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miércoles, abril 06, 2022

ENSAYO AL VIEJO ESTILO .- Robert Bloch

 




 

La cabeza del administrador Raymond era una colmena de avispones. Podía sentirlos zumbar en su cerebro y alargó la mano antes de abrir los ojos.

El Yorl, que probablemente había estada acuclillado a su lado durante la hora anterior, colocó un vaso de Aspergin entre sus trémulos dedos.

El administrador Raymond se lo zampó y gradualmente sus dedos dejaron de retorcerse. El zumbido desapareció de su cráneo y fue capaz de abrir los ojos.

El azulado y pequeño Yorl le sonrió, diciéndole:

-Buenas, administrador -hizo una reverencia a continuación y le ofreció a Raymond sus calzoncillos.

Raymond se preguntó durante cuánto tiempo permanecería el Yorl en posición de reverencia, sabiendo que aquél era el último día. El nuevo administrador estaba al llegar, y él regresaría pronto a casa, a Vega y a la civilización. Sería magnífico contemplar otra vez un mundo normal, un mundo donde la hierba es como Dios manda y los pájaros gruñen dulcemente todo el día.

No obstante, sentía dejar Yorla, y también a los Yorls. Después de estar cinco años allí, el administrador Raymond se había encariñado extrañamente con ambos.

Resoplando, Raymond forcejeó dentro de su uniforme.

-¡La nave toma tierra! -Otro Yorl entró corriendo, como de costumbre, sin molestarse en llamar. Sonrió a Raymond-. Trae un sonrosado.

«Sonrosado.» Así llamaban los Yorls a los humanos. Debía referirse al nuevo administrador.

-Baja y dile que estaré con él en seguida -ordenó Raymond. El Yorl mensajero se retiró y el otro dio a Raymond un afeitado, le limpió el calzado y le puso otro vaso de Aspergin, todo por este orden.

Entonces bajó Raymond para recibir al nuevo administrador.

Se lo encontró apoyado sobre las manos en el centro de la planta baja.

-Salud -dijo desde su erguido-caída posición-. Usted debe ser Raymond, ¿eh? Yo soy Philip.

-Encantado de verle -dijo Raymond, preguntándose si debía ir a su encuentro y estrecharle el pie.

-Excuse la informalidad -dijo Philip-. Estoy intentando recuperar un poco la circulación. Tras un largo viaje, el efecto de la descompresión es una lata.

Raymond asintió, contemplando al recién llegado. Tanto erguido-caído como horizontal, Philip era un joven notablemente guapo y musculoso. Su sonrisa irradiaba entusiasta vitalidad.

Philip se puso en pie de un salto, saludablemente sonrojado, y tendió la mano a Raymond. El apretón fue tan sincero como el tono de su voz.

-Encantado de verle -dijo-. A propósito, el capitán Rand le envía sus disculpas. Hubo un pequeño contratiempo cuando aterrizamos: algo fue mal con el mecanismo auxiliar de gravitación. No entiendo el asunto técnico, pero me temo que él y la tripulación tendrá que permanecer aquí todavía una semana antes de poder emprender el vuelo de retorno.

-¿Una semana?

Philip se encogió de hombros.

-Sé lo que usted siente -dijo. Pero hablando con propiedad, me alegro de la demora. En una semana puede usted darme consejos sobre el lugar y el trabajo.

Raymond se volvió e hizo señas a su Yorl asistente.

-Dos Aspergins, ¡ venga, pronto!

Mientras el Yorl asentía y salía de la habitación reculando, Philip sacudió la cabeza.

-Para mí nada, gracias. Nunca altero mi dieta.

-Mejor que esté sobreaviso -advirtió Raymond-. Éste es un planeta febril.

-Me las arreglaré -dijo Philip, confiadamente-. Ya me pusieron toda clase de vacunas antes de partir. Además, en mi vida he estado enfermo un solo día. -Hizo una pausa, esperando a que el Yorl desapareciera por completo, y luego bajó la voz-. Extrañas criaturas, ¿verdad?

