HELAS
Alfonso
Álvarez Villar
Thompson miraba con satisfacción el
estado de las excavaciones arqueológicas en aquel rincón de Creta. Ya habían
aparecido, bajo los picos y los azadones, los primeros vestigios de un palacio
que parecía datar del Minoico reciente. Habían pasado tres meses desde que el
avión le trasladara de la brumosa Cambridge a aquel país soleado.
Era todavía un hombre joven. El ser uno
de los mejores especialistas en historia egea, el que en las revistas y en los
programas de televisión se le llamase con orgullo el sucesor de Sir Arthur
Evans, no le privaba de ser uno de los mejores jugadores de golf, en un país en
que el golf es uno de los hobbies más extendidos. Sólo las entradas en el cuero
cabelludo y algunas arrugas sobre su rostro macizo de anglosajón delataban el
paso de los años.
Thompson había sido llamado por la
Dirección Nacional de Arqueología del Gobierno de Atenas, algunos días después
que un muchacho de los alrededores de Heraklion hubiese aparecido en una tienda
de antigüedades intentando vender un magnífico jarrón, en el que sobre un fondo
negro, como de profundidades marinas, agitaban sus tentáculos varios pulpos de
líneas estilizadas. La noticia de aquel hallazgo se había divulgado
rápidamente, pero las autoridades griegas se habían anticipado a la nube de
depredadores que se disponían a enriquecerse a costa de los turistas.
Quince días después habían comenzado las
excavaciones, bajo la dirección de Thompson, cuando todavía la primavera
mediterránea cubría, como con copos de nieve, los almendros de la isla. Luego,
habían empezado a salir a la superficie docenas de ánforas y de cráteras, de
vasijas y de tinajas decoradas o sin decorar, con el color rojizo de la arcilla
o cubiertas de figuras geométricas o de animales muy esquematizados.
Finalmente, comenzaron a hacerse visibles los muros de una habitación y los
pilares de un vestíbulo. Ahora estaba la cuadrilla de peones cretenses
arrojando en los camiones las últimas paletadas de tierra para dejar limpio el
recinto recién resucitado de las entrañas golosas de aquella diosa tierra que
los antiguos griegos habían adorado. Pero el caluroso verano dejaba una pátina
de sudor en el rostro de los trabajadores y enlentecía sus movimientos.
Un joven obrero se acercó a Thompson que,
sentado en una silla plegable, hacía el inventario de los últimos objetos que
se habían desenterrado: un par de fíbulas y un ejemplar de esa misteriosa hacha
doble que tanto intrigaba a los especialistas en arte Minoico. El muchacho
llevaba en sus manos, como un trofeo o como una pieza de caza recién cobrada,
una magnífica crátera, cuyo barniz negro relucía radiante, alegre de volver a
reflejar los rayos del sol. Después de tomarla en sus manos, Thompson se acercó
con el obrero al lugar en donde acababa de ser hallada. Su cámara fotográfica
emitió un clic, y aquellos terrones de tierra pasaron a la historia de la
arqueología. Luego deslizó sus manos por la crátera, admirando la suavidad de
sus líneas, y complaciéndose en los rosetones que rodeaban, como una banda de
violetas, la boca del recipiente, por donde otros hombres habían bebido el
fuerte vino de Creta, hacía ya tres mil quinientos años.
Miró hacia el mar que, a pocos centenares
de metros de allí, respiraba como una muchacha que duerme la siesta. Miró
también las suaves colinas cubiertas de olivos, y oyó el canto de las cigarras,
a las que Anacreonte había comparado con los dioses. Y entonces tuvo una
sensación extraña, la primera de las que le asaltarían desde entonces.
Aquello duró una fracción de segundo,
pero le dejó paralizado durante unos instantes: es como si él recordara que
había estado bebiendo en alguna ocasión en aquella misma copa, y enfrente de
aquel mismo paisaje. Llegó, incluso, a sentir sobre su garganta el lametazo
dulce y, al mismo tiempo, picante de un licor que parecía vino. Pero pronto se
recobró de su estupor: había leído en no sé qué revista de divulgación
científica algo acerca del «fenómeno del ya visto». Precisamente el día
anterior había estado bebiendo vino del país en el chalet del cónsul británico,
allá en la antigua Candía. Volvió, pues, a las obras, estimulando a los peones
para que terminaran de despejar de tierra y de escombros el área recién
excavada.
Una hora después estaba solo, bajo el
crepúsculo violeta. Una cinta de sangre ceñía, allá a lo lejos, el horizonte
marino. Mañana vendrían más obreros, y pronto el sol de la Hélade doraría de
nuevo un palacio más de la serie descubierta por los arqueólogos de todo el
mundo, bajo el suelo de Creta. Posiblemente, dentro de una semana las
fotografías de los frescos respetados por el zarpazo de los siglos, y de la
cerámica de aquel lugar, eclipsaría a los ya célebres palacios de Cnossos y de
Hefaistos.
Pero ya era tarde y el camino era muy
malo. Por eso, abandonando sus ensueños de gloria, puso en marcha el jeep y
sorteando los baches del camino vecinal y, luego, los de la carretera de
segundo orden, se dirigió a su alojamiento en Heraklion. Una lechuza graznó
sobre su cabeza en los arrabales de la capital. Thompson pensó que era la diosa
Pallas Atenea la que le mandaba un buen presagio.
Llegó al campamento cuando los rayos del
sol comenzaban a dorar las suaves colinas y las matas de jaramillo que se
desperezaban en el amanecer. Como empujado por una especie de fuerza magnética,
saltó desde el pequeño desnivel del terreno al suelo de aquella habitación o
almacén que acababa de ser despejado el día anterior. Pronto sus botas de
suelas tachueladas rechinaron sobre las piedras que formaban el suelo. En una
esquina, la piqueta había desatascado un canal de desagüe. Una mariposa blanca
revoloteaba encima de él. ¡Dios mío, dónde había visto algo parecido; mejor
aún, algo idéntico! Recordó sus visitas a los megarones de Tirinto y a algunas
de las tumbas etruscas, bajo el sol también achicharrante de la Campania. Pero
no se trataba de establecer semejanzas, sino de esa misma vivencia que le había
embargado el día anterior: la de haber vivido «aquello» en alguna otra ocasión,
la de haber paseado sobre esas mismas piedras, la de percibir el chorro de agua
que brotaba de la atarjea. Es más, durante unos instantes creyó distinguir un
hilillo de agua que comenzaba a chorrear por el canal. Pero se frotó los ojos y
aquella ilusión desapareció como por ensalmo.
Las cuadrillas de obreros estaban
aproximándose. Se oía el bronco rugido de los camiones y los gritos de los
peones cretenses, en un dialecto mezcla de turco y de griego que Thompson
apenas comprendía. Dio órdenes a los capataces para que apresuraran las obras,
y en bañador y con la toalla en un brazo se dirigió a la orilla del mar.
Las olas apenas se atrevían a lamer las
arenas grisáceas de la pequeña cala. Parecían jugar peces de oro allá a pocos
metros de la orilla, pero las aguas estaban todavía frías. Con rápida brazada
se deslizó a lo largo de las rocas que formaban el contrafuerte derecho de
aquella piscina natural. Una vela blanca parecía allá a lo lejos una gaviota
gigantesca que se hubiese quedado dormida sobre el mármol azul del Mare
Nostrum, y entonces Thompson tuvo la sensación, que rápidamente desechó, de que
aquella nave era como aquellas otras que había visto pintadas en las muestras
de la cerámica rodia o en los primeros lekitos atenienses; que una unidad de la
poderosa talasocracia minoana se alejaba veloz desde la orilla transportando
panzudas orzas de aceite y pellejos de vino. Sintió aletear sobre su cabeza
toda la gloria de aquella civilización desaparecida. Y se creyó un
representante de aquel imperio, como si la rueda del tiempo hubiese girado
hacia atrás. Efectivamente, aquel mar era el mismo que había acariciado los
pies de los habitantes del palacio que ahora él, Thompson, arqueólogo del siglo
XX, había resucitado de entre los muertos; aquellas rocas eran también las
mismas que entonces habían retumbado con las risas de las doncellas y de los
guardias palaciegos, porque treinta y cinco siglos representan para las rocas y
para las aguas del mar lo que un día en la vida de un hombre.
Pero eran unos ensueños muy extraños.
Bien es cierto que hasta entonces se había asomado con harta frecuencia (porque
a ello le obligaba su profesión de arqueólogo) por el brocal de ese pozo
insondable que es la Historia. Había llegado hasta sus fosas nasales esa
bocanada húmeda y que huele también a líquenes muertos, que brota de las
generaciones pasadas, de los hombres que vivieron y murieron hace varios
milenios. Ahora era algo distinto: algún brazo maligno le había precipitado,
por encima del borde, en las aguas estancadas. Estremecido de terror, nadó,
pues, hacia la orilla con toda la potencia de sus músculos, porque el agua
salobre y amarga del mar le parecía ahora un licor extraño, un vino que hubiese
permanecido durante siglos en un pithon griego sin descomponerse.
