Marcos es el menor de
tres hermanos. Son argentinos, hijos de terratenientes, y durante la
adolescencia pasaban la mayor parte del tiempo arriba de sus caballos. Jugaban
al polo en el equipo de General Balcarce, un pueblo a media hora de Mar del
Plata. Los hermanos también jugaban al Pato, la versión argentina de un
antiquísimo juego asiático en el que los jinetes se disputaban la cabeza de
algún enemigo para cogerla de los pelos y lanzarla más allá de una línea
marcada en la tierra. El Pato, menos bárbaro pero no menos violento, se juega
con una pelota de plástico. Las horas de deporte y riesgo hicieron que los
hermanos desarrollaran un profundo lazo con sus caballos: dos potros negros
para los mayores y una hermosa yegua color chocolate para Marcos. La relación
con los animales era tan fuerte que sus hermanos le decían a Marcos que
terminaría casándose con la yegua. Una noche de verano, borracho de victoria
tras haber ganado el torneo de Pato, Marcos recibió un mensaje: sus hermanos lo
esperaban en las caballerizas para celebrar el triunfo. Marcos corrió hacia los
establos. Imaginaba a la yegua carneada en el piso, las manos de sus hermanos
cubiertas de sangre caliente, pero cuando entró no vio a la muerte, sino su
contrario: de pie sobre un banco de madera que utilizaban las mujeres para
encaramarse a la grupa, su hermano mayor embestía con fuerza a la yegua
chocolate, mientras el otro apartaba las cintas que trenzaban la cola del
animal. Marcos se quedó de pie en la entrada, apretando los puños, y la imagen
de su yegua sodomizada, la tranquilidad con que bajaba la cabeza para comer la
paja que le habían puesto enfrente, fue lo único que se le grabó más adentro
que las risas de sus hermanos.
Julieta estaba embarazada
de nueve meses cuando el niño murió adentro suyo. Tuvo que esperar tres días
recostada en la cama de un hospital público hasta tenerlo por parto normal y
así reducir el riesgo de morir ella misma. Durante ese tiempo, algo distinto le
creció en las entrañas: un sentimiento tan ajeno como el niño muerto que
flotaba en su interior. Desde que tenía memoria había imaginado a su primer
hijo, pero la fantasía no se limitaba al niño, sino que incluía al futuro
marido, la ceremonia del matrimonio y hasta la música que tocarían cuando
entrara a la iglesia del brazo de su padre. Por eso, cuando las manos del
doctor escarbaban dentro de ella, Julieta palideció al constatar que en vez de
dolor sentía placer; un goce tan completo que solo se podía comparar con el
primer orgasmo de su vida. Julieta dejó el hospital dos días después, aunque su
cuerpo aún se creía embarazado: siguió vomitando por las mañanas, y se tenía
que vaciar los pechos con un extractor. Sin embargo, a pesar de los achaques,
creyó distinguir un olor diferente en el ambiente húmedo de Buenos Aires, un
cruce de energías que se congregaban a su alrededor, y que le recordaban el
comienzo de su niñez, los juegos con sus primos sobre el pasto mojado, el mareo
de su cuerpo en completa libertad.
Paula no puede estar
segura de que las cosas hayan ocurrido como cree, incluso sospecha de que se
trata de un recuerdo falso: cuando era niña, su perra dio a luz a su primera
camada de cachorros. Siete pequeños bultos ciegos, algunos con el pelo negro, otros
de color café. A los pocos minutos de haber parido, la perra olfateó a sus
crías, las lamió hasta quitarles los restos de placenta, y luego comenzó a
devorarlas una tras otra, metódicamente, sin hacer caso a las súplicas de
Paula, que veía cómo la perra (su perra, la perra de la familia) masticaba y
tragaba a sus hijos hasta dejar el suelo cubierto de pelo, carne y sangre. Sus
padres le explicaron que los perritos habían nacido enfermos, que la perra lo
había hecho para evitarles el sufrimiento, pero la imagen de su mascota
masticando a las crías lentamente, sin hambre, era algo que Paula no podía
asociar con la compasión. Tuvieron que regalar a la perra. Hasta el día de hoy,
Paula sueña con madres que se comen a sus hijos.
