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martes, julio 30, 2024

BAJO LOS ESCOMBROS Vane Aguilar


 


 

Supongo que nunca se enteró de cuán ansioso esperabas a que cayera la noche sólo para observarla en silencio, tembloroso y sudoroso a través de su ventana. La oscuridad te daba una ventaja y no dudaste en aprovecharla. Necesitabas verla, sentir su presencia, pero más anhelabas su aroma. Ese aroma a menta que flotaba en el ambiente cuando el sudor de su cuerpo menudo perlaba su piel y provocaba que aquel mechón rebelde se aferrara a su frente. Deseabas tenerla entre tus brazos para acariciarla, para hundir tu rostro en su cuello estilizado, tan frágil pero apetecible y seductor. Tu garganta arde y la sed te invade al recordarla del mismo modo que tu interior se estremece al ser acechado por la soledad. Esa soledad que se había esfumado al conocerla a ella. Una simple mortal cuya existencia te llenaba de paz. Han pasado muchos años y no consigues olvidar el terror que reflejaba su mirada aquel día. Lo presentiste, tu instinto cazador te había alertado. Tú lo sabías. Tenías que advertirle, debías ponerla a salvo, pero no podías simplemente aparecerte frente a ella porque habría enloquecido al verte. ¿Y quién no? Así que interrumpiste sus sueños y le hablaste al oído mientras dormía. Con cautela, despacio y claro para no dejar lugar a la duda, pero no lograste que te escuchara. ¡Ella no debía estar ahí! No a esa hora, no ese día, no esa maldita fecha. ¿Y qué hiciste? Agonizar mientras su vida se extinguía, escondido por varias horas en el único sitio que te protegía de la luz solar. Lamentándote porque no pudiste verla cuando abandonó su apartamento aquella mañana, pendiente de cómo su aroma se desvanecía. ¡No te vayas! Gritaste tan fuerte como las fuerzas te lo permitieron. Tu piel se erizó cuando su andar se detuvo, fueron sólo unos segundos, los suficientes para saber que te había escuchado. Tuviste la certeza de que en ese momento te buscaba; sin embargo, al no encontrarte, continuó su camino. Un camino que la llevaría hacia un destino fatal. Los muros del sótano aún conservan las marcas de la furia y la frustración que te invadieron al no lograr detenerla. No había opciones, lo único que te quedaba era esperar. Te hiciste un ovillo en el piso cobijado por la penumbra, con los ojos secos y el alma inundada por lágrimas. Rendido, arrasado por la nostalgia, seguro de que no volverías a verla.

Justo al mediodía la tierra empezó a cimbrarse con fuerza. No habías comido hacía días y la debilidad comenzaba a carcomerte, pero te incorporaste de un salto. Después tuviste que sujetarte para no caer al tiempo que los muros se tambaleaban y el piso rugía. Ella estaba lejos de tu alcance, pero podías escucharla implorando por ayuda. Cada grito lo sentías como mil aguijones que se incrustaban en tu cuerpo sin alma. Entonces llevabas las manos hacia tu cabeza y tirabas de tu melena furioso. El desquicio te poseía con cada minuto que pasaba y la fuerza volvía a abandonarte al escucharla cada vez más agotada. Estaba a punto de darse por vencida y la tarde, que aun no caía, te mantenía arrinconado.

¡No, no lo hagas! Le pedías sin importar que tu garganta se desgarrara.

 ¿Cómo ayudarla?

Tenía sus ojos cerrados cuando al fin llegaste a su lado; su pecho subía y bajaba lentamente y sus labios amoratados evidenciaban su débil condición. Su rostro blanquecino por el polvo le daba un toque angelical y tuviste miedo de tocarla; lo deseabas, pero alguien maldito como tú no lo merecía. ¿Cómo manchar su esencia celestial? Como un animal rastrero te escabulliste y te resignaste a acomodarte a su lado, tan cerca como los escombros te lo permitían. Tanto que podías escuchar aquel silbido que nacía en su pecho. Algo en tu interior se estrujó al testificar cómo la losa vencida ocultaba más de la mitad de su cuerpo y le impedía moverse y respirar.

¿Eres tú, estás aquí?, dijo. Su voz se coló en tus oídos como una hermosa melodía. En un principio pensaste que estaba delirando, entonces la miraste y notaste que tenía sus ojos fijos en ti. ¿Puedes verme?, quisiste saber. Aquello parecía una locura. Al fin puedo hacerlo, respondió al tiempo que su mano se elevaba para tocarte. La visión traspasó tus barreras, deshilachó el miedo y alimentó tu anhelo por tocarla. Tomaste su mano entre las tuyas y la llevaste hasta tus labios. Ella se estremeció, abrió sus ojos a tope mientras a ti la sensación te transportaba a un lugar desconocido. Si no hubieses vendido tu alma hace siglos habrías pensado que te encontrabas en aquel sitio al que seguramente ya te han negado el acceso: El Cielo. Por primera vez te arrepentiste de haber preferido la vida eterna. Si al menos la hubieses conocido antes, cuando aún eras un mortal hambriento de amor, de sueños y deseos. Ajeno a los placeres mundanos, a la avaricia y el decoro. ¿Quién eres?, te cuestionó en un hilo de voz. Temblaba. Entonces apretaste su mano y la llevaste hasta tu pecho. Yo puedo ayudarte, dijiste. Un murmullo que bien pudo confundirse con un silbido del viento. Quizá puedes hacerlo, pero mi tiempo se ha agotado y debo aceptarlo, musitó. Por favor, insististe. Ella sonrió, suspiró y aflojó su agarre.

Te quedaste a su lado varios días, hasta que las máquinas llegaron al sitio donde su cuerpo reposaba, pensando en que debiste haber hecho algo más. Seguro de que habrías podido salvarla. ¿Fuiste un cobarde o debías pagar una deuda con la Muerte? Esa que te había buscado por tanto tiempo y al no poseerte se había resignado a fastidiarte. ¿Acaso no tenías derecho a elegir la inmortalidad?

Las horas, los días, los meses y años, tal vez milenios, pasarán y tú deberás consolarte con su recuerdo, abrazado a la soledad que te habrá encontrado de nuevo.

 

FIN

 

Tomado de Revista “Penumbria Amorosa”

 

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