Cuando llegó a las obras, la piqueta
había descubierto otro recinto del palacio; el fósil antediluviano iba poco a
poco, hueso por hueso, desnudándose de tierra ante el sol de la Hélade… Con los
últimos fulgores de la tarde, apareció la primera pintura. La arcilla yesosa
había hecho difícil su desvelamiento. Fue Thompson el que, con un fino buril,
tuvo que ir desprendiendo centímetro por centímetro cuadrado. Primero apareció
un fondo de color verdoso, que preludiaba la existencia de posibles figuras humanas
o de animales. Luego apareció una mancha de color negro que pronto se convirtió
en un áspid. Luego, siguiendo el trayecto de lo que parecía una mano que
apretaba al ofidio, Thompson fue extrayendo de un sepulcro de tres mil
quinientos años de antigüedad el contorno de un brazo. Finalmente, tras ímproba
tarea que sólo un especialista como él podía llevar a cabo con éxito, surgió el
rostro de la sacerdotisa. Y una hora después, cuando las nubes ya tenían el
color del cobre oxidado, apareció el torso desnudo, la falda con faralaes, como
la de una bailarina del Sacromonte de Granada y unos pies diminutos que pisaban
un campo de amapolas ya casi destruidas por la humedad y por los agentes
químicos del terreno.
El sudor perlaba la frente de Thompson, y
la delgada camisa de nylon se había adherido al tórax musculoso y velludo. Los
obreros contemplaban en silencio la operación, con un silencio que casi parecía
religioso. Uno de los capataces enfocó con la linterna la figura de la
sacerdotisa y se oyeron algunos gritos de admiración entre los espectadores.
Pero el destello de la linterna, al iluminar el rostro de aquella mujer,
imaginada o real, que había sido inmortalizada hacía ya muchos siglos, hizo que
Thompson volviera a sentir por tercera vez aquella sensación extraña de «ya
visto» que le rondaba desde hacía más de veinticuatro horas.
Esta vez su corazón comenzó a palpitar
con violencia, y tuvo que apoyarse fuertemente en uno de los peones para no
caer al suelo.
-¿Se encuentra usted mal? -le preguntó
uno de los capataces.
-Sí…, ¡es que este maldito calor! -y se
refrescó las fauces con el chorro de vino de una bota que alguien le ofreció…
Aquella noche, desnudo sobre la sábana,
en el confortable hotel de Candía, comenzó a retorcerse víctima de una extraña
pesadilla. Veía en sueños a la sacerdotisa, estrujando el áspid ante una
estatuilla de esteatita que representaba un hacha de doble filo. Delante del
hacha había otra figura de una diosa con un vaso en la mano. Un humo denso
surgía por debajo de la piedra y se perdía por las ventanas de un amplio
recinto. Él estaba arrodillado y a su alrededor había otras muchas personas
cuyos rostros no podía ver. Luego, la sacerdotisa se volvía hacia él, y
haciendo una reverencia gesticulaba de una manera muy extraña. Y entonces oyó
su voz. Sonaba como en una caverna, pero era una voz armoniosa, como la del
aceite cuando se transvasa de un aríbalo a otro. Hablaba en un griego
antiquísimo, todavía más arcaico que el que acababa de descifrar Henry Ventris
en las inscripciones de Cnossos. Sólo pudo entender las palabras «tierra» y
«Gran Madre», «Toro» y «vida eterna». Se trataba, sin duda alguna, de un idioma
litúrgico, porque para todos los pueblos del Planeta este idioma fue siempre
más antiguo que el que rueda de boca en boca entre los profanos.
Y Thompson deseó en sueños a aquella
mujer hermosísima de pechos erguidos y duros que mostraba sin recato, como
todas las mujeres de la era minoana. Mas el vértigo de la voluptuosidad iba
acompañado de un sentimiento de temor y de bochorno: aquella sacerdotisa era
sagrada. Ningún hombre, y menos aún él, que en el sueño figuraba como el
personaje más importante de la ceremonia, podían desear a la intermediaria
entre los hombres y los dioses, a riesgo de sufrir la cólera divina.
Se despertó en un baño de sudor. La luz
del amanecer entraba por la ventana, y el zumbido del acondicionador de aire
parecía el de una abeja cansada. Tomó una pastilla de un gangliopléjico y
procuró desechar de su mente las imágenes de aquel sueño tan extraño que seguía
obsesionándole.
