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martes, septiembre 16, 2025

CLUB DE CAMPO Benjamín Labatut

 





Marcos es el menor de tres hermanos. Son argentinos, hijos de terratenientes, y durante la adolescencia pasaban la mayor parte del tiempo arriba de sus caballos. Jugaban al polo en el equipo de General Balcarce, un pueblo a media hora de Mar del Plata. Los hermanos también jugaban al Pato, la versión argentina de un antiquísimo juego asiático en el que los jinetes se disputaban la cabeza de algún enemigo para cogerla de los pelos y lanzarla más allá de una línea marcada en la tierra. El Pato, menos bárbaro pero no menos violento, se juega con una pelota de plástico. Las horas de deporte y riesgo hicieron que los hermanos desarrollaran un profundo lazo con sus caballos: dos potros negros para los mayores y una hermosa yegua color chocolate para Marcos. La relación con los animales era tan fuerte que sus hermanos le decían a Marcos que terminaría casándose con la yegua. Una noche de verano, borracho de victoria tras haber ganado el torneo de Pato, Marcos recibió un mensaje: sus hermanos lo esperaban en las caballerizas para celebrar el triunfo. Marcos corrió hacia los establos. Imaginaba a la yegua carneada en el piso, las manos de sus hermanos cubiertas de sangre caliente, pero cuando entró no vio a la muerte, sino su contrario: de pie sobre un banco de madera que utilizaban las mujeres para encaramarse a la grupa, su hermano mayor embestía con fuerza a la yegua chocolate, mientras el otro apartaba las cintas que trenzaban la cola del animal. Marcos se quedó de pie en la entrada, apretando los puños, y la imagen de su yegua sodomizada, la tranquilidad con que bajaba la cabeza para comer la paja que le habían puesto enfrente, fue lo único que se le grabó más adentro que las risas de sus hermanos.

Julieta estaba embarazada de nueve meses cuando el niño murió adentro suyo. Tuvo que esperar tres días recostada en la cama de un hospital público hasta tenerlo por parto normal y así reducir el riesgo de morir ella misma. Durante ese tiempo, algo distinto le creció en las entrañas: un sentimiento tan ajeno como el niño muerto que flotaba en su interior. Desde que tenía memoria había imaginado a su primer hijo, pero la fantasía no se limitaba al niño, sino que incluía al futuro marido, la ceremonia del matrimonio y hasta la música que tocarían cuando entrara a la iglesia del brazo de su padre. Por eso, cuando las manos del doctor escarbaban dentro de ella, Julieta palideció al constatar que en vez de dolor sentía placer; un goce tan completo que solo se podía comparar con el primer orgasmo de su vida. Julieta dejó el hospital dos días después, aunque su cuerpo aún se creía embarazado: siguió vomitando por las mañanas, y se tenía que vaciar los pechos con un extractor. Sin embargo, a pesar de los achaques, creyó distinguir un olor diferente en el ambiente húmedo de Buenos Aires, un cruce de energías que se congregaban a su alrededor, y que le recordaban el comienzo de su niñez, los juegos con sus primos sobre el pasto mojado, el mareo de su cuerpo en completa libertad.

Paula no puede estar segura de que las cosas hayan ocurrido como cree, incluso sospecha de que se trata de un recuerdo falso: cuando era niña, su perra dio a luz a su primera camada de cachorros. Siete pequeños bultos ciegos, algunos con el pelo negro, otros de color café. A los pocos minutos de haber parido, la perra olfateó a sus crías, las lamió hasta quitarles los restos de placenta, y luego comenzó a devorarlas una tras otra, metódicamente, sin hacer caso a las súplicas de Paula, que veía cómo la perra (su perra, la perra de la familia) masticaba y tragaba a sus hijos hasta dejar el suelo cubierto de pelo, carne y sangre. Sus padres le explicaron que los perritos habían nacido enfermos, que la perra lo había hecho para evitarles el sufrimiento, pero la imagen de su mascota masticando a las crías lentamente, sin hambre, era algo que Paula no podía asociar con la compasión. Tuvieron que regalar a la perra. Hasta el día de hoy, Paula sueña con madres que se comen a sus hijos.

*

Marcos y Julieta se conocen en un bar de la calle Cabildo. Marcos trabaja como mesero, después de haber dejado el polo y la hacienda de sus padres para mudarse a la capital. Julieta pide un café cortado, se lo toma mirando la calle y al salir olvida su billetera. Marcos la alcanza a dos cuadras. Tres meses después viven juntos en el departamento de Julieta. A finales de ese mismo año se mudan a Madrid, escapando de la crisis que atraviesa el país. Marcos sufre de insomnio, terrores nocturnos y una fobia inexplicable a los fósforos quemados.

Julieta había estudiado Educación de párvulos, y encuentra trabajo en la guardería de un colegio de monjas en Madrid. El reglamento del colegio no le permite sacar fotos a sus alumnos ni a los bebés que cuida por el temor a la pornografía infantil. Ella los retrata a escondidas con su celular, para mostrárselos a Marcos cuando vuelve a casa, así que sabe que cualquiera podría hacer lo mismo. A pesar de las advertencias de Marcos, no puede evitar encariñarse con los niños. Su favorito se llama Pablo. Julieta sueña con tener una buena foto de los dos, pero para eso necesita el permiso escrito de los padres. Muchos de los niños son hijos de políticos de derecha. El colegio queda a dos cuadras de la sede del Partido Popular.

Después de casi seis meses desempleado, Marcos consigue trabajo en el Club de Polo de Madrid, entrenando al equipo suplente. Contacta a los jugadores, organiza los partidos, y consigue los caballos. A pesar de las continuas insistencias de todos, se niega a participar en los torneos.

*

Buenas tardes, mi nombre es Paula Iglesias y su línea ha sido seleccionada para obtener un descuento en sus llamadas de larga distancia. Al cumplir los dieciocho años, Paula consigue su primer trabajo en el call center de una compañía telefónica. Pasa seis horas al día sentada en un cubículo vacío, frente a un reloj que marca la hora de Madrid. Su objetivo es romper el monopolio de Telefónica en España: vende paquetes de llamadas, planes de cable y conexiones a Internet, le pagan una comisión por cada venta. En una hora puede hacer más de doscientos llamados. Si tiene suerte, hace dos ventas al día. Para soportar el aburrimiento toma ácido, fuma marihuana o traga pastillas. Le cortan, la insultan, la tratan de ladrona, de argentina de mierda. A veces se pone a llorar en la mitad de una conversación.

*

Marcos y Julieta encuentran un piso en las afueras del barrio Salamanca. Las paredes están pintadas de verde pistacho, es pequeño y los vecinos se pelean a gritos, pero queda cerca del metro y por las noches una brisa corre por el departamento y refresca el calor insoportable de la ciudad. No tienen muchos amigos, solo se ven con una pareja de peruanos y con un chileