Atrás queda la noche, capturada para siempre por el follaje
impenetrable de la selva. El afluente del cauce principal del Amazonas me
transporta junto con mi cargamento. Desde las jaulas un lamento de graznidos y
chillidos se despiden del que fue su hogar. Sé que el mío no es el oficio más
honorable de todos, pero al menos me alcanza para subsistir.
Las riberas del brazo de agua se abren delante de mi vista; desde el
margen derecho,
el contorno del puerto se eriza de mástiles de veleros pequeños. El
amanecer ahuyenta la danza de constelaciones sobre este hemisferio.
Los obreros del puerto me tratan con un temor supersticioso. La mayoría
tiene sangre indígena, entre ellos circula la idea de que la jungla reclama
tarde o temprano lo que se le ha arrebatado.
Superviso la descarga de mi embarcación: tortugas de porte severo, una
madre tití que aferra con fuerza a su cría bajo su vientre, penachos de plumas
deslumbrantes y los picos amarillos de una pareja de tucanes completan el
desfile de seres cautivos. Un sentimiento de pesar compartido unifica al
contingente de animales. En este punto uno aprende a no pensar demasiado en el
botín más allá de su valor comercial.
Entre el apiñamiento de una de las jaulas de los pájaros tropicales,
uno de ellos llama mi atención. Se trata de un guacamayo macho, se destaca de
entre sus congéneres por algo que no alcanzo a definir. El ave me observa con
la dureza líquida de una tormenta tropical. Tal vez es eso -en contraste con la
mansedumbre resignada de sus compañeros- lo que me atrae.
-Separen este guacamayo para mí -ordeno.
Los cargadores obedecen. Al igual que el presentimiento de una
tempestad inminente, hay una especie de fuerza contenida en la actitud del
guacamayo.
-Tu nombre será Arabay -sentencio.
El intercambio comercial de los pequeños habitantes selváticos termina
con ganancias satisfactorias. Ahora soy el dueño y portador de Arabay, quien
viaja a mi lado en una jaula individual hasta el siguiente poblado, donde él
vivirá conmigo.
Los vientos de la temporada de monzones diluyen el paso del tiempo; el
caserío es una mancha borrosa dentro del verde que lo rodea. Sin poder capturar
más animales a causa del clima, me dedico al adiestramiento de Arabay. Él se
limita a comer y beber sin moverse. Da la impresión de despreciar todos mis
intentos por enseñarle algunas palabras del lenguaje humano e insiste en un
silencio tosco.
En vano trato de ganarme el afecto del ave. Mientras lo alimento lo
insto a aprender a
imitar mi voz para que me pida comida. Arabay picotea con calma las
frutas o semillas; yo debo considerarme con suerte si apenas me mira de reojo
con aire altivo.
Por la frustración de esa tarea (el desprecio genera desprecio),
comienzo a disminuirle sus raciones de agua y comida. Arabay, lejos de chillar
por el trato que le doy, cubre su cabeza con una de sus alas y permanece así
casi a todas horas.
Un par de veces sacudo la jaula para conseguir alguna reacción.
Nada.
Harto del pajarraco, decido embalsamarlo.
-Vas a servir más como adorno que como mascota -lo amenazo con un tono
de insulto. A salvo, de este lado de los perímetros de su prisión, me parece
percibir la mirada torva desde los ojos del papagayo.
Encargo a un chiquillo del poblado al taxidermista. Al día siguiente,
el niño trae la respuesta de parte del embalsamador: vendrá en tres días para
llevarse al animal.
Los síntomas de la malaria se manifiestan. Supongo que es inevitable
enfermarme después de recibir cientos de picaduras durante mis expediciones
furtivas. Hace calor, sin embargo, tirito. Mis carnes se consumen entre
convulsiones. Una brisa de aire filtra al interior como si se empeñara en
hacerme creer que siempre hubo, hay y habrá esta languidez de firmamento azul.
Veo (¿o acaso es un espejismo inducido de la fiebre?) al ave, siempre
reacia a ser mía, entrar en mi casucha a mitad de la noche. Sus garras se posan
sobre la manta que me cubre. Los barrotes de acero de mi lecho me rodean.
El papagayo despliega sus alas verdes, semejantes a lustrosas hojas de
palmeras surcadas por breves trazos rojos y amarillos impertinentes. Mientras
expiro, Arabay me cubre con ellas como si fueran unos párpados emplumados.
Abro los ojos.
Me hallo en una habitación en la que jamás estuve. Y, dentro del
recinto, en uno más pequeño todavía. Los barrotes sí me parecen familiares. Me
resulta desconcertante caber dentro de una jaula. Es una prisión dentro de
otra, contenida en otra más que es mi cuerpo,
con alas en lo que fueron brazos y dos patas en lugar de piernas.
Intento protestar, un graznido sale de mi garganta.
Vislumbro a mi alrededor un tapir que simula olfatear una hierba
inexistente debajo de su hocico. No se mueve en lo absoluto. Próximo al
cuadrúpedo, hay una serpiente enrollada en un pequeño tronco seco que, tan
quieta como el tapir, finge un ascenso por la corteza que jamás se produce. Mis
compañeros han muerto hace quién sabe cuánto tiempo… con su ilusión congelada
de vida en este zoológico cuya perversión sólo puede ser la hechura de manos
humanas.
De espaldas a mí, el taxidermista se afana, preparando sus pinzas,
cuchillos y demás instrumentos de trabajo para él, de tortura para mí. Aleteo
con desesperación, tratando de advertirle a mi verdugo que soy… o solía ser una
persona. Mi plumaje de verdor selvático no lo disuaden. El embalsamador avanza
hacia mí con su inyección letal.
Mi único consuelo es que pronto me veré libre del sufrimiento.
Mis alas, desplegadas; mis patas, fijas en un pedestal de madera. Mis
globos oculares han sido reemplazados por esferas de vidrio. Todavía capto lo
que ocurre sin poder huir.
Contemplo los fragmentos de nocturnidad.
Más allá del ventanal, las fauces podridas de la noche devoran todo el
paisaje de la jungla.
Tomado
de Revista Penumbria
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