Y lo curioso es que a medida que su jeep
avanzaba por la polvorienta carretera en dirección a las obras, el acoso de
aquellos recuerdos se hacía más insoportable. Porque no se trataba de una
pesadilla corriente: Thompson había vivido aquel sueño con tanta intensidad que
aún le parecía hallarse delante de aquella mujer hermosísima, estremecido a la
vez de pasión y de horror. Y mientras iba acercándose hacia las ruinas, una
palabra cruzó por su mente como un relámpago, hasta tal punto que tuvo que
hacer un rápido viraje para que el jeep no se estrellara contra una encina:
Theia. Sí, la sacerdotisa se llamaba Theia. ¿En qué parte del sueño se había
pronunciado esta palabra? Durante toda la jornada aún siguió esta palabra
mágica brincando como una corza salvaje entre sus pensamientos.
Aquella noche Thompson durmió
plácidamente tras ingerir una fuerte dosis de barbitúricos. A la mañana
siguiente, volvió a la obra con la mente descargada de ideas extrañas. Todo
había sido una consecuencia del exceso de trabajo de aquellos días pasados. ¡No
era necesario acudir a un psiquiatra! Mientras, las faenas de las excavaciones
continuaban a ritmo creciente. Todo un muro había quedado al descubierto, pero
habían desaparecido las pinturas al fresco, casi completamente corroídas por el
lametazo de los siglos. Sólo acá y acullá quedaban restos de un fondo
anaranjado del que se raspó una parte para enviarla al laboratorio. Habían
aparecido también algunas ánforas más, pero desprovistas de todo valor
artístico y arqueológico. Por eso, volvió a zambullirse en las ondas cálidas
del Mediterráneo para pensar como un hombre del siglo XX, un siglo en el que
todo está fijado por leyes físicas inexorables, que no dejan espacio a la
indeterminación o a la sorpresa. Aquella noche se sumergió en un sueño
reparador, sin necesidad de que el tubo de somnífero le cantase su nana
química, y al día siguiente volvió al trabajo.
Aquel día había transcurrido sin novedad
alguna, cuando también a última hora de la tarde el cincel de Thompson volvió a
entrar en acción. Era otro de los muros de los que habían quedado al
descubierto, pero esta vez la pintura aparecía mejor conservada, y el fondo
verde resplandecía a la luz del ocaso con una poceta de agua marina. Pronto
aparecieron unas pinzas de cangrejos, pero Thompson estaba cansado y no quería
continuar la tarea bajo la luz de las linternas. Así que volvió a enfilar su
jeep hacia Heraklion.
Pero aquella noche volvió a sobrecogerle
una nueva pesadilla. Soñaba que veía a unos delfines retozar en la caleta en
donde acostumbraba refrescarse todas las mañanas. Luego los delfines quedaban
inmóviles, como si algún ser maligno los hubiese disecado, y aparecía entonces
el fondo verde-azulado del muro que acababan de descubrir los obreros el día
anterior. Las pinturas formaban como un friso y debajo de ellas se abrían unos
anchos ventanales por donde penetraba el aire yodado del mar. Debajo de los ventanales
había más pinturas: un toro que brincaba sobre la hierba, mientras un muchacho,
cubierto por un taparrabo, se decidía a saltar sobre la cresta del cornúpeta,
de acuerdo a un rito y, al mismo tiempo, un deporte muy practicado entre los
primitivos cretenses.
Aquellos sueños no tenían nada de
terroríficos, pero Thompson se despertó bañado de sudor, porque las imágenes
habían sido tan plásticas como en aquella otra pesadilla, que había sido más
vivida que soñada. Y lo que es peor, al despertarse, volvió a aletear por su
mente el pájaro fantasma de la palabra «Theia».
Bajo los efectos de un gangliopléjico, y
con el firme propósito de acudir a un psiquiatra al día siguiente o aquella
misma tarde, se alejó de Heraklion. Los obreros continuaban limpiando de tierra
y escombros el segundo recinto descubierto. Un tercer muro había aparecido, y
una hora después, otro, con una puerta que comunicaba a una tercera estancia.
Thompson volvió a empuñar el cincel entre
el tumulto fatigoso de los picos y de las palas, que apagaba el rumor del mar y
el chirrido de las cigarras. Mas de repente, el mundo desapareció para él, y al
recobrarse de su desmayo, se vio en los brazos de dos de sus capataces que le
refrescaban el rostro con un chorro de agua.
