No sé cómo me refugié en aquel café, una
tarde de lluvia en la que los propósitos más optimistas se hubiesen licuado,
como el barrillo que se precipitaba por las alcantarillas de Madrid. Pero aquel
establecimiento me sedujo mucho más que las luces de neón de la moderna
cafetería americana de enfrente.
El café en cuestión era uno de los
fósiles vivientes que aún es posible encontrar en ciertos rincones del Madrid
antiguo. Fauna a extinguir por la asepsia de esos establecimientos en donde nos
es posible alternar, en condiciones de rigurosa asepsia, los encantos de un
sandwich de jamón y queso con las sonrisas de las camareras. Pero aquella tarde
yo preferí retrotraerme a otras épocas.
El café se hallaba a media penumbra. Los
sofás, de cuero auténtico, se hallaban, en gran parte, ajados, cuando no
hendidos por la furia salvaje de algún sádico. En lugares poco visibles se
adivinaban parejas de novios que se hacían clandestinamente el amor. Pero la
inmensa mayoría de los parroquianos eran viejos, terriblemente viejos, y no
parecían preocuparse ni mucho ni poco de hacer imperar en aquel sitio las
normas del puritanismo. Parecían esas extrañas salamandras cavernícolas que se
quedan inmóviles cuando un rayo de sol, osando entrar por una rendija de la
cueva, acaricia sus pellejos descoloridos. Me miraban, en efecto, con ojos
inexpresivos, y su mirada era como ese pegamento que se adhiere a nuestra piel,
con un contacto viscoso, sin que podamos desprenderlo.
Ya me iba, pues, a levantar de nuevo para
precipitarme bajo el diluvio hacia la cafetería de enfrente, cuando una figura
surgió de uno de los rincones de aquel antro y se plantó delante de mí. Era el
camarero. Pude distinguir apenas a la luz de una bombilla mortecina sus rasgos
amojamados, como los de la momia de Rhamsés II, y su servilleta raída, cubierta
de manchas de grasa. No me dirigió siquiera la palabra. Su actitud era en sí
mismo una interrogante. Pedí, pues, un café con leche con el firme propósito de
escaparme apenas hubiese concluido de pagar, pero la cortesía me obligaba a
permanecer en mi desvencijado sofá, con esas miradas nauseabundas clavadas en
mis ojos y respirando el olor acre de la humedad y del tabaco, en una extraña
mixtura de erotismo y de cochambre, como en un burdel barato.
El camarero-momia se acercó a mí, tras
una larga espera. Absorbí rápidamente aquel brebaje infecto que sabía a
cacahuetes y me dispuse a pagar el importe de la consumición, más una generosa
propina (las «honras fúnebres», pensé en mi magín, vanagloriándome de mi propio
ingenio). Pero de repente una voz que se rompía como un vaso de cristal de
Florencia, destacó sobre el cuchicheo lúbrico y las risitas sofocadas de las
parejas de novios. Era mi vecino de mesa que se dirigía a mí.
-¿Tiene usted mucha prisa? -me espetó un
anciano de aspecto más agradable que los demás, pero de edad indefinible. Pude
captar como una especie de sonrisa que se transparentaba, sin hacer relieve, en
las comisuras de los labios.
-Sí, se me va a hacer tarde -contesté
algo molesto por esta intromisión en mi vida privada.
-A ustedes, los jóvenes, no les importa
coger una pulmonía con tal de llegar pronto a todos los sitios -comentó, para
señalar rápidamente un libro que yo iba a recoger en ese momento de mi mesa y
que, para huir de la atmósfera tétrica que me rodeaba, había estado ojeando
hasta ese momento.
»También yo soy un especialista en
filosofía hindú -añadió inclinándose hacia mí.
(Porque, efectivamente, aquél era un
libro que acababa de comprar en una librería de lance en mi deseo de ampliar
mis conocimientos sobre las técnicas soteriológicas de ese pueblo maravilloso
que es el indio; como buen occidental me había dejado seducir por los
Upanishadas y por la sabiduría del Hinayana).