*
Marcos y Julieta se
conocen en un bar de la calle Cabildo. Marcos trabaja como mesero, después de
haber dejado el polo y la hacienda de sus padres para mudarse a la capital.
Julieta pide un café cortado, se lo toma mirando la calle y al salir olvida su
billetera. Marcos la alcanza a dos cuadras. Tres meses después viven juntos en
el departamento de Julieta. A finales de ese mismo año se mudan a Madrid,
escapando de la crisis que atraviesa el país. Marcos sufre de insomnio,
terrores nocturnos y una fobia inexplicable a los fósforos quemados.
Julieta había estudiado
Educación de párvulos, y encuentra trabajo en la guardería de un colegio de
monjas en Madrid. El reglamento del colegio no le permite sacar fotos a sus
alumnos ni a los bebés que cuida por el temor a la pornografía infantil. Ella los
retrata a escondidas con su celular, para mostrárselos a Marcos cuando vuelve a
casa, así que sabe que cualquiera podría hacer lo mismo. A pesar de las
advertencias de Marcos, no puede evitar encariñarse con los niños. Su favorito
se llama Pablo. Julieta sueña con tener una buena foto de los dos, pero para
eso necesita el permiso escrito de los padres. Muchos de los niños son hijos de
políticos de derecha. El colegio queda a dos cuadras de la sede del Partido
Popular.
Después de casi seis
meses desempleado, Marcos consigue trabajo en el Club de Polo de Madrid,
entrenando al equipo suplente. Contacta a los jugadores, organiza los partidos,
y consigue los caballos. A pesar de las continuas insistencias de todos, se
niega a participar en los torneos.
*
Buenas tardes, mi nombre
es Paula Iglesias y su línea ha sido seleccionada para obtener un descuento en
sus llamadas de larga distancia. Al cumplir los dieciocho años, Paula consigue
su primer trabajo en el call center de una compañía telefónica. Pasa seis horas
al día sentada en un cubículo vacío, frente a un reloj que marca la hora de
Madrid. Su objetivo es romper el monopolio de Telefónica en España: vende
paquetes de llamadas, planes de cable y conexiones a Internet, le pagan una
comisión por cada venta. En una hora puede hacer más de doscientos llamados. Si
tiene suerte, hace dos ventas al día. Para soportar el aburrimiento toma ácido,
fuma marihuana o traga pastillas. Le cortan, la insultan, la tratan de ladrona,
de argentina de mierda. A veces se pone a llorar en la mitad de una
conversación.
*
Marcos y Julieta
encuentran un piso en las afueras del barrio Salamanca. Las paredes están
pintadas de verde pistacho, es pequeño y los vecinos se pelean a gritos, pero
queda cerca del metro y por las noches una brisa corre por el departamento y
refresca el calor insoportable de la ciudad. No tienen muchos amigos, solo se
ven con una pareja de peruanos y con un chileno que vive en el piso de abajo.
Les cuesta acostumbrarse al trato violento de los españoles, su falta de
modales, la xenofobia que crece en el país a medida que se llena de
latinoamericanos que escapan de la crisis, y sin embargo tampoco logran
contactarse con los demás argentinos, y se refugian en El Pistacho. Marcos
vuelve del club con el olor de los caballos en el cuerpo. Julieta lo obliga a
hacerle el amor antes de ducharse. Le dice negro, grasa, bestia, y se corre
hasta quedar con el coño adolorido.
Cuando se acaba la visa
de Marcos deciden casarse. Los abuelos de Julieta son italianos, del norte de
Italia, y ella tiene pasaporte comunitario. Acuerdan no contarles a sus padres
—se trata sobre todo de una decisión práctica—, pero Julieta no puede contener
su entusiasmo y organiza una fiesta en el departamento, en la que gasta sus
pocos ahorros. Hay solo un puñado de invitados (los peruanos, el chileno,
algunas compañeras de trabajo de Julieta), y sin embargo la celebración logra
cumplir sus expectativas. El día de la boda, Marcos arrienda un traje y Julieta
pide un vestido prestado. A Marcos nunca le ha parecido más hermosa.