-Puede hacer uso de ellas -dijo Raymond-. Son espléndidos sirvientes. Aquí hay una plantilla de veinte: le bañan, le visten, le cepillan los dientes, lo que desee. Les gusta trabajar para un sonrosado. Así nos llaman, ¿sabe? Es más cómodo que esclavizarles en las minas. Son fieles y leales si usted les trata decentemente. Una vez se acostumbre a la piel azul y al idioma, y acepte sus costumbres…

Philip se sentó e hizo crujir los nudillos.

-Sus costumbres -dijo-. ¿Sabe cómo me recibieron cuando aterrizó la nave? Vinieron corriendo, agitando sus lanzas. Y en la punta de cada lanza había una cabeza.

-Eso significa que le hacían un honor -explicó Raymond-. Les dije que llegaría un nuevo administrador. De modo que formaron un grupo para darle la bienvenida y le llevaron sus trofeos como ostentación.

-¿Trofeos? ¿ Quiere decir que hoy por hoy son cortadores de cabezas?

-Claro que no. Atesoran cabezas y las preservan, pero no van por ahí matando a la gente para aumentar la colección.

-Entonces, ¿de dónde proceden las cabezas?

-Bueno, como ya sabrá, muchos de los Yorls trabajan en las minas. El trabajo es duro y no les gusta demasiado, pero, en cambio, les seduce nuestra forma de comercio. Tanto que cuando los jefes Yorl hacen sus acuerdos con Interplán, establecen una cuota. Todo Yorl que firma un contrato para trabajar en las minas, está obligado a producir una cierta cantidad de mineral. Si un Yorl no cumple con la cantidad, si es cogido escaqueándose… sus propios compañeros le cortan la cabeza sin más.

-Yo debería pensar alguna cosa para controlarlos.

-¿Quiere decir que yo debería haber hecho algo como administrador?

Philip se sonrojó pero no hizo la menor tentativa de denegar la sugerencia del otro.

Raymond suspiró.

-Quizá sintiera lo mismo cuando llegué aquí hace cinco años. Pero desde entonces he aprendido mucho. Ellos tienen sus propias leyes. Recuerde que Interplán nos envió aquí para administrar. No es tarea nuestra imponer nuestros conceptos y costumbres en este planeta. Además, el sistema funciona. Nosotros deseamos lo que producen las minas. Los Yorls se afanan para que lo obtengamos. Ellos eliminan sus propios vagos y maleantes, se despojan de sus elementos delincuentes.

-¡Pero eso no es justo! En el nombre de la humanidad…

Raymond suspiró de nuevo.

-Los Yorls no son humanos. Son humanoides. Eso es lo que usted no debe olvidar jamás.

Un Yorl entró en la habitación y se inclinó.

-Buenas tardes, administrador -dijo.

Philíp miró a Raymond, quien asintió brevemente.

-Exacto, es la tarde. Tiene que ir acostumbrándose a la mayor cortedad de los días aquí -Se volvió y miró al Yorl-. ¿Qué ocurre?

-Ustedes venir torga esta noche, tendremos koodoo en su honor.

-Nos invita a que vayamos al pueblo para una fiesta -explicó Raymond.

-¿Vendrán?

-Allí estaremos.

-¡Jajajá! -sonrió el Yorl muy contento-. ¡Mucha diversión!

Puede que fuera muy divertido para los Yorls e incluso para Raymond, pero a Philip no le gustó ni pizca el koodoo.

Permaneció sentado, sofocado bajo el calor de la cálida noche, contemplando a los danzarines con una tenue sonrisa en los labios. El ruido de los tambores le produjo dolor de cabeza. Luego tuvo lugar el banquete, e intentó probar los nauseabundos alimentos que se sirvieron en él.

A Raymond no pareció importarle, aunque luego protegió su estómago con Aspergin.

A Philip no le gustaba aquello. Eran salvajes y ninguna cháchara cambiaría las cosas. Bailando dentro de un amplio círculo de lanzas clavadas sobre la arena (cada lanza coronada por una preservada y sonriente cabeza de Yorl), las sonrisas de los danzantes vivos parecían incluso peor.

Ahora los bailarines se habían separado en dos grupos: machos y hembras. Formaron dos filas, encarándose la una a la otra. mientras los tambores resonaban a ritmo creciente. Las filas avanzaron, hasta converger, y entonces los tambores se volvieron frenéticos. La danza había dejado de ser una danza. Era una orgía masiva. Vaya, como que estaban…

-¡Raymond! -susurró Philip-. ¡Mírelos! ¿No va a detenerlos?

-Ya le dije que tienen sus propias costumbres. Esto lo están haciendo en su honor.

-¡ Es repugnante! -Philip se levantó bruscamente.

-Es natural -dijo Raymond, parpadeando-. ¿Adónde va?

-A mis habitaciones. Me temo que no doy para más.

Se alejó. El administrador no pudo alcanzarle hasta llegar al edificio de Administración.

-Regrese -pidió Raymond-. No puede hacer esto. Es un insulto que se haya marchado.

-¿Insulto? ¿Qué espera que haga? ¿Que vaya con ellos y me revuelque también?

-¿Está cabreado? Escuche, hijo, déjeme explicarle algunas cosas…

-No me interesan. Ya le he oído algunas explicaciones. Y me temo que los informes de la Compañía son correctos. Interplán me dio órdenes específicas de venir y aclarar la situación.

-¿La situación? ¿Qué situación?

Philip dudó, luego respiró a pleno pulmón.

-Siento haberlo mencionado, pero quizá sea mejor que usted sepa dónde se encuentra. Se sabe algo de usted, Raymond. Se sabe que usted ha estado dejando correr esta operación, y no lo aprueban mucho más que yo. Usted manda sobre los nativos como uno de aquellos gobernadores coloniales en los días de la prehistoria de la Tierra.

»En cinco años no ha hecho usted el menor intento de educarles, de reformarles, ni de procurarles un gobierno decente, formas decentes de conducta. En vez de ser usted un ejemplo para ellos, se ha rebajado a su nivel.

-Muy bien. -Ahora espere un minuto.

-¡No hay minuto que valga! Me haré cargo de mi puesto mañana a primera hora. Oficialmente. Usted permanecerá aquí hasta que el capitán Rand termine su trabajo en la nave, pero desde ahora estoy a cargo del mando.

-No es tan simple. Conozco a los Yorls, les comprendo. Usted no puede cambiarles de buenas a primeras -Raymond le miró con los ojos encendidos-. Tienen derecho a su propia forma de vida, a su libertad.

-Libertad no es libertinaje.

-Usted no entiende.

-Oh, por supuesto que sí, sólo que demasiado bien. No pueden mezclarse la administración y el Aspergin. De manera que vaya a la cama y duerma.

Philip giró sobre sus talones y caminó por el pasillo hacia su habitación.

No estaba preocupado. Había oído hablar de Raymond y ahora estaba él allí para hacerse cargo de los Yorls. Comenzaría al día siguiente. Y lo primero y más importante que habría que hacer sería poner fin a lo de cortar cabezas. Ya estaba bien de cabezas sobre lanzas.

Mañana, pues.

Raymond se quedó agradablemente sorprendido de ver que Philip se reunía con él para desayunar. Y su sorpresa fue mayor al comprobar que el joven aparecía de humor conciliador.

-No quiero que me interprete mal -le dijo Philip-. Sé tan bien como usted que es absurdo pretender cambiar de raíz los sentimientos de los nativos. La respuesta se encuentra en la aproximación psicológica. Es cuestión de canalizar sus agresiones.

-¿De veras?

-Usted me contó que el Yorl sólo corta la cabeza de los vagos, los malos trabajadores, los ineficaces. De ahí infiero que siempre estarán vigilando a ver quién transgrede las reglas.

