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viernes, mayo 03, 2024

CUERPO Y ALMA Alfonso Álvarez Villar

 


 

No sé cómo me refugié en aquel café, una tarde de lluvia en la que los propósitos más optimistas se hubiesen licuado, como el barrillo que se precipitaba por las alcantarillas de Madrid. Pero aquel establecimiento me sedujo mucho más que las luces de neón de la moderna cafetería americana de enfrente.

El café en cuestión era uno de los fósiles vivientes que aún es posible encontrar en ciertos rincones del Madrid antiguo. Fauna a extinguir por la asepsia de esos establecimientos en donde nos es posible alternar, en condiciones de rigurosa asepsia, los encantos de un sandwich de jamón y queso con las sonrisas de las camareras. Pero aquella tarde yo preferí retrotraerme a otras épocas.

El café se hallaba a media penumbra. Los sofás, de cuero auténtico, se hallaban, en gran parte, ajados, cuando no hendidos por la furia salvaje de algún sádico. En lugares poco visibles se adivinaban parejas de novios que se hacían clandestinamente el amor. Pero la inmensa mayoría de los parroquianos eran viejos, terriblemente viejos, y no parecían preocuparse ni mucho ni poco de hacer imperar en aquel sitio las normas del puritanismo. Parecían esas extrañas salamandras cavernícolas que se quedan inmóviles cuando un rayo de sol, osando entrar por una rendija de la cueva, acaricia sus pellejos descoloridos. Me miraban, en efecto, con ojos inexpresivos, y su mirada era como ese pegamento que se adhiere a nuestra piel, con un contacto viscoso, sin que podamos desprenderlo.

Ya me iba, pues, a levantar de nuevo para precipitarme bajo el diluvio hacia la cafetería de enfrente, cuando una figura surgió de uno de los rincones de aquel antro y se plantó delante de mí. Era el camarero. Pude distinguir apenas a la luz de una bombilla mortecina sus rasgos amojamados, como los de la momia de Rhamsés II, y su servilleta raída, cubierta de manchas de grasa. No me dirigió siquiera la palabra. Su actitud era en sí mismo una interrogante. Pedí, pues, un café con leche con el firme propósito de escaparme apenas hubiese concluido de pagar, pero la cortesía me obligaba a permanecer en mi desvencijado sofá, con esas miradas nauseabundas clavadas en mis ojos y respirando el olor acre de la humedad y del tabaco, en una extraña mixtura de erotismo y de cochambre, como en un burdel barato.

El camarero-momia se acercó a mí, tras una larga espera. Absorbí rápidamente aquel brebaje infecto que sabía a cacahuetes y me dispuse a pagar el importe de la consumición, más una generosa propina (las «honras fúnebres», pensé en mi magín, vanagloriándome de mi propio ingenio). Pero de repente una voz que se rompía como un vaso de cristal de Florencia, destacó sobre el cuchicheo lúbrico y las risitas sofocadas de las parejas de novios. Era mi vecino de mesa que se dirigía a mí.

-¿Tiene usted mucha prisa? -me espetó un anciano de aspecto más agradable que los demás, pero de edad indefinible. Pude captar como una especie de sonrisa que se transparentaba, sin hacer relieve, en las comisuras de los labios.

-Sí, se me va a hacer tarde -contesté algo molesto por esta intromisión en mi vida privada.

-A ustedes, los jóvenes, no les importa coger una pulmonía con tal de llegar pronto a todos los sitios -comentó, para señalar rápidamente un libro que yo iba a recoger en ese momento de mi mesa y que, para huir de la atmósfera tétrica que me rodeaba, había estado ojeando hasta ese momento.

»También yo soy un especialista en filosofía hindú -añadió inclinándose hacia mí.

(Porque, efectivamente, aquél era un libro que acababa de comprar en una librería de lance en mi deseo de ampliar mis conocimientos sobre las técnicas soteriológicas de ese pueblo maravilloso que es el indio; como buen occidental me había dejado seducir por los Upanishadas y por la sabiduría del Hinayana).

