarcasmo, ahórrese el esfuerzo -replicó-. Porque, desde
luego, no tengo intención de abandonar el programa. Los nativos necesitan
expandir su agresión. Y tal como dije antes, abrazarán lo nuevo más
voluntariosamente. Ya lo están haciendo.
-¿Ahora?
-Sí.
Impartí instrucciones a los del pueblo. Están construyendo un campo de fútbol.
-¿De
fútbol?
-Por
supuesto. Tendría que haber pensado en ello antes, en vez de ese asunto
enfermizo del boxeo. El fútbol es un deporte natural. Exige la participación de
conjunto y permite canalizar la actividad de un número mayor de nativos.
Constituye la sublimación ideal: el hecho de que un grupo de gente fornida tome
parte en un deporte canaliza también los instintos emocionales de los
espectadores. Organizaré los equipos y los adiestraré. A su modo, me seguirán.
Unas cuantas sesiones y pases de cabeza, un poco de táctica moderna y ya verá
cómo resulta. Para mañana espero que levanten las porterías.
-Por
favor, está usted cometiendo una equivocación. No puedo quedarme aquí viendo
cómo hace usted estas cosas.
-No es
necesario que sea así -rió Philip de nuevo-. Evitaré que esté usted por allí
para ver los resultados. La nave parte dentro de tres días -se giró-. Bien, no
le entretengo más. Me imagino que tendrá que hacerse el equipaje.
Raymond
no quería hacerlo pero lo hizo. Durante los dos días siguientes no vio a
Philip. Si estaba organizando y entrenando a sus equipos, no hubo señal de
ello.
Raymond
no hizo el menor esfuerzo por visitar la torga
ni por inspeccionar el campo de juego que se abría tras ella. Hizo su equipaje
y se tomó increíbles raciones de Aspergin.
La
noche anterior al día de partida, Raymond, repentinamente, se sintió muy viejo,
muy cansado. Se echóo atrás en la silla, juntando las manos sobre su abultado
vientre.
El Yorl
le encontró así.
-Buenas
noches, administrador. ¿Va a venir ahora?
-¿Adónde?
-A ver
el partido.
-¿El
partido? ¿Quieres decir que vais a jugar al futbol ya?
-Sí.
Partido de fútbol ahora. En su honor.
-De
acuerdo. Pero sólo un ratito.
Raymond
se levantó, luchando contra la fatiga y los adormecedores efectos del Aspergin.
No quería ir, pero era la última noche y los Yorls podrían molestarse. En
realidad, eran como niños, siempre querían compartir sus placeres con él.
Quizá
fuera una buena idea. Dar crédito a la evidencia. Si Philip ya podía organizar
un partido de fútbol, al cabo de tres días, merecía algún reconocimiento.
Los
Yorls habían encendido antorchas de fuel-oil en torno al campo de juego y las
llamas iluminaban la escena. Los tambores sonaban con alegre excitación y la
azulada concurrencia cabriolaba con frenético entusiasmo, mientras varios
caudillos de segunda fila agitaban lanzas en una versión Yorla de la animación.
Los dos
equipos estaban ya en el campo, enfrascados en furiosa camorra. No había
compulsión en sus movimientos, como tampoco el menor vestigio de contención
entre los espectadores.
Raymond
suspiró. Philip había obrado correctamente y él había estado equivocado. La
evidencia que se mostraba ante sus ojos constituía la prueba final. Una vez más,
el juego sustituía lo real y los Yorls consentían en ello, al igual que los
humanos. A partir de ahora, el resto sería fácil. En cinco años, Philip les
tendría a todos trabajando en las minas y pagando impuestos. Se transformarían
en una comunidad civilizada, con cárceles, orfanatos y asilos.
De
algún modo, nunca había creído que pudiera dar resultado de esta forma.
Un
jugador de uno de los dos equipos estaba preparándose para dar un punterazo al
balón. Raymond intentó localizar a Philip en el campo. Sin duda estaba actuando
de árbitro.
Raymond
revisó el campo a la luz de las antorchas, pero no pudo verlo. Todo cuanto
podía divisar era la pelota, que ahora se colaba en una portería. Y la multitud
aulló.
La
multitud aulló y Raymond suspiró de nuevo. Se dio la vuelta y cogió el camino
de regreso al edificio de la Administración. Estaba cansado, pero tendría que
deshacer el equipaje, y también escribir un informe a Interplán, dando cuenta
de que él había estado en lo cierto y no Philip. Tendría que explicar que el
progreso no llegaría a Yorla. No comprendían nada de sublimación ni de
entendérselas con objetos inservibles. Jugarían al fútbol, sí, pero sólo por
trofeos auténticos, como el que había visto penetrando por entre los postes de
la portería.
La
cabeza de Philip…
FIN
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