Le llevaron a la caseta en donde dormía
el vigilante de las obras y le acostaron sobre un duro jergón. Allí recordó lo
sucedido: ¡los delfines, que su pincel había sacado a la luz del sol, no eran
semejantes, sino idénticos a aquellos otros que habían retozado entre las aguas
turbias de sus ensueños! Pero se serenó al pensar que podría tratarse de una
simple coincidencia: no era la primera vez que los pintores cretenses habían
utilizado ese tema. Es más, era probable que debajo de ese fresco aparecieran
los ventanales y luego la escena del muchacho y del toro. Posiblemente, los
artistas de aquel palacio habían imitado a las obras descubiertas en Cnossos,
al otro lado de Candía. Era como si algún historiador del siglo XXX se
extrañase de descubrir, en las ruinas de Kiev, un icono muy parecido a otro
desenterrado a pocas leguas.
Volvió, pues, al trabajo, a pesar de la
resistencia de los capataces y de los obreros. Fueron horas de infatigable
labor, sólo interrumpida para comer un buen trozo de roastbeef frío y una
ensalada. Los peones se acercaban curiosos al muro (la imagen de la sacerdotisa
había sido velada para preservar la pintura de los agentes atmosféricos, y de
otro tipo de gentes menos impersonales que el clima).
Como había previsto Thompson, aparecieron
después los ventanales, cuyos vacíos quedaron pronto libres de la arcilla y,
también como en el sueño, apareció la imagen del toro y del muchacho,
disponiéndose a saltar sobre su grupa. Mientras tanto, una de las cuadrillas de
obreros había cargado en los camiones la capa de tierra que cubría el zócalo
del recinto. Pronto aparecieron en una esquina un baño de piedra, con su
correspondiente canal de desagüe, su emparrillado para calentar el agua y unos
conductos que llegaban hasta una artesa ya medio desaparecida. La sensación de
«ya visto» volvió a hacerse tan intensa que Thompson dejó a medio terminar su
obra, y poniendo en marcha el jeep, pisó el acelerador a fondo con destino a
Heraklion. Más de un murciélago estuvo a punto de chocar con el parabrisas del
coche, y unas nubes de tormenta amagaban lluvia por Occidente. No tardó en
encapotarse el cielo, y el orbayo comenzó a empapar los olivos y los almendros
a derecha e izquierda de la carretera.
Los frenos chirriaron delante de la
puerta del consultorio del doctor Argyll. Subió las escaleras con paso trémulo
y víctima de una taquicardia paroxística que le obligaba a detenerse a cada dos
o tres escalones. Pero el doctor Argyll había salido y no volvería hasta la
mañana siguiente. Thompson volvió al hotel, y tendiéndose sobre su cama, sin
quitarse la ropa, ingirió dos o tres pastillas de somnífero.
¿Dónde había visto aquel baño y aquellos
frescos? Volvió a repetirse una y otra vez que todos aquellos detalles eran muy
parecidos a los que él conocía por sus visitas a los palacios de Creta o de
Grecia. Pero no se trataba de eso. Algo que se revolvía con fuerza dentro de su
espíritu gritaba en contra de todos los dictados de su inteligencia fría de
científico que todo aquello le era tan familiar como el chalet y el jardín de
su casa de Cambridge.
Pronto el derivado del ácido barbitúrico
forzó sus párpados, y entonces tuvo un tercer sueño: volvía a las ruinas,
rápido como una centella. El jeep se había convertido en una biga, y el
ronquido del acondicionador de aire era el golpear de los cascos de los
caballos sobre el polvo del camino, y el giro de las ruedas. Una lluvia fina le
mojaba el rostro, pero el agua fría se trocaba pronto en un chorro de agua
tibia. Veía delante de sí a Theia. Estaban haciéndose el amor en aquel mismo
baño que acababan de excavar los obreros.
Theia reía estrepitosamente mientras le
arrojaba a manos llenas sobre el rostro el agua templada de la artesa. Estaban
los dos desnudos, y él procuraba asirla por un brazo. Nunca había visto mujer
tan hermosa como aquélla. Sus labios eran rojos, como una granada, y había en
todo su cuerpo como una electricidad mágica que le hacía estremecerse cuando la
acariciaba. Hubiese permanecido toda la vida zambulléndose en sus ojos grises,
sin notar el paso del tiempo.