Buscaba, como un poseso, algo que pudiera eliminar mi ignorancia en esta selva oscura en que me hallaba perdido. Por eso decidí permanecer en aquel café-espelunca, a riesgo de convertirme en un fósil viviente más. Iniciamos, pues, una larga conversación que me sirvió para comprender hasta qué punto aquel hombre extraño poseía mejor que mis maestros «oficiales» la sabiduría de la India. Era imposible de comprender cómo un individuo, que parecía ser contemporáneo de los Aqueménidas o de los faraones Saítas, pudiese retener tal número de datos y tal erudición. Yo permanecía silencioso y sólo de vez en cuando, con un comentario o con una pregunta, reavivaba los rescoldos de aquella hoguera de sapiencia.

Hablamos sobre todo de las relaciones entre el cuerpo y el alma, que como médico psicólogo me interesaban especialmente. Nos referimos a las técnicas yoguis y a la escuela samkhya yoga:

-Sí -decía aquel anciano que antes me había parecido repugnante y que ahora me causaba admiración-, ustedes, los que ahora hacen preparativos para llegar a la Luna, han olvidado los secretos de esos viajes maravillosos que hicieron los ascetas hindúes hace ya muchos siglos. Ellos recorrieron todos los planetas sin salir de este microcosmos que es el alma humana. Es más, con su mente desprovista de masa de inercia llegaron mucho más lejos que los cohetes teledirigidos. Más de un rishi se paseó, a caballo de su espíritu puro, de su purusha, sobre las escarpadas colinas del circo de Copérnico o a la sombra de los farallones de Tycho Brahe. Y mucho antes que el Mariner IV, percibieron las llanuras desoladas del gran Syrte marciano. Pero no les interesaba el dominio del mundo físico, sino lo que está más próximo y al mismo tiempo más lejos de nosotros: nosotros mismos. Habrían sido inmortales si no hubiesen preferido la Gran Iluminación, la Gran Muerte que supone la suprema bienaventuranza en el todo. Pero aún así, la smirti nos habla de ascetas que vivieron varios milenios, libres de enfermedades y de las miserias de la carne.

-Pero esto no es más que leyenda -objeté yo-. La muerte es como una sentencia que se halla esculpida en los libros sibilinos de nuestros cromosomas. Si pudiéramos leerlos podríamos predecir la fecha exacta de nuestra extinción, salvo que una causa externa (una infección muy virulenta, un accidente) adelantara nuestra última hora. Son, en realidad, las paredes de nuestras arteriolas y capilares las que nos condenan a morir. ¡Si consiguiésemos renovar como en una instalación eléctrica esos hilillos que transmiten el oxígeno y los elementos vitales a todas las células de nuestros tejidos! Pero ésta es una tarea imposible por ahora: todo lo más se han conseguido implantar injertos de aorta. No creo, pues, que toda la fuerza mental del mundo pudiera remover el depósito de colesterol y de sales cálcicas que van obstruyendo inexorablemente nuestro aparato circulatorio…

Pero me interrumpí porque no fue mi vista, sino ese sexto sentido que todos poseemos el que me advirtió que mi interlocutor se estaba riendo de mí. Era una risa mental y cargada de compasión: la de un hombre presenciando los vanos esfuerzos de una hormiga para introducir un grano de maíz en un agujero demasiado pequeño.

-Ustedes -y en este «ustedes» sonaba algo especial que me hizo estremecer- se muestran escépticos acerca de las posibilidades de acción del espíritu sobre el cuerpo… Es más, ni siquiera creen que exista algo distinto a la materia. ¡Y lo curioso es que aun este dominio progresivo sobre el mundo inorgánico lo deben precisamente a la existencia y a la supremacía de ese principio inmaterial! Es como si un campeón de levantamiento de pesos negara la existencia de las fibras musculares… Pero ya es demasiado tarde, y como me ha caído usted simpático quisiera que dejásemos esta conversación para otro día… ¿Qué le parece mañana a las siete de la tarde en mi casa?