Con el invierno comienzan
los problemas. No tienen dinero suficiente para la calefacción y el frío entra
por las ventanas, se cuela por debajo de las puertas, los persigue por los
pasillos hasta que solo pueden soportarlo acostados juntos en la cama, cubiertos
con toda la ropa que logran ponerse encima. Marcos duerme cada vez menos; sus
gritos despiertan a Julieta, que lo acaricia como a un niño hasta que deja de
gemir. Él no recuerda sus pesadillas, apenas reacciona ante los mimos de su
mujer. Ella le compra pastillas para dormir, remedios homeopáticos recomendados
por su amiga peruana, pero nada surte efecto. Marcos le pide que no se preocupe
tanto; una vez que sale el sol, él es el mismo de siempre, sin miedos, sin
recuerdos.
Gracias al desempeño de
sus jugadores —que no han perdido ningún partido desde que Marcos se hizo cargo
del equipo— le ofrecen entrenar al primer equipo del club. Además de un
aumento, obtiene permiso para utilizar libremente las instalaciones, beneficio
que incluye a su mujer. Marcos y Julieta celebran el comienzo de la primavera
emborrachándose dentro de la piscina. Los lunes de cada semana (día en que el
club cierra para las labores de mantenimiento) hacen el amor en las
caballerizas, en los hoyos más alejados de la cancha de golf, en la parte baja
de la piscina temperada.
Marcos continúa sufriendo
pesadillas. Como no descansa de noche, se queda dormido en el trabajo y las
tareas cotidianas como ir de compras y ayudar con los platos se le vuelven
insoportables. Julieta compensa tomando las riendas de la casa. La infecta un
optimismo que aumenta a medida que conoce a los vecinos del barrio, los chinos
que atienden el local de la esquina, la gitana que le lee la suerte cuando va a
dejar la ropa sucia a la lavandería.
Luego, el alumno
preferido de Julieta tiene un accidente. Pablo se corta un dedo mientras están
haciendo las tarjetas para el Día de la Madre. El corte llega hasta el hueso y
tiene que ser atendido de urgencia. Los padres alegan al colegio, incluso exigen
el despido de Julieta, pero el incidente no pasa a mayores; ella es respetada
por sus colegas y querida por los alumnos. Recibe una reprimenda verbal de la
madre superiora y un dibujo de Pablo en el que los dos aparecen tomados de la
mano, junto a una tijera gigantesca. Cuando lo lleva a casa para mostrárselo a
Marcos, Julieta lo encuentra frente al televisor apagado, completamente
desnudo, intentando cambiar los canales con el control remoto.
*
Marcos ya no duerme. Se
pasa las noches conectado a Internet, acostado delante del televisor. Julieta
encuentra extraños videos en la computadora de su casa, fotos de un hombre con
el pelo rojo y la piel blanca, sin genitales. Se pelea a gritos con su marido,
lo trata de maricón, degenerado, campesino de mierda. Marcos no reacciona,
parece no saber de qué le está hablando. Intenta darle un beso a su mujer, se
viste con la misma ropa que el día anterior y sale hacia el trabajo.
Julieta no alcanza a
llegar al baño: vomita en el pasillo. Se acurruca en el piso, tratando de
controlar los retorcijones que le suben desde el estómago, hasta que la rescata
el ruido del teléfono. Corre a la habitación esperando escuchar la voz de Marcos
al otro lado de la línea y le cuesta reconocer el acento de una compatriota:
Buenos días, mi nombre es Paula Iglesias y su línea ha sido seleccionada para
obtener un descuento en sus llamadas de larga distancia.
El sol de la mañana
termina de despertar a Marcos. El aire llena sus pulmones, el cielo le parece
explotar en llamas. Toma el bus que lo llevará hasta el trabajo en las afueras
de la ciudad, y solo entonces recuerda la escena que acaba de vivir en casa. Llama
a su mujer: no contesta el celular y el teléfono está ocupado. Lo distrae un
niño que acaba de entrar junto a su madre. Viste pantalones cortos y una
camiseta del Barça. Marcos siente que se le nubla la vista, un nudo le crece en
la garganta. El niño tira de la mano de su madre, pero ella está ocupada con
las bolsas de la compra. Marcos trata de sonreírle, pero el niño se esconde
detrás del asiento. Marcos se baja sin saber dónde está.