Buscaba, como un poseso, algo que pudiera
eliminar mi ignorancia en esta selva oscura en que me hallaba perdido. Por eso
decidí permanecer en aquel café-espelunca, a riesgo de convertirme en un fósil
viviente más. Iniciamos, pues, una larga conversación que me sirvió para
comprender hasta qué punto aquel hombre extraño poseía mejor que mis maestros
«oficiales» la sabiduría de la India. Era imposible de comprender cómo un
individuo, que parecía ser contemporáneo de los Aqueménidas o de los faraones
Saítas, pudiese retener tal número de datos y tal erudición. Yo permanecía
silencioso y sólo de vez en cuando, con un comentario o con una pregunta,
reavivaba los rescoldos de aquella hoguera de sapiencia.
Hablamos sobre todo de las relaciones
entre el cuerpo y el alma, que como médico psicólogo me interesaban
especialmente. Nos referimos a las técnicas yoguis y a la escuela samkhya yoga:
-Sí -decía aquel anciano que antes me
había parecido repugnante y que ahora me causaba admiración-, ustedes, los que
ahora hacen preparativos para llegar a la Luna, han olvidado los secretos de
esos viajes maravillosos que hicieron los ascetas hindúes hace ya muchos
siglos. Ellos recorrieron todos los planetas sin salir de este microcosmos que
es el alma humana. Es más, con su mente desprovista de masa de inercia llegaron
mucho más lejos que los cohetes teledirigidos. Más de un rishi se paseó, a
caballo de su espíritu puro, de su purusha, sobre las escarpadas colinas del
circo de Copérnico o a la sombra de los farallones de Tycho Brahe. Y mucho
antes que el Mariner IV, percibieron las llanuras desoladas del gran Syrte
marciano. Pero no les interesaba el dominio del mundo físico, sino lo que está
más próximo y al mismo tiempo más lejos de nosotros: nosotros mismos. Habrían
sido inmortales si no hubiesen preferido la Gran Iluminación, la Gran Muerte
que supone la suprema bienaventuranza en el todo. Pero aún así, la smirti nos
habla de ascetas que vivieron varios milenios, libres de enfermedades y de las
miserias de la carne.
-Pero esto no es más que leyenda -objeté
yo-. La muerte es como una sentencia que se halla esculpida en los libros
sibilinos de nuestros cromosomas. Si pudiéramos leerlos podríamos predecir la
fecha exacta de nuestra extinción, salvo que una causa externa (una infección
muy virulenta, un accidente) adelantara nuestra última hora. Son, en realidad,
las paredes de nuestras arteriolas y capilares las que nos condenan a morir.
¡Si consiguiésemos renovar como en una instalación eléctrica esos hilillos que
transmiten el oxígeno y los elementos vitales a todas las células de nuestros
tejidos! Pero ésta es una tarea imposible por ahora: todo lo más se han
conseguido implantar injertos de aorta. No creo, pues, que toda la fuerza
mental del mundo pudiera remover el depósito de colesterol y de sales cálcicas
que van obstruyendo inexorablemente nuestro aparato circulatorio…
Pero me interrumpí porque no fue mi
vista, sino ese sexto sentido que todos poseemos el que me advirtió que mi
interlocutor se estaba riendo de mí. Era una risa mental y cargada de
compasión: la de un hombre presenciando los vanos esfuerzos de una hormiga para
introducir un grano de maíz en un agujero demasiado pequeño.
-Ustedes -y en este «ustedes» sonaba algo
especial que me hizo estremecer- se muestran escépticos acerca de las
posibilidades de acción del espíritu sobre el cuerpo… Es más, ni siquiera creen
que exista algo distinto a la materia. ¡Y lo curioso es que aun este dominio
progresivo sobre el mundo inorgánico lo deben precisamente a la existencia y a
la supremacía de ese principio inmaterial! Es como si un campeón de
levantamiento de pesos negara la existencia de las fibras musculares… Pero ya
es demasiado tarde, y como me ha caído usted simpático quisiera que dejásemos
esta conversación para otro día… ¿Qué le parece mañana a las siete de la tarde
en mi casa?