Pensaba asistir a esa misma hora a un concierto, pero acepté gustoso la invitación de aquel hombre singular que me tendió una tarjeta amarillenta y muy arrugada. Yo le tendí la mía, que enfundó en una especie de portafolios descolorido y despellejado. Luego, salimos juntos y nos despedimos bajo el aguacero que nos calaba hasta los huesos. Las luces de la cafetería americana, que parpadeaban el nombre de un Estado de la Unión, me devolvieron a la realidad. Pero aquello no había sido un sueño y por eso me afiancé en mi propósito de acudir a la cita del día siguiente.

Subí por las escaleras que parecían iban a derrumbarse a cada instante bajo mis pasos. El portal estaba muy mal iluminado, y como no llevaba cerillas en el bolsillo (no soy fumador) tuve que tantear la barandilla para alcanzar el segundo piso, en donde vivía el anciano con el que había estado conversando la tarde anterior. Recuerdo todavía aquella ascensión a la casa de Rodríguez (así se llamaba el anciano) como una pesadilla salpicada con las expresiones obscenas de los grafitos pintarrajeados sobre las paredes, y que la luz trémula de las bombillas de los rellanos hacía resaltar como cicatrices lechosas.

Llamé con los nudillos a la puerta (el timbre no funcionaba) y Rodríguez apareció envuelto en una casaca grotesca. Encendió las luces del pasillo, y bajo los rayos de la luz eléctrica parecieron iniciar un retroceso, como si se tratase de insectos noctívagos, unos muebles antiquísimos, o, mejor dicho, unos cadáveres de muebles que se hallaban esparcidos por doquier. Todos ellos debían de tener más de un siglo de existencia, aunque pertenecían a diversos estilos: Luis XV, Luis XVI, y algunos más modernos de corte isabelino. Pero todos ellos yacían deshilachados, cubiertos de mugre cuando no destripados y dejando ver impúdicamente sus entrañas de algodón o de borra. Rodríguez parecía también un clown bajo el flash descarado de las bombillas eléctricas.

¿Cuántos años tendría aquel hombre? Era una pregunta que me había estado formulando a partir de nuestro primer encuentro. Y lo que es más curioso: aquella noche había soñado que aquel hombre avanzaba hacia mí con el rostro desfigurado por la podredumbre. Me había despertado entonces sobresaltado y no pude conciliar el sueño el resto de la noche. Pero aquella nueva amistad me atraía como un precipicio, y no me hubiese perdonado a mí mismo el retroceder como un cobarde, una vez dado el primer paso.

Disimulé, pues, mis terrores lo mejor que pude, y pronto la erudición de Rodríguez me hizo pasar del plano afectivo al intelectual, en donde todas las angustias desaparecen. Seguimos, pues, charlando sobre los mismos temas que nos habíamos planteado el día anterior, y al terminar hicimos un recorrido por aquel piso antiquísimo que rezumaba humedad por sus cuatro costados. Aquellos cuadros, aquellos muebles y todos los objetos que me enseñaba habían pertenecido a sus antepasados, me aclaró Rodríguez. Me deleité entonces ante algunos lienzos firmados por pintores de segunda o de tercera fila que habían vivido en el XVIII o en el XIX. Me llevó incluso con aire triunfal a una habitación presidida por un gigantesco cuadro de Tiépolo y atestada de muebles rococós tapizados en seda e hilo de oro. Allí había también kimonos filipinos, y contrastando bruscamente con ellos, jarrones del Buen Retiro y de Sèvres.