*
La amistad entre Paula y
Julieta es inmediata. Paula deja de drogarse para ir al call center, gasta sus
horas llamando a Julieta, que se encierra en su pieza al volver del trabajo y
le cuenta su vida a una extraña.
Julieta le habla de la
cicatriz que tiene en la frente. Al nacer se estaba ahorcando con el cordón
umbilical. La sacaron a tirones, y el índice del doctor le hizo una huella
entre las cejas. Solo es visible cuando está enferma o muy cansada. Le cuenta
los problemas que tiene con Marcos: su distanciamiento, el insomnio, las
pesadillas. Confiesa que a veces se duerme con miedo. Como no se han acostado
hace semanas, ella se masturba leyendo el blog de su ex pareja, el padre de su
hijo muerto. Él habla de sexo en plazas públicas, estacionamientos, baños de
discotecas.
Paula le confiesa que
olvida su edad: cuando le preguntan se equivoca en al menos dos años, como si
su vida se hubiera fijado en un punto cercano a los diecisiete. El 28 de abril
celebran juntas el cumpleaños de Paula por teléfono, con una larga conversación
y una botella de vino cada una. A Paula le entristece que ya nadie celebre como
antes, no solo los cumpleaños, dice, sino también la Navidad, el Año Nuevo,
todas las fechas importantes. Le duele el paso del tiempo, dice.
Paula le cuenta a Julieta
sobre David. Se conocieron en el call center. Salían a fumar en los breves
descansos que tenían, a veces se tomaban unas cervezas después del trabajo, a
veces se daban besos, pero nunca se acostaban. David es gringo y está casado, y
cuando Julieta lo conoció su esposa estaba preñada. Durante su último
trimestre, la mujer de David tuvo que irse a vivir con su madre, a Corrientes,
ya que las complicaciones del embarazo la obligaron a guardar reposo. Paula
mudó algunas de sus cosas a la casa de David. Veían partidos de basketball en
la televisión hasta las cuatro de la madrugada, luego Paula regresaba a casa en
colectivo. Al final de ese mes, Paula dejó que David le hiciera el amor. Cuando
acababa, los ojos de David giraban hacia adentro de su cabeza, como si tuviera
un ataque de epilepsia. El muertito, le decía ella. David no respondía. En su
adolescencia había sido un prodigio de las matemáticas, pero después de fallar
las pruebas de ingreso a la universidad, y de pasar una temporada trabajando en
un barco, acabó en Buenos Aires por error, sin papeles ni dinero. Tuvo que
enseñar inglés a los marinos, viviendo con los vagabundos del puerto, hasta
ahorrar suficiente dinero como para alquilar una pieza. David toca el saxo,
canta, y a pesar de que es uno de los mejores vendedores, no logra explicarse
cómo acabó trabajando en el call center.
*
Para Marcos, el olor del
pasto recién cortado está asociado al dolor. Antes de haber montado un caballo,
las peleas con sus hermanos terminaban con su cuerpo cubierto de pasto mojado.
Los entrenamientos de rugby en el colegio acabaron de fijar la imagen en su
cabeza. En el Club de Campo el olor está siempre presente; el rocío se mezcla
con la humedad de la tierra, la bosta de los caballos, el aserrín y la paja de
los establos. Marcos es el primero en llegar al trabajo por la mañana y a veces
vuelve al club después de que cierra. Recorre los pasillos a oscuras, rodeado
por las copas y premios del equipo de polo, y se deja dominar por un ánimo
oscuro, una melancolía cuyo origen no sabe determinar. El pelo de ciertas
mujeres o la lluvia cuando le moja los zapatos tienen el mismo efecto.
Un día sin colores,
Marcos oye ruidos en su cabeza, los chillidos de los niños, los jugadores que
gimen en las canchas de tenis; observa los cuerpos casi desnudos en la piscina
y olvida quién es. Aprovecha la toalla dejada por uno de los socios y se dedica
a mirar a los mozos que atienden la terraza. Toma un diario olvidado a un
costado de su silla. Sonny Graham estaba a punto de morir cuando recibió un
trasplante de corazón. El donante, Harry Cottle, se había suicidado de un tiro
en la cabeza. Después de la operación, Sonny se puso en contacto con la viuda
para agradecerle. Se escribieron cartas durante meses, luego decidieron
conocerse. Dos años después, en 2001, Sonny dejó su trabajo como director del
torneo de golf Heritage, y le compró una casa en Vidalia a la señora Cottle y a
sus cuatro hijos. Se casaron en una pequeña iglesia presbiteriana, en una
ceremonia que incluyó solo a los familiares de Graham. A los doce años de haber
recibido el trasplante, Sonny se suicidó de un escopetazo en la garganta. Sus
amigos no habían detectado ninguna señal de depresión en Sonny; no se quejaba
de su matrimonio ni tenía problemas de salud o de dinero. Marcos cierra el
diario y huye a la tranquilidad de las caballerizas.