-Eso es cierto. Todos los Yorls vigilan muy de cerca las actividades de sus compañeros de trabajo. Es una especie de espionaje recíproco, por decirlo así.

-En otras palabras, compiten entre sí para ver quién detecta más víctimas.

-Digámoslo así.

Philip asintió.

-Si puedo proporcionarles elementos inofensivos para sus instintos de competencia, pronto los tendré funcionando normalmente.

-¿Cómo? -murmuró Raymond.

Philip sonrió de nuevo.

-Aguarde y contemple -dijo.

Para especificar, tres tardes después Philip se dejó caer por su oficina y le invitó a la torga. Hacía un calor desacostumbrado, y Raymond prefirió ir en litera conducida por cuatro Yorls.

No podía imaginarse de dónde sacaba el joven su energía, pero allí estaba, saltando como un poseso, haciendo los arreglos de última hora en medio de la gran claridad que se abría ante las chozas. Se entretenía saltando dentro y fuera del ring…

Ring.

-Un minuto -murmuró Raymond-. No irá a decirme que ha planeado un combate de boxeo.

-¡Exactamente! -exclamó Philip alegremente-. Lo he acordado con los del pueblo y parecen bastante interesados. Prestaron sus servicios para levantar el ring y he hecho que las mujeres confeccionen guantes de ritan. Se presentó un sinfín de voluntarios para contender, una vez les expliqué los procedimientos. He entrenado a los dos que seleccionamos, y creo que organizarán un buen espectáculo. Vea, ya vienen.

Así era, en efecto. Los humanoides de pequeña estatura y piel azul se estaban congregando en torno al cuadrilátero improvisado, acuclillándose sobre el suelo llano y mirando hacia arriba con expectación, mientras los Yorls contendientes se dirigían a sus rincones correspondientes. Philip, con una sudada camisa y pantalón corto, trepó por los cabos de la porga que hacía las veces de cordaje. Obviamente hacía el papel de árbitro, y llevaba un silbato prendido de un cordel que le colgaba del cuello. Habló brevemente con los contendientes, los pequeños boxeadores azules asintieron y le sonrieron en réplica.

Entonces se oyó un rumor de tambores y Philip se adelantó hasta el centro del tablado, alzando las manos para pedir silencio. Habló brevemente sobre las reglas del combate que se iba a celebrar y de las virtudes del viril arte de la autodefensa. Ésta, declaró, sería una lucha limpia, en la que habría que demostrar los principios más elegantes de la deportividad. Y ahora, a una señal de tambor…

La señal sonó.

Philip retrocedió.

Los Yorls avanzaron desde sus respectivas esquinas.

El gentío bramó.

Los Yorls intercambiaron expertos golpes de tanteo.

El gentío aulló.

El Yorl más alto atizó a su contrincante bajo el cinturón.

Philip se adelantó colérico.

El Yorl más pequeño alzó la rodilla y golpeó al otro en la mandíbula.

Philip sopló su silbato.

Los Yorls no le hicieron caso. Quizá ni le oyeron entre los alaridos de la concurrencia. De cualquier modo, el caso es que estaban ahora cogidos. Ambos se propinaban puñetazos en la ingle de manera recíproca. Y se habían quitado los guantes.

Philip agitó los brazos, frenético, intentando separarles a continuación. Los Yorls habían bajado las cabezas y se atizaban más duramente. Entonces, de repente, cayeron rodando por el tablado. El más pequeño acabó colocándose sobre su oponente. Le pasó las manos en torno a la tráquea y apretó.

-¡Alto! -gritó Philip-. ¡Lo vas a matar!

El pequeño Yorl, que estaba encima del otro, asintió, sonriendo complacido. Liberó una mano pero hundió los dedos en los ojos de la víctima.

Entonces Raymond saltó al ring. Ayudó a Philip a separar al Yorl del inerte cuerpo de su oponente y dijo algo que calmara a la multitud a fin de dispensarla.