Pensaba asistir a esa misma hora a un
concierto, pero acepté gustoso la invitación de aquel hombre singular que me
tendió una tarjeta amarillenta y muy arrugada. Yo le tendí la mía, que enfundó
en una especie de portafolios descolorido y despellejado. Luego, salimos juntos
y nos despedimos bajo el aguacero que nos calaba hasta los huesos. Las luces de
la cafetería americana, que parpadeaban el nombre de un Estado de la Unión, me
devolvieron a la realidad. Pero aquello no había sido un sueño y por eso me afiancé
en mi propósito de acudir a la cita del día siguiente.
Subí por las escaleras que parecían iban
a derrumbarse a cada instante bajo mis pasos. El portal estaba muy mal
iluminado, y como no llevaba cerillas en el bolsillo (no soy fumador) tuve que
tantear la barandilla para alcanzar el segundo piso, en donde vivía el anciano
con el que había estado conversando la tarde anterior. Recuerdo todavía aquella
ascensión a la casa de Rodríguez (así se llamaba el anciano) como una pesadilla
salpicada con las expresiones obscenas de los grafitos pintarrajeados sobre las
paredes, y que la luz trémula de las bombillas de los rellanos hacía resaltar
como cicatrices lechosas.
Llamé con los nudillos a la puerta (el
timbre no funcionaba) y Rodríguez apareció envuelto en una casaca grotesca.
Encendió las luces del pasillo, y bajo los rayos de la luz eléctrica parecieron
iniciar un retroceso, como si se tratase de insectos noctívagos, unos muebles
antiquísimos, o, mejor dicho, unos cadáveres de muebles que se hallaban
esparcidos por doquier. Todos ellos debían de tener más de un siglo de
existencia, aunque pertenecían a diversos estilos: Luis XV, Luis XVI, y algunos
más modernos de corte isabelino. Pero todos ellos yacían deshilachados,
cubiertos de mugre cuando no destripados y dejando ver impúdicamente sus
entrañas de algodón o de borra. Rodríguez parecía también un clown bajo el
flash descarado de las bombillas eléctricas.
¿Cuántos años tendría aquel hombre? Era
una pregunta que me había estado formulando a partir de nuestro primer
encuentro. Y lo que es más curioso: aquella noche había soñado que aquel hombre
avanzaba hacia mí con el rostro desfigurado por la podredumbre. Me había
despertado entonces sobresaltado y no pude conciliar el sueño el resto de la
noche. Pero aquella nueva amistad me atraía como un precipicio, y no me hubiese
perdonado a mí mismo el retroceder como un cobarde, una vez dado el primer
paso.
Disimulé, pues, mis terrores lo mejor que
pude, y pronto la erudición de Rodríguez me hizo pasar del plano afectivo al
intelectual, en donde todas las angustias desaparecen. Seguimos, pues,
charlando sobre los mismos temas que nos habíamos planteado el día anterior, y
al terminar hicimos un recorrido por aquel piso antiquísimo que rezumaba
humedad por sus cuatro costados. Aquellos cuadros, aquellos muebles y todos los
objetos que me enseñaba habían pertenecido a sus antepasados, me aclaró
Rodríguez. Me deleité entonces ante algunos lienzos firmados por pintores de
segunda o de tercera fila que habían vivido en el XVIII o en el XIX. Me llevó
incluso con aire triunfal a una habitación presidida por un gigantesco cuadro
de Tiépolo y atestada de muebles rococós tapizados en seda e hilo de oro. Allí
había también kimonos filipinos, y contrastando bruscamente con ellos, jarrones
del Buen Retiro y de Sèvres.
Pero fue, sobre todo, un detalle el que
más me llamó la atención haciendo reavivar en mí la pesadilla de la noche
anterior: un retrato de uno de los antepasados de Rodríguez. En efecto, a pesar
de su peluca y de su levita dieciochesca, aquel hombre presentaba las mismas
facciones que las de mi anfitrión. Ni siquiera la ley del atavismo formulada
por Darwin hubiese podido explicar esa sorprendente coincidencia. Pero disimulé
mi estupor con la máscara de una admiración de índole estética.