Una niña y su madre
pasean por los establos. La niña levanta paja seca del suelo y se la ofrece a
los caballos. Es demasiado pequeña como para alcanzarlos; su madre la toma en
brazos. Cuando el caballo acerca la boca, la niña grita y deja caer la paja al
suelo. La madre ríe, vuelve a levantarla y se repite la misma escena. Escondido
en uno de los establos, Marcos toma un puñado de pasto mojado y lo frota contra
su miembro endurecido. Al acabar, el semen se mezcla con la hierba molida,
formando una pasta verde, espesa.
*
Cuenta Julieta por
teléfono: a los diecinueve años se matriculó en un curso de fotografía. Su
padre le había comprado una cámara y en clases recibió su primer encargo: un
desnudo. Julieta no había visto a muchos hombres sin ropa. Sus hermanos eran
pudorosos y su padre nunca compartió esas intimidades. Su primer novio y
algunas imágenes en el cine eran el único acercamiento que había tenido al
cuerpo masculino. Si cerraba los ojos y trataba de imaginar un pene, la
abstracción era absurda. Conocía las diferentes partes, las había tocado,
recorrido con la lengua y los labios, las había introducido en su boca, culo y
vagina, pero no lograba ver el objeto. Cuando recibió el encargo, Argentina se
preparaba para la visita de un fotógrafo norteamericano conocido por retratar
desnudos masivos. El día del evento, más de siete mil personas se presentaron
en el Obelisco y procedieron a desnudarse, para luego apilarse unos sobre otros
en el pavimento helado. Julieta y una compañera de curso sacaron fotos desde un
balcón, luego bajaron a la calle. Cuando el espectáculo había terminado se les
acercó un tipo. Les preguntó si les quedaba alguna foto. Un par, respondió
Julieta. Preguntó si le podían hacer un retrato. ¿En bolas?, preguntó Julieta.
Fueron a tomar un café.
Después del café, Julieta
acompañó a su amiga y al joven al departamento de él. Cuando llegaron, el joven
se quitó la ropa. El departamento estaba en remodelación y lo rodeaban cubos de
pintura y herramientas de carpintería. Ellas empezaron a hacer las fotos.
Julieta sintió cómo se le mojaban las bombachas, pero no despegó el ojo del
visor. Última foto, avisó. Él les pidió permiso para preparar la toma. Cogió un
banco de madera, apoyó el pene encima y lo rodeó con la cadena de sus llaves;
agarró un martillo grueso, casi un combo, y hundió la punta de un clavo de
siete centímetros en la mitad del glande. Levantó el martillo. Así, dijo.
Julieta sacó la foto. El joven les agradeció, se vistió rápido y les dio su
correo electrónico para que se las enviaran cuando estuvieran listas. Julieta
presentó la última de las fotos en clase. El profesor la calificó con un diez.
*
Marcos sueña con un
cuchillo. Es un viejo cuchillo que su padre usaba cruzado en el cinto, dentro
de una cartuchera de cuero. Marcos se lo pedía para jugar, lo limpiaba con un
paño de cocina, le sacaba filo durante horas y aprendió a clavarlo contra los árboles.
Su padre prometió regalárselo cuando cumpliera doce años, pero luego lo perdió
durante un viaje. En su sueño, Marcos ve detalles en la hoja del arma, dibujos
que en la realidad nunca estuvieron ahí. Marcos toma los crayones que Julieta
trae del colegio y dibuja las formas que ve en el cuchillo. Siente que algo se
encierra en ellas, pero no puede reproducir el ritmo cambiante que adoptan en
sus sueños. Las ve bailar detrás de sus párpados, pero desaparecen cuando los
abre. Dibuja con los ojos cerrados. El resultado es un amasijo de líneas de
colores, una serpiente que se devora a sí misma. Como si fuera uno de sus
alumnos, Marcos firma el retrato y se lo regala a Julieta.
