Jorge cerró firmemente la puerta del
búnker. Habían sido traspasados todos los dispositivos de seguridad y la
mansión de sus padres ya no era segura.
Los animales enloquecieron. Se hablaba de
una mutación viral, de armas biológicas, de códigos genéticos vulnerados por
grandes empresas trasnacionales. En las noticias aparecían manadas de lobos
hambrientos que depredaron al que encontraban en la ciudad devastada. Un enorme
toro destrozó un centro comercial, pisoteando a los que buscaban alimentos.
Decenas de elefantes entraron en estampida a los mercados. Dejaron una estela
roja y amorfa a su paso. En pocos días la ciudad quedó sembrada de cadáveres.
Jorge decidió usar su último recurso al
encontrar al Brownie destrozado en la entrada de la casa. Valiente amigo,
siempre en su puesto. Nunca lo dejó solo, aún a costa de su propia vida. Los
ojos opacos del perro confirmaron la pérdida del único ser que realmente lo
amaba. Todos lo abandonaron por sus manías de coleccionista, su afición desde
pequeño a las lecturas oscuras, el interés sobre anatomía y malformaciones
genéticas. Pero no podía quejarse. Corría con mejor suerte que el resto de los
que estaban a merced de esa extraña locura que invadió a cada animal del
planeta.
Usó bien el dinero que su padre le
enviaba puntualmente a cambio de no hacerse presente en su vida. Poseía una
biblioteca notable, comida, enervantes exóticos y un refugio subterráneo
inexpugnable.
Dentro del búnker lo esperaba un lugar
muy parecido a su mente, hermético pero infinito. Ahí se perdían las fronteras,
se podía desplazar como un ser todopoderoso, un dios que anda sobre aguas
cristalinas y silenciosas.
Las luces fluorescentes le dieron la
bienvenida. Se despojó del abrigo conforme se acercaba a la silueta que yacía
en la cama, apenas cubierta su desnudez con una sábana de satín. Lo esperaba
inmóvil, con la cara vuelta hacia arriba y los ojos oscuros, bellísimos,
enmarcados por pestañas rizadas. Le excitaba tanto mirarla indefensa, tan
dispuesta a dejarse hacer. Una erección dolorosa confirmó su condición de
todopoderoso en ese lugar. La arrastró por los cabellos hacia el piso y la giró
sobre su vientre. La embistió una y otra vez, rabioso, lleno de veneno. Algo
crujió bajo su peso, pero no se detuvo. El orgasmo llegó. Imaginó que el último
ser humano era devorado por leones. Al aflojarse sobre el cuerpo de ella notó
que había arrancado un mechón de cabello y que la mano que apresaba el seno
izquierdo estaba llena de líquido viscoso.
Maldita sea, dijo, levantándose y dándole
vuelta.
Ella no había perdido la expresión
cándida. Pero la nariz estaba completamente destrozada y el seno izquierdo se
había vaciado.
La arrojó sobre la cama y la cubrió con
la sábana. Despotricó contra los chinos y sus baratijas de 2000 euros. La
diversión se había arruinado.
Una vez pasada la furia recordó que le
quedaba todo el vodka y LSD que quisiera, al menos por esa noche. Se dirigió al
minibar mientras colocaba el cartoncito alucinógeno bajo su lengua.
De camino a la cama eligió la lectura de
las siguientes horas, acariciando con el dedo índice uno de sus tomos
favoritos.
Sólo las personas con suficiente dinero
poseían un ejemplar del Kitab Al Azif -Rumor de los insectos por la noche-,
antecesor de un libro igualmente oscuro. Con placer anticipado se tendió sobre
la cama y empezó a leer, dando tiempo a que el alucinógeno se disolviera en su
boca.
Al dar vuelta a la quinta página un
zumbido apenas perceptible se instaló a escasos centímetros de su mano
izquierda. Se incorporó bruscamente. Una luminiscencia verdosa rodeaba a un
pequeño ser alado apenas del tamaño de su pulgar. Estiró la mano, fascinado. Lo
invadió una dulce nostalgia. La recordaba. Ese era su cuento favorito para la
hora de ir a dormir. La voz de su madre, sus manos arropándolo y haciéndolo
sentir seguro. El hada se posó sobre su mano. Jorge movía los labios en un
silbido quedo, una canción de cuna.
Entonces el hada verde mostró sus dientes
negros, diminutos en una sonrisa malévola, y mordió con fuerza. El grito de
Jorge rompió el silencio. Una gota de sangre, redonda y brillante, se formó en
el dorso de su mano. Aterrado, la aplastó de un manotazo, mientras saltaba
fuera de la cama. La revelación de aquel recuerdo lo golpeó como al ciego que
recupera la vista.
Pronto se vio frente al cuerpo derrumbado
de su madre, al final de las escaleras, a medio devorar por un enjambre de esos
demonios alados, cuando apenas tenía siete años. Su padre nunca le creyó. El
entierro fue al día siguiente, sin abrir el ataúd. Desde ese día algo se quebró
entre ellos para siempre.
El rumor de insectos aumentó. Una niebla
verdosa trepaba sobre el otro cuerpo, sobre la cama. Un hilo de orina tibia
resbaló entre las piernas de Jorge. Iban a devorarla, como lo hicieron con su
madre.
Los pequeños monstruos le arrancaron
pedazos de silicona, arrebatándole su aspecto humano. Con un alarido, Jorge
levantó el cuerpo y apartó la masa informe a manotazos. La arrastró consigo al
baño y cerró la puerta.
Las criaturas golpearon la puerta desde
afuera, con un zumbido amenazante. Jorge se resguardó en la tina, con el cuerpo
carcomido entre los brazos. Necesitaba limpiarla, limpiarse. Abrió la llave y
un torrente de agua helada empezó a llenar su improbable refugio hasta
anegarlo. Acarició el cabello ralo mientras se sumergía con ella. Los ojos
castaños tiraban de los suyos. Hipnóticos, poseedores de una belleza terrible y
arcaica. Poco a poco Jorge sintió el pecho apretado por un puño invisible. Su
cuerpo se convulsionó, atrapado en un espasmo doloroso y pétreo mientras la
vida se le escapaba. La última visión que tuvo, deformada por el agua, fue la
de un rostro que mutaba constantemente. Una criatura atroz, de colmillos
afilados y un bullir de serpientes coronándola, que tenía la mirada agónica de
su madre.
FIN
Adaptación por Paya Frank Blogger
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