Pero fue, sobre todo, un detalle el que más me llamó la atención haciendo reavivar en mí la pesadilla de la noche anterior: un retrato de uno de los antepasados de Rodríguez. En efecto, a pesar de su peluca y de su levita dieciochesca, aquel hombre presentaba las mismas facciones que las de mi anfitrión. Ni siquiera la ley del atavismo formulada por Darwin hubiese podido explicar esa sorprendente coincidencia. Pero disimulé mi estupor con la máscara de una admiración de índole estética.

-Perdone que me despida ahora de usted -me dijo Rodríguez-. Me esperan en otro sitio.

Y efectivamente, volví a descender por aquellas escaleras dantescas, y pronto la compañía de los transeúntes y el rumor del tráfico me devolvieron a la realidad.

Aquella misma noche tenía yo una cita con cierto colega extranjero. Habíamos quedado citados en el bar del Hotel X. Acudí, pues, puntual a la cita. Mi colega aún no había llegado.

El bar americano estaba abarrotado de extranjeros, pero se podía distinguir algún que otro español hablando en la lengua de Cervantes en medio de aquella Babel. En realidad, había más españolas que españoles: prostitutas elegantes que habían acudido a la caza del dólar. Yo debía de tener un aspecto demasiado celtibérico, porque ninguna de ellas se dignó fijar sus ojos en mí. Tampoco lo deploré, porque tengo los suficientes años para no sufrir el cosquilleo del erotismo juvenil y tampoco he alcanzado esa fase de la menopausia masculina en la que muchos compañeros míos de sexo comienzan a hipercompensar un sentimiento de minusvalía creciente.

Pero lo que me turbó, hasta tal punto que me hizo dar un respingo sobre el confortable butacón forrado en skai en el que me hallaba sentado, fue el distinguir a un hombre de unos 30 a 40 años que bebía un whisky en el otro extremo de la barra en compañía de una muchacha generosamente escotada. No olvidaré nunca la expresión facial de aquel hombre cuando su mirada tropezó casualmente con la mía. Fue un gesto de asombro, como si le hubiera sorprendido cometiendo una mala acción. Es claro que a mí no me importaba que aquel señor desconocido acompañara a una señorita poco virtuosa. Mas había un detalle que inmediatamente capté y que explicaba perfectamente la sorpresa de ese individuo: se parecía extraordinariamente a Rodríguez, sólo que con cincuenta años menos (y quien dice cincuenta dice cien, o la cifra que usted quiera, con tal de ser superior al medio siglo). ¿Sería un hijo o un nieto de Rodríguez? Pero entonces resultaba imposible el explicar el porqué se había sorprendido de mi presencia, cuando lo más lógico era suponer que desconocía las relaciones que existían entre su padre, o su abuelo, y yo. En ese momento llegó, sin embargo, el profesor C y en seguida pasamos a la parrilla del hotel X para cenar y, de paso, conversar sobre una serie de asuntos, ya que a la mañana siguiente él debía partir en avión para Roma.

Pero apenas habíamos consumido los postres cuando incidimos insensiblemente en el tema que había estado obsesionando mi mente desde hacía algo más de veinticuatro horas: el de la posibilidad de influir el espíritu sobre el cuerpo, hasta el punto de anular los procesos de deterioro involutivo, de conseguir que nuestros tejidos permanecieran en un estado de perpetua juventud.

El profesor C se mostraba escéptico en este terreno, lo mismo que yo. Pero de todas formas, nos detuvimos a considerar las posibilidades que ofrecían las técnicas yoguis y, dentro de nuestra civilización occidental, el tan desprestigiado método de Coué.

-Es obvio que, como afirmaba el doctor Alexis Carrell -decía el profesor-, aún nos queda mucho por descubrir dentro de nosotros mismos. El hombre posee energías insospechadas, como lo han demostrado Rhine y otros muchos. Algunos autores de ciencia-ficción, como Lovecraft, y anteriormente Lord Dunsany, han dado la razón a los jains y a los pitagóricos que afirmaban que el alma estaba encerrada como en un sepulcro: nuestro cuerpo.