Julieta recibe el dibujo
sin saber qué decir. Esa noche sueña que mata a un desconocido. La policía
llega hasta su casa; su auto había sido encontrado en la escena del crimen.
Julieta huye con la ayuda de Marcos. En el sueño, Marcos es un niño con cierto
parecido a Pablo. Se detienen en un semáforo y él intenta darle un beso, le
corre la bombacha a un costado y hunde sus dedos pequeñitos entre sus piernas.
Julieta despierta con el vómito subiéndole por la garganta. Se ducha, se
maquilla cuidadosamente y sale camino a la farmacia.
Se hace la prueba en el
baño de un restaurante de comida rápida, cerca del colegio. Pide un café y lo
deja enfriar antes de comprobar el resultado. Una línea vertical da positivo,
negativo la horizontal.
*
Todos los años se hace un
concurso entre los trabajadores del call center. El que más ventas hace en
diciembre recibe dos pasajes a Costa Rica, con todos los gastos cubiertos.
David gana los pasajes e invita a Paula. A su esposa le dice que se reunirá con
su hermano, que vendrá desde Estados Unidos. Ella no dice nada; queda solo un
mes para que nazca el bebé y está feliz en Corrientes, disfrutando de su
familia.
El hotel en Costa Rica es
de mal gusto, uno de esos centros en que todo está incluido. Apenas salen del
cuarto durante el día, en la noche cenan en alguno de los restaurantes, luego
caminan por la playa. Por primera vez, David le habla sobre su vida antes de
llegar a Argentina: su niñez siguiendo los pasos de su madre alcohólica, los
avances que su padre había hecho en el campo de las matemáticas puras. Paula lo
escucha y se permite imaginar una vida juntos.
Por la noche, Paula se
pone la ropa interior que compró especialmente para el viaje. Mira su silueta
en el espejo del baño y se calza zapatos de taco alto. Espera que David vuelva
del cibercafé e imagina su cuerpo desnudo, la cadena de oro que cuelga alrededor
de su cuello. ¿Cómo puede estar con un hombre tan ajeno a sus gustos? La
primera vez que lo vio lo encontró casi deforme, con sus manos cubiertas de
callos y cicatrices. Ahora, cuando él se le monta encima, puede sentir el metal
frío contra su pecho; cuando la chupa, se mete la cadena en la boca y la frota
contra su clítoris hasta hacerla gritar. Paula pide que la masturbe, toma sus
manos enormes y le enseña cómo tocarla, pero no solo su coño, sino también el
resto de su cuerpo, sus piernas, el borde de sus axilas. Cuando está a punto de
acabar pide que le meta los dedos adentro. David no se controla, a veces la
deja sangrando.
Paula escucha el ruido de
la llave en la puerta, pero David no entra a la habitación. Al salir lo
encuentra de rodillas, apoyado sobre sus palmas. Intenta levantarlo, pero David
no reacciona. Ella se inclina a su lado, pero él continúa temblando en el piso.
Paula grita, le golpea los hombros y la espalda, rodea su cabeza con ambos
brazos y le suplica que diga algo. Mi hijo, responde David, mi hijo está
muerto, y se la quita de encima de un manotazo.
A la mañana siguiente,
Paula se despierta con el pelo mojado; la bolsa de hielo se había derretido
sobre la cama. En su mandíbula empieza a crecer un gran moretón azul. David
había hecho sus maletas sin dirigirle una palabra, luego tomó un taxi al aeropuerto.
Todavía quedan dos días de estadía pagos, pero el pasaje de regreso de Paula
está en la valija de David, rumbo a Buenos Aires. Paula se levanta de la cama y
se pone el traje de baño.