Más tarde, caminó con Philip hasta la Administración, en medio de la oscuridad.

-¡Pues no lo entiendo! -seguía diciendo Philip-. ¡No lo entiendo! Les ofrecí un sustituto lógico para sublimar…

-Quizá no tengan ganas de sublimar -dijo Raymond-. Quizá no puedan.

-Pero los principios de la psicología…

-…aplicada a los seres humanos -completó Raymond-. No necesariamente a los Yorls.

-Todavía no me doy por vencido -declaró Philip-. Sé que la idea es buena. El deporte es el mejor sustituto de la pelea. Siempre da resultado.

Entraron en la oficina. Raymond se volvió al otro.

-¿No puede darse cuenta de que los Yorls no creen en sustituciones? ¿Por qué tendrían que aceptarlas cuando tienen lo suyo propio?

-Lo propio -murmuró Philip-. ¡Claro! ¡Ahí está la respuesta! Nadie acepta la sustitución cuando tiene ante sí el objeto apropiado. Pero si el objeto apropiado no dura mucho, entonces tal vez se presten a cooperar.

-Si se ha traído tantas brillantes ideas -dijo Raymond-, le aconsejo que vaya olvidándolas.

Philip cabeceó.

-No son ideas brillantes. Sólo de sentido común. Usted me hizo anoche un gran favor, Raymond. No lo olvidaré.

Se volvió y se fue a su habitación. Raymond se dirigió a tomar un Aspergin.

Casi dos horas después, Raymond se tendió en la cama. Estaba agradablemente cansado, borrachín, y se sentía incapaz de prestar atención a las luces y gritos de más allá de la ventana.

Sólo cuando el Yorl entró corriendo, abrió los ojos y se incorporó.

-¿Qué pasa? -murmuró.

-Venga -exclamó el Yorl-. ¡Venga a la torga, rápido!

-¿Por qué?

Los ojos del Yorl, surcados de venas azules, dieron vueltas.

-El otro administrador está allí. ¡Él quemar cabezas!

-¡Mierda! -Raymond se levantó, afianzándose sobre sus pies mientras el Yorl le llevaba los zapatos. Tanteó en el fondo de un cajón, buscando la pistola que nunca llevaba puesta. La sintió fría y pesada mientras seguía al Yorl por el camino, corriendo en dirección a la torga.

Las luces se habían convertido ahora en llamas y los gritos aumentaron cuando Raymond alcanzó el claro.

El Yorl le había dicho la verdad.

Philip había esperado hasta que el pueblo se hubo sumido en la quietud, y luego se fue de choza en choza, reuniendo las lanzas, juntando las cabezas y amontonándolas como melones en una pila central situada al extremo del claro. Luego les había prendido fuego. Ardían con furia, aunque no con tanta como los mismos Yorls.

Philip estaba en pie ante el fuego, pistola en mano, enfrentándoles con actitud de desafío. Los Yorls se habían agrupado ante él en un solo cuerpo, gritando y aullando, agitando sus lanzas. Y se estaban acercando…

-¡Atrás! -gritó Philip-. ¡No quiero haceros daño! ¿No veis que esto es por vuestro bien? Es malo cortar cabezas. Es malo matar.

Raymond captó vagamente las palabras a través del tumulto. Dudaba de si los Yorls eran capaces de oír o entender, y en el caso de que así fuera, de que lo que les decía Philip significaba algo para ellos. Porque poco a poco se iban adelantando, aproximando más y más…

Una lanza pasó rozando la cabeza de Philip.

Éste no se movió. Se encaró con el Yorl que había arrojado la lanza, un pequeño humanoide azul que iba desarmado, y apretó el disparador de la pistola.

Se prudujo un crujido casi imperceptible y un plateado relámpago de energía. El Yorl cayó, arrugándose y ennegreciéndose antes de tocar el suelo.

Un gran susurro emergió de la multitud y luego se elevaron cien brazos y cien lanzas los siguieron.