-Perdone que me despida ahora de usted -me
dijo Rodríguez-. Me esperan en otro sitio.
Y efectivamente, volví a descender por
aquellas escaleras dantescas, y pronto la compañía de los transeúntes y el
rumor del tráfico me devolvieron a la realidad.
Aquella misma noche tenía yo una cita con
cierto colega extranjero. Habíamos quedado citados en el bar del Hotel X.
Acudí, pues, puntual a la cita. Mi colega aún no había llegado.
El bar americano estaba abarrotado de
extranjeros, pero se podía distinguir algún que otro español hablando en la
lengua de Cervantes en medio de aquella Babel. En realidad, había más españolas
que españoles: prostitutas elegantes que habían acudido a la caza del dólar. Yo
debía de tener un aspecto demasiado celtibérico, porque ninguna de ellas se
dignó fijar sus ojos en mí. Tampoco lo deploré, porque tengo los suficientes
años para no sufrir el cosquilleo del erotismo juvenil y tampoco he alcanzado
esa fase de la menopausia masculina en la que muchos compañeros míos de sexo
comienzan a hipercompensar un sentimiento de minusvalía creciente.
Pero lo que me turbó, hasta tal punto que
me hizo dar un respingo sobre el confortable butacón forrado en skai en el que
me hallaba sentado, fue el distinguir a un hombre de unos 30 a 40 años que
bebía un whisky en el otro extremo de la barra en compañía de una muchacha
generosamente escotada. No olvidaré nunca la expresión facial de aquel hombre
cuando su mirada tropezó casualmente con la mía. Fue un gesto de asombro, como
si le hubiera sorprendido cometiendo una mala acción. Es claro que a mí no me
importaba que aquel señor desconocido acompañara a una señorita poco virtuosa.
Mas había un detalle que inmediatamente capté y que explicaba perfectamente la
sorpresa de ese individuo: se parecía extraordinariamente a Rodríguez, sólo que
con cincuenta años menos (y quien dice cincuenta dice cien, o la cifra que
usted quiera, con tal de ser superior al medio siglo). ¿Sería un hijo o un
nieto de Rodríguez? Pero entonces resultaba imposible el explicar el porqué se
había sorprendido de mi presencia, cuando lo más lógico era suponer que
desconocía las relaciones que existían entre su padre, o su abuelo, y yo. En
ese momento llegó, sin embargo, el profesor C y en seguida pasamos a la
parrilla del hotel X para cenar y, de paso, conversar sobre una serie de
asuntos, ya que a la mañana siguiente él debía partir en avión para Roma.
Pero apenas habíamos consumido los
postres cuando incidimos insensiblemente en el tema que había estado
obsesionando mi mente desde hacía algo más de veinticuatro horas: el de la
posibilidad de influir el espíritu sobre el cuerpo, hasta el punto de anular
los procesos de deterioro involutivo, de conseguir que nuestros tejidos
permanecieran en un estado de perpetua juventud.
El profesor C se mostraba escéptico en
este terreno, lo mismo que yo. Pero de todas formas, nos detuvimos a considerar
las posibilidades que ofrecían las técnicas yoguis y, dentro de nuestra
civilización occidental, el tan desprestigiado método de Coué.
-Es obvio que, como afirmaba el doctor
Alexis Carrell -decía el profesor-, aún nos queda mucho por descubrir dentro de
nosotros mismos. El hombre posee energías insospechadas, como lo han demostrado
Rhine y otros muchos. Algunos autores de ciencia-ficción, como Lovecraft, y
anteriormente Lord Dunsany, han dado la razón a los jains y a los pitagóricos
que afirmaban que el alma estaba encerrada como en un sepulcro: nuestro cuerpo.