El día anterior se habían
inscrito en una clase gratuita de buceo. El instructor espera a un costado de
la piscina, junto a un grupo de señoras y a una pareja de hermanos. Paula
recibe las instrucciones preliminares: señales para comunicarse bajo el agua,
la forma correcta de ajustar la mascarilla y de colocarse el tanque sobre la
espalda. Después de media hora de instrucciones entran a la piscina. Paula
lucha por mantener su bikini ajustado, pero las correas del tanque y los pesos
en la cintura le aprisionan el cuerpo. Nota que los hermanos se colocan detrás
suyo. Dos de las señoras no soportan el dolor de oídos y esperan al resto del
grupo afuera de la piscina, tomando cócteles. Paula sigue las instrucciones al
pie de la letra. Para su sorpresa, se siente a gusto debajo del agua, disfruta
el nuevo peso de su cuerpo. Realiza los ejercicios que le dicta el instructor:
recuperar su regulador sin aguantar la respiración, limpiar la condensación de
su máscara, darle oxígeno a un compañero. Esto último lo tiene que hacer con
uno de los hermanos, aunque hubiera preferido al instructor. El chico le trata
de sonreír bajo el agua, hace muecas como si se estuviera ahogando. Paula no
puede evitar la risa. Al terminar la clase, el instructor intenta venderle el
curso completo, que incluye una sesión de práctica en el mar y tres salidas a
visitar los arrecifes. Paula se despide de sus compañeros y camina en dirección
a la playa.
El sol está en el punto
más alto del cielo. No tiene bronceador y seguro terminará con el cuerpo
adolorido. Su madre le había impuesto el hábito de embetunarse con crema, en la
piscina, en el mar, incluso cuando salía a jugar a la plaza. El resultado es una
piel transparente, de muñeca. Paula baja hasta la playa. Uno de los mozos del
hotel le ofrece algo para tomar. Ella lo mira sin entender. El mozo repite la
oferta y Paula se larga a llorar. Tráeme un trago cualquiera, dice. El mozo
parte rumbo al bar, pero Paula no espera a que regrese.
Camina hacia el fondo de
la playa. Cuando apenas logra distinguir el hotel se deja caer al suelo. Hunde
su cara en la arena caliente. La puede sentir en los labios, adentro de su
boca, de su nariz, sobre sus párpados. Se levanta y va hasta el borde del mar.
No hay olas, es cosa de entrar caminando. Imagina el agua llenando su garganta.
Aprieta los puños y pone un pie en el agua. Siente un ruido a sus espaldas; un
perro negro apoya el hocico en el revés de su mano. Paula grita y el animal se
aleja de un salto. Cuando se recupera del susto, lo llama y el perro se acerca
arrastrándose contra el suelo. Tiembla de pies a cabeza. Paula le acaricia el
lomo mugriento, las costillas que sobresalen del pellejo de su estómago. Vuelve
a sentarse sobre la arena. El perro apoya la cabeza en los muslos de ella,
Paula toma una de sus patas delanteras.
Al final de la tarde,
Paula se baña en el mar y camina de regreso con el cuerpo mojado. El perro la
acompaña hasta que alcanzan las primeras sillas. Al llegar a la piscina, Paula
ve a los hermanos de la clase de buceo. Están borrachos, sus ojos encendidos
por el alcohol. No hay nadie más en la piscina. Siente que ellos recorren su
cuerpo húmedo con la mirada, sus pezones duros bajo la tela del bikini. Pide
prestada una toalla. Le preguntan si quiere tomarse un trago. Por qué no, dice
ella.
*
A Paula la despierta el
ruido de su celular. Julieta llora al otro lado de la línea. Por un momento,
Paula no sabe dónde está. ¿De quién es esta habitación extraña, de quiénes son
las ropas tiradas en el suelo? Ve que tiene moretones nuevos en el cuerpo, en
las rodillas, en las palmas de sus manos.
Estoy embarazada, dice
Julieta.
David me dejó, responde
Paula.
*
Cuando Marcos regresa del
trabajo, Julieta le dice que se vuelve a Argentina a vivir con Paula, y que no
quiere saber más de él. Marcos cierra los ojos y ve la serpiente enroscándose
detrás de sus párpados, el brillo de las escamas sobre la hoja del cuchillo. Te
quiero, alcanza a decir, pero Julieta ya cerró la puerta detrás suyo.