De repente, un gesto de terror
petrificaba las facciones de su amante. Un grueso pedrusco había caído sobre el
agua del baño, levantando un torrente de gotas, y el suelo parecía como si
temblase de pánico. Se oían gritos de pavor, y una parte de la techumbre se
derrumbaba. Theia y él, arropados en sendas túnicas coloreadas de púrpura,
corrían entre las columnas del vestíbulo, en compañía de una muchedumbre que
gritaba histéricamente. Una de las columnas se había derrumbado con un golpe
seco aplastando a un fugitivo, pero a él sólo le interesaba salvar a Theia.
Se lanzó de la cama de un solo brinco.
Todavía estaba medio dormido, pero había creído oír en la calle principal de
Heraklion, donde estaba situado el hotel, un griterío confuso. Pero no. No
había ocurrido ningún terremoto. Sólo a lo lejos se escuchaba el ronroneo de
una gasolinera y la serenata de unos trasnochadores. Bajó a trompicones por la
escalera y entró en el primer bar que encontró abierto. Allí se bebió, uno tras
otro, sin pausa, varios whiskies, hasta caer completamente borracho. Pero a
pesar de su embriaguez siguió soñando, mientras una ambulancia le conducía al
hospital.
Soñó esta vez que estaba sentado en un
ancho trono de piedra, cubierto de pieles. Era aquélla una sala muy ancha, el
Megarón, y una intensa multitud rugía delante de él queriendo abrirse paso
hasta su presencia. Sí, no cabía duda, él era el rey de aquella comarca,
posiblemente de toda Creta. A su lado, y estrechando sus manos entre las suyas,
estaba Theia, pero su rostro había perdido la voluptuosidad y la calma de la
escena del baño, aunque no por eso dejaba de ser bellísimo.
Intentaba calmar a los cortesanos,
contenidos por la guardia real, cuyas hachas de bronce imponían respeto. Él era
el rey y tenía derecho a convertir en reina a quien quisiera. Los dioses no
podían castigar a su pueblo por aquel enlace. No era el responsable del
terremoto que se había producido el día anterior. Pero las turbas le acusaban
de impío y de sacrílego, en un lenguaje que él comprendía perfectamente. Sólo
el contacto de los dedos de Theia le daba fuerzas para rebatir las acusaciones.
Permaneció durante una semana delirando
entre la vida y la muerte, en una de las habitaciones del mejor hospital de
Heraklion hasta que los médicos le dieron de alta. Completamente restablecido,
volvió, pues, a las obras, que no se habían interrumpido un solo momento. La
piqueta había continuado su obra de revelación. Allí le esperaban a Thompson un
gran número de fotógrafos y de periodistas. Pronto aparecieron en los diarios
de todo el mundo las noticias de aquel descubrimiento y el nombre de Thompson circuló
de boca en boca por todos los países civilizados. Llovieron, pues,
felicitaciones y plácemes sobre Thompson, y al cabo de unos días consiguió
olvidar completamente sus pesadillas y sus sensaciones extrañas. No cabía duda:
como afirmaba el psiquiatra que dirigía su tratamiento había padecido una
«neurosis de sobreesfuerzo». Debía, pues, trabajar lo menos posible y delegar
en un ayudante la parte más fatigosa de la redacción del informe.
Rodeado, pues, de una aureola de héroe de
la arqueología, descansaba tranquilamente en una hamaca, dejándose arrullar por
las olas que se deshacían en espuma a sus pies a pocos centenares de metros de
las obras, cuando uno de los capataces llegó jadeando a su lado: la piqueta
había alcanzado un muro que sonaba a hueco. Todos los obreros estaban excitados
en aquellos momentos. Se hablaba de un tesoro fabuloso, como aquel que había
descubierto Schliemann en la necrópolis de Argos. Thompson requirió, pues, la presencia
de la policía, que apareció al cabo de un rato, antes de que el pico comenzase
a abrir una brecha en la pared.
Allí no había tesoros, como había soñado
la imaginación de los obreros, y hasta la del científico Thompson. Fueron dos
esqueletos los que aparecieron. Uno de ellos era el de un hombre, de una
estatura idéntica a la de Thompson; el otro era el de una mujer. Habían sido
emparedados vivos, porque sus manos aún seguían entrelazadas con el furor de la
agonía. Y en ese momento Thompson sintió como si le faltase el aire en sus
pulmones. Intentó respirar y no pudo. Sus bronquios se habían cerrado para
siempre.
El médico forense escribió en el
certificado de defunción: muerto por crisis asmática.
FIN
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