Y se detuvieron.

Se detuvieron, mientras la fogata de cabezas se apagaba bruscamente, hasta desaparecer del todo.

Raymond había echado agua al fuego.

Todos se volvieron cuando se adelantó y cogió a Philip por el brazo. Contemplaron cómo le cogía la pistola y le conducía al centro de la fogata muerta. Contemplaron cómo arrojaba al suelo su propia pistola.

Raymond alzó los brazos por encima de su cabeza.

-Lo siento muy de veras -murmuró-. Se ha cometido un error, pero nunca más volverá a suceder. Os pedimos que nos dejéis ir en paz.

En silencio, se internó con Philip en la oscuridad.

Era ya la tarde del día siguiente cuando Philip entró en la oficina. Raymond se le quedó mirando, a la expectativa.

-¿Va a hacer su equipaje? -preguntó con aire de distraído.

-No he dejado el trabajo. ¿Por qué debería hacerlo?

-Ha ofendido mortalmente a los Yorls. Ha violado el gran tabú. Mató a uno de sus jefes.

Philip movió la cabeza negativamente.

-Fue en defensa propia -dijo-. Lo que hice, estuvo bien.

-De acuerdo con sus reglas, sí. Pero los Yorls…

-¡Mire!

Philip alzó el dedo señalando un rincón. Un sirviente Yorl permanecía allí acuclillado, con su rostro azul del color de la ceniza y los ojos desorbitados por el terror.

Philip sonrió.

-¿No lo ve? Ahora me teme. Todos me temen después de lo de anoche. No me había dado cuenta hasta ahora, pero hice lo que era necesario. Poniendo fin al fetichismo de las cabezas, destruyendo sus trofeos, he demostrado que un humano es más fuerte que su cultura bárbara…

-Pero ahora sienten odio hacia usted…

-¡Absurdo! Me odiaban la noche pasada y hasta estoy seguro de que una vez nos marchamos, rezaron por mi aniquilación. No pretendo entender sus supersticiones, pero apuesto a que esperaban que sus dioses acabaran conmigo con una lluvia de fuego. De modo que cuando volví al pueblo hoy, fue como un golpe verme vivo y sano.

-¿Volvió al pueblo?

-Vengo de allí -Philip miró despreocupadamente al Yorl, que se encogió-. He ahí la reacción que ahora obtengo de ellos. Nadie se atreverá a hacerme daño, nadie se atreverá a dirigirme la palabra. Les he sometido y ahora están bajo la ley. A partir de este momento, se acabaron las cabezas. Las minas se reestructurarán eficientemente a tenor de mis órdenes y bajo mi responsabilidad.

Raymond sacudió la cabeza.

-Pero fue usted el que objetó mi colonialismo, así lo llamó usted. Pensé que no le gustaba lo de tener criados ni darles órdenes.

-Y no me gusta -contestó Philip-. No en lo que respecta a mi condición personal. Pero esto es diferente. Estamos trabajando con algo fundamental. A fin de implantar la civilización y la salud, uno debe dar órdenes y hacerlas cumplir a la fuerza.

Raymond suspiró.

-¿Y los deportes? -preguntó suavemente-. ¿Debo suponer que ya no son importantes bajo el nuevo régimen?

Philip sonrió.

-Si quiere incurrir en el sarcasmo, ahórrese el esfuerzo -replicó-. Porque, desde luego, no tengo intención de abandonar el programa. Los nativos necesitan expandir su agresión. Y tal como dije antes, abrazarán lo nuevo más voluntariosamente. Ya lo están haciendo.

-¿Ahora?

-Sí. Impartí instrucciones a los del pueblo. Están construyendo un campo de fútbol.

-¿De fútbol?