Marcos recorre el
departamento. Recoge la ropa sucia, lava los platos y saca la basura. Le cuesta
moverse, tropieza contra los muebles como si hubieran apagado la luz. Se sienta
en el sofá de la sala de estar y enciende el televisor. En la pantalla, una mujer
recién salida de la ducha se acuesta en la cama al lado de su hijo. El niño
apunta a los objetos de la habitación con el pulgar levantado, como si fuera
una pistola, y murmura el ruido de los disparos. Apunta al florero, escondido
detrás de una almohada. ¡Pumm!, grita, y el florero explota en mil pedazos.
Gira para despachar a dos enemigos agazapados detrás de la cama. Están por
todos lados. Voltea la cabeza hacia su madre y le sonríe. Cierra el ojo
derecho, levanta el brazo y apunta al medio de la cara de su madre.
Marcos se levanta y corre
hacia la calle.
Toma el bus hacia el
aeropuerto ensayando lo que podría decirle a su mujer para recuperarla, de
manera tan reconcentrada que al ver las rejas de hierro del Club de Campo
frente suyo piensa que se trata de una alucinación. Entra sin responder al
saludo del guardia, como si fuera un autómata. Recorre el circuito de la cancha
de golf hasta llegar a las caballerizas. El olor a pasto le llena las narices,
lo puede sentir al fondo de la garganta. Cuando tenía cinco años su empleada
había sido como una segunda madre para él. De noche escuchaban programas de
terror en la radio, abrazados bajo las mantas de su cama. Su cuerpo olía a
perfume barato. A los seis años, Marcos se golpeó la cabeza con una piedra
mientras corría tratando de alcanzar a sus hermanos, y todavía tiene la
cicatriz en el medio de la frente. Su color favorito había sido el verde, luego
el morado, luego el negro. A los ocho, su padre le pegó con la correa del
cinturón por tirarle piedras a una yegua preñada. Fue la primera y única vez
que lo golpeó. Marcos se metía en su lado de la cama cuando él se había ido al
trabajo, hundía la cara en la almohada, en el pijama caliente de su padre. Su
primera novia había sido rubia, y tenía los ojos verdes, grises o azules,
dependiendo de la ropa que se pusiera. Hasta los diecisiete años, Marcos se
masturbaba sin tocarse con las manos, frotándose contra la cama o contra el
suelo, tanto que llegó a perder el pelo en los muslos. El día en que conoció a
Julieta, una lluvia torrencial caía sobre la ciudad. Dos semanas después nevó
en la capital. Nunca había nevado en Buenos Aires.
Marcos ensilla un caballo
y lo lleva hasta el borde del potrero.
El animal todavía está
sudado por el entrenamiento de la tarde. Los músculos le tiritan bajo la
montura como si se estuviera sacudiendo una mosca. Marcos sube un pie al
estribo y su pulso se dispara. En un segundo está tan mojado como el animal, la
camisa pegada al pecho. Coge las riendas y el caballo se larga a correr.
Una vez arriba, Marcos lo
dirige con las piernas. Aprieta el cuerpo contra la grupa y puede sentir las
pezuñas del animal lanzando champas húmedas por el aire. Una ola de pánico
amenaza con botarlo al suelo, le seca la garganta, el aire no le llega a los
pulmones. Intenta frenar el galope del caballo, pero sus manos no responden.
Suelta las riendas y lo deja correr sin freno. El animal acelera, la baba le
salpica los costados de la boca. Marcos toma las riendas y gira el caballo
hacia la cancha de golf; golpea sus costados y salta la barrera del recinto. Se
echa a correr entre los árboles, espantando a los jugadores que huyen
despavoridos. Marcos engancha un pie en el estribo y se descuelga hacia un
costado, el suelo a pocos centímetros de su cabeza. Extiende el brazo y recoge
una pelota de golf con la mano estirada. La adrenalina le sacude el cuerpo, el
corazón le estalla en el pecho. Marcos galopa sobre el césped perfecto de la
cancha, revuelve la arena de los obstáculos, recoge las banderas y las arroja
contra los golfistas como si fueran lanzas, empujando al caballo hasta el
límite del agotamiento.
Luego oscurece; es una
noche limpia y cálida. Sobre las risas de Marcos se puede oír el pulso de los
regadores, el rugido del tráfico sobre la autopista, el cruce de los reyes por
la cima de las montañas.
FIN

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