-Pero no creo que las facultades psi, o
como quieran llamarlas, puedan proporcionar al hombre la tan ansiada
inmortalidad, depositada en esa planta mágica que intentó arrematar Gilgamesh -comenté
yo.
-Y, sin embargo, ciertos protozoos son
prácticamente inmortales. Los biólogos han demostrado que cada equis tiempo se
remozan, mediante un proceso de conjunción de carioplasmas, con otros miembros
de la misma especie. Es más, al dividirse ininterrumpidamente consiguen algo
así como una «inmortalidad genérica», a no ser que intervengan factores
externos (el calor, ciertos reactivos químicos, los rayos X) que los destruyan.
Continuamos hablando ininterrumpidamente
hasta la una de la madrugada. Sólo cuando los camareros nos advirtieron
cortésmente que iban a apagar la luz del vestíbulo, volvimos a pisar en el
mundo. Le deseé, pues, un feliz viaje al profesor C, y me dispuse a dirigirme a
la próxima parada de taxis para llegar a mi domicilio.
Avanzaba bajo los árboles del paseo de la
Castellana, mientras ráfagas de aire helado me cortaban con sus cuchillas el
rostro, cuando pude ver a un individuo que, tambaleándose, se disponía a cruzar
el paso de peatones. El cruce estaba abierto para los automóviles, pero no fue
eso lo que más me llamó la atención, sino que aquel individuo era,
precisamente, el que unas horas antes había visto en el bar del Hotel X, a
pocos metros de allí.
No me dio tiempo, sin embargo, a más
reflexiones, porque en ese momento un veloz Chevrolet se lanzó sobre el
imprudente. Chirriaron los frenos y el coche giró sobre sí mismo, llevándose
por delante al peatón. Corrí rápido a prestar los primeros auxilios. El
conductor del coche y yo habíamos sido los únicos testigos del atropello. Aquel
norteamericano que, como no era menos de esperar en aquella hora nocturna,
apestaba a ginebra, parecía un buen muchacho, y por eso me rogó que le ayudase
a llevar al herido al hospital de la base de Torrejón de Ardoz.
No llevaba ningún instrumento médico, y
además, mis conocimientos de cirugía o de clínica de urgencia se limitan a los
que aprendí en la Facultad, pero aun así me di cuenta, mientras nos
deslizábamos por la autopista de Barajas, que el herido acababa de fallecer.
Así se lo iba a advertir al «boy», cuando presencié algo que me puso los
cabellos de punta: los rasgos de la víctima comenzaban a deformarse
rápidamente, como en una pesadilla o en un trucaje cinematográfico. Y, cosa que
todavía me hace estremecer de horror cuando lo recuerdo, en breves instantes
aquel individuo joven se había convertido en un hombre de edad indefinible: el
señor Rodríguez. Más aún, unos dos minutos después sólo quedaba sobre mis
rodillas y el asiento trasero del automóvil unos huesos negruzcos y un polvo
acre que el aire que entraba por las ventanillas iba esparciendo como una
estela macabra detrás de nosotros.
A duras penas conseguí que el
norteamericano dejase de pisar el acelerador para mirar hacia atrás y encender
la luz. De haber vuelto la cabeza en plena marcha, yo no estaría escribiendo en
estos momentos estas líneas, porque jamás he visto una expresión de pánico más
marcada en ninguna persona, ni siquiera en los esquizofrénicos cuando se
sienten asaltados por una alucinación terrorífica.
El resto de la historia figura en los
archivos de la policía. Creo que el «boy» dejó abandonado el automóvil en la
carretera para emprender una veloz huida hacia la base aérea, en cuya entrada
le detuvieron los centinelas para esposarle con todo género de precauciones. En
cuanto a mí, tuve que explicar el asunto a las autoridades españolas, que no
creyeron una sola palabra de cuanto les dije. Por supuesto, no ha sido mi buena
reputación ni la falta de pruebas lo que me ha librado de una condena por homicidio:
nadie me podría haber acusado de dar muerte a un hombre que, según los
forenses, había fallecido doscientos años antes.
FIN
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