-Por supuesto. Tendría que haber pensado en ello antes, en vez de ese asunto enfermizo del boxeo. El fútbol es un deporte natural. Exige la participación de conjunto y permite canalizar la actividad de un número mayor de nativos. Constituye la sublimación ideal: el hecho de que un grupo de gente fornida tome parte en un deporte canaliza también los instintos emocionales de los espectadores. Organizaré los equipos y los adiestraré. A su modo, me seguirán. Unas cuantas sesiones y pases de cabeza, un poco de táctica moderna y ya verá cómo resulta. Para mañana espero que levanten las porterías.

-Por favor, está usted cometiendo una equivocación. No puedo quedarme aquí viendo cómo hace usted estas cosas.

-No es necesario que sea así -rió Philip de nuevo-. Evitaré que esté usted por allí para ver los resultados. La nave parte dentro de tres días -se giró-. Bien, no le entretengo más. Me imagino que tendrá que hacerse el equipaje.

Raymond no quería hacerlo pero lo hizo. Durante los dos días siguientes no vio a Philip. Si estaba organizando y entrenando a sus equipos, no hubo señal de ello.

Raymond no hizo el menor esfuerzo por visitar la torga ni por inspeccionar el campo de juego que se abría tras ella. Hizo su equipaje y se tomó increíbles raciones de Aspergin.

La noche anterior al día de partida, Raymond, repentinamente, se sintió muy viejo, muy cansado. Se echóo atrás en la silla, juntando las manos sobre su abultado vientre.

El Yorl le encontró así.

-Buenas noches, administrador. ¿Va a venir ahora?

-¿Adónde?

-A ver el partido.

-¿El partido? ¿Quieres decir que vais a jugar al futbol ya?

-Sí. Partido de fútbol ahora. En su honor.

-De acuerdo. Pero sólo un ratito.

Raymond se levantó, luchando contra la fatiga y los adormecedores efectos del Aspergin. No quería ir, pero era la última noche y los Yorls podrían molestarse. En realidad, eran como niños, siempre querían compartir sus placeres con él.

Quizá fuera una buena idea. Dar crédito a la evidencia. Si Philip ya podía organizar un partido de fútbol, al cabo de tres días, merecía algún reconocimiento.

Los Yorls habían encendido antorchas de fuel-oil en torno al campo de juego y las llamas iluminaban la escena. Los tambores sonaban con alegre excitación y la azulada concurrencia cabriolaba con frenético entusiasmo, mientras varios caudillos de segunda fila agitaban lanzas en una versión Yorla de la animación.

Los dos equipos estaban ya en el campo, enfrascados en furiosa camorra. No había compulsión en sus movimientos, como tampoco el menor vestigio de contención entre los espectadores.

Raymond suspiró. Philip había obrado correctamente y él había estado equivocado. La evidencia que se mostraba ante sus ojos constituía la prueba final. Una vez más, el juego sustituía lo real y los Yorls consentían en ello, al igual que los humanos. A partir de ahora, el resto sería fácil. En cinco años, Philip les tendría a todos trabajando en las minas y pagando impuestos. Se transformarían en una comunidad civilizada, con cárceles, orfanatos y asilos.

De algún modo, nunca había creído que pudiera dar resultado de esta forma.

Un jugador de uno de los dos equipos estaba preparándose para dar un punterazo al balón. Raymond intentó localizar a Philip en el campo. Sin duda estaba actuando de árbitro.

Raymond revisó el campo a la luz de las antorchas, pero no pudo verlo. Todo cuanto podía divisar era la pelota, que ahora se colaba en una portería. Y la multitud aulló.

La multitud aulló y Raymond suspiró de nuevo. Se dio la vuelta y cogió el camino de regreso al edificio de la Administración. Estaba cansado, pero tendría que deshacer el equipaje, y también escribir un informe a Interplán, dando cuenta de que él había estado en lo cierto y no Philip. Tendría que explicar que el progreso no llegaría a Yorla. No comprendían nada de sublimación ni de entendérselas con objetos inservibles. Jugarían al fútbol, sí, pero sólo por trofeos auténticos, como el que había visto penetrando por entre los postes de la portería.

La cabeza de Philip…

 

FIN

 


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