Supongo que nunca se enteró de cuán
ansioso esperabas a que cayera la noche sólo para observarla en silencio,
tembloroso y sudoroso a través de su ventana. La oscuridad te daba una ventaja
y no dudaste en aprovecharla. Necesitabas verla, sentir su presencia, pero más
anhelabas su aroma. Ese aroma a menta que flotaba en el ambiente cuando el
sudor de su cuerpo menudo perlaba su piel y provocaba que aquel mechón rebelde
se aferrara a su frente. Deseabas tenerla entre tus brazos para acariciarla,
para hundir tu rostro en su cuello estilizado, tan frágil pero apetecible y
seductor. Tu garganta arde y la sed te invade al recordarla del mismo modo que
tu interior se estremece al ser acechado por la soledad. Esa soledad que se
había esfumado al conocerla a ella. Una simple mortal cuya existencia te
llenaba de paz. Han pasado muchos años y no consigues olvidar el terror que
reflejaba su mirada aquel día. Lo presentiste, tu instinto cazador te había
alertado. Tú lo sabías. Tenías que advertirle, debías ponerla a salvo, pero no
podías simplemente aparecerte frente a ella porque habría enloquecido al verte.
¿Y quién no? Así que interrumpiste sus sueños y le hablaste al oído mientras
dormía. Con cautela, despacio y claro para no dejar lugar a la duda, pero no
lograste que te escuchara. ¡Ella no debía estar ahí! No a esa hora, no ese día,
no esa maldita fecha. ¿Y qué hiciste? Agonizar mientras su vida se extinguía,
escondido por varias horas en el único sitio que te protegía de la luz solar.
Lamentándote porque no pudiste verla cuando abandonó su apartamento aquella
mañana, pendiente de cómo su aroma se desvanecía. ¡No te vayas! Gritaste tan
fuerte como las fuerzas te lo permitieron. Tu piel se erizó cuando su andar se
detuvo, fueron sólo unos segundos, los suficientes para saber que te había
escuchado. Tuviste la certeza de que en ese momento te buscaba; sin embargo, al
no encontrarte, continuó su camino. Un camino que la llevaría hacia un destino
fatal. Los muros del sótano aún conservan las marcas de la furia y la
frustración que te invadieron al no lograr detenerla. No había opciones, lo
único que te quedaba era esperar. Te hiciste un ovillo en el piso cobijado por
la penumbra, con los ojos secos y el alma inundada por lágrimas. Rendido,
arrasado por la nostalgia, seguro de que no volverías a verla.
Justo al mediodía la tierra empezó a
cimbrarse con fuerza. No habías comido hacía días y la debilidad comenzaba a
carcomerte, pero te incorporaste de un salto. Después tuviste que sujetarte
para no caer al tiempo que los muros se tambaleaban y el piso rugía. Ella
estaba lejos de tu alcance, pero podías escucharla implorando por ayuda. Cada
grito lo sentías como mil aguijones que se incrustaban en tu cuerpo sin alma.
Entonces llevabas las manos hacia tu cabeza y tirabas de tu melena furioso. El
desquicio te poseía con cada minuto que pasaba y la fuerza volvía a abandonarte
al escucharla cada vez más agotada. Estaba a punto de darse por vencida y la
tarde, que aun no caía, te mantenía arrinconado.
¡No, no lo hagas! Le pedías sin importar
que tu garganta se desgarrara.
¿Cómo ayudarla?
Tenía sus ojos cerrados cuando al fin
llegaste a su lado; su pecho subía y bajaba lentamente y sus labios amoratados
evidenciaban su débil condición. Su rostro blanquecino por el polvo le daba un
toque angelical y tuviste miedo de tocarla; lo deseabas, pero alguien maldito
como tú no lo merecía. ¿Cómo manchar su esencia celestial? Como un animal
rastrero te escabulliste y te resignaste a acomodarte a su lado, tan cerca como
los escombros te lo permitían. Tanto que podías escuchar aquel silbido que
nacía en su pecho. Algo en tu interior se estrujó al testificar cómo la losa
vencida ocultaba más de la mitad de su cuerpo y le impedía moverse y respirar.
¿Eres tú, estás aquí?, dijo. Su voz se
coló en tus oídos como una hermosa melodía. En un principio pensaste que estaba
delirando, entonces la miraste y notaste que tenía sus ojos fijos en ti.
¿Puedes verme?, quisiste saber. Aquello parecía una locura. Al fin puedo
hacerlo, respondió al tiempo que su mano se elevaba para tocarte. La visión
traspasó tus barreras, deshilachó el miedo y alimentó tu anhelo por tocarla.
Tomaste su mano entre las tuyas y la llevaste hasta tus labios. Ella se
estremeció, abrió sus ojos a tope mientras a ti la sensación te transportaba a
un lugar desconocido. Si no hubieses vendido tu alma hace siglos habrías
pensado que te encontrabas en aquel sitio al que seguramente ya te han negado
el acceso: El Cielo. Por primera vez te arrepentiste de haber preferido la vida
eterna. Si al menos la hubieses conocido antes, cuando aún eras un mortal
hambriento de amor, de sueños y deseos. Ajeno a los placeres mundanos, a la
avaricia y el decoro. ¿Quién eres?, te cuestionó en un hilo de voz. Temblaba.
Entonces apretaste su mano y la llevaste hasta tu pecho. Yo puedo ayudarte,
dijiste. Un murmullo que bien pudo confundirse con un silbido del viento. Quizá
puedes hacerlo, pero mi tiempo se ha agotado y debo aceptarlo, musitó. Por
favor, insististe. Ella sonrió, suspiró y aflojó su agarre.
Te quedaste a su lado varios días, hasta
que las máquinas llegaron al sitio donde su cuerpo reposaba, pensando en que
debiste haber hecho algo más. Seguro de que habrías podido salvarla. ¿Fuiste un
cobarde o debías pagar una deuda con la Muerte? Esa que te había buscado por
tanto tiempo y al no poseerte se había resignado a fastidiarte. ¿Acaso no
tenías derecho a elegir la inmortalidad?
Las horas, los días, los meses y años,
tal vez milenios, pasarán y tú deberás consolarte con su recuerdo, abrazado a
la soledad que te habrá encontrado de nuevo.
FIN
Tomado
de Revista “Penumbria Amorosa”
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