-Pero no creo que las facultades psi, o como quieran llamarlas, puedan proporcionar al hombre la tan ansiada inmortalidad, depositada en esa planta mágica que intentó arrematar Gilgamesh -comenté yo.

-Y, sin embargo, ciertos protozoos son prácticamente inmortales. Los biólogos han demostrado que cada equis tiempo se remozan, mediante un proceso de conjunción de carioplasmas, con otros miembros de la misma especie. Es más, al dividirse ininterrumpidamente consiguen algo así como una «inmortalidad genérica», a no ser que intervengan factores externos (el calor, ciertos reactivos químicos, los rayos X) que los destruyan.

Continuamos hablando ininterrumpidamente hasta la una de la madrugada. Sólo cuando los camareros nos advirtieron cortésmente que iban a apagar la luz del vestíbulo, volvimos a pisar en el mundo. Le deseé, pues, un feliz viaje al profesor C, y me dispuse a dirigirme a la próxima parada de taxis para llegar a mi domicilio.

Avanzaba bajo los árboles del paseo de la Castellana, mientras ráfagas de aire helado me cortaban con sus cuchillas el rostro, cuando pude ver a un individuo que, tambaleándose, se disponía a cruzar el paso de peatones. El cruce estaba abierto para los automóviles, pero no fue eso lo que más me llamó la atención, sino que aquel individuo era, precisamente, el que unas horas antes había visto en el bar del Hotel X, a pocos metros de allí.

No me dio tiempo, sin embargo, a más reflexiones, porque en ese momento un veloz Chevrolet se lanzó sobre el imprudente. Chirriaron los frenos y el coche giró sobre sí mismo, llevándose por delante al peatón. Corrí rápido a prestar los primeros auxilios. El conductor del coche y yo habíamos sido los únicos testigos del atropello. Aquel norteamericano que, como no era menos de esperar en aquella hora nocturna, apestaba a ginebra, parecía un buen muchacho, y por eso me rogó que le ayudase a llevar al herido al hospital de la base de Torrejón de Ardoz.

No llevaba ningún instrumento médico, y además, mis conocimientos de cirugía o de clínica de urgencia se limitan a los que aprendí en la Facultad, pero aun así me di cuenta, mientras nos deslizábamos por la autopista de Barajas, que el herido acababa de fallecer. Así se lo iba a advertir al «boy», cuando presencié algo que me puso los cabellos de punta: los rasgos de la víctima comenzaban a deformarse rápidamente, como en una pesadilla o en un trucaje cinematográfico. Y, cosa que todavía me hace estremecer de horror cuando lo recuerdo, en breves instantes aquel individuo joven se había convertido en un hombre de edad indefinible: el señor Rodríguez. Más aún, unos dos minutos después sólo quedaba sobre mis rodillas y el asiento trasero del automóvil unos huesos negruzcos y un polvo acre que el aire que entraba por las ventanillas iba esparciendo como una estela macabra detrás de nosotros.

A duras penas conseguí que el norteamericano dejase de pisar el acelerador para mirar hacia atrás y encender la luz. De haber vuelto la cabeza en plena marcha, yo no estaría escribiendo en estos momentos estas líneas, porque jamás he visto una expresión de pánico más marcada en ninguna persona, ni siquiera en los esquizofrénicos cuando se sienten asaltados por una alucinación terrorífica.

El resto de la historia figura en los archivos de la policía. Creo que el «boy» dejó abandonado el automóvil en la carretera para emprender una veloz huida hacia la base aérea, en cuya entrada le detuvieron los centinelas para esposarle con todo género de precauciones. En cuanto a mí, tuve que explicar el asunto a las autoridades españolas, que no creyeron una sola palabra de cuanto les dije. Por supuesto, no ha sido mi buena reputación ni la falta de pruebas lo que me ha librado de una condena por homicidio: nadie me podría haber acusado de dar muerte a un hombre que, según los forenses, había fallecido doscientos años antes.

 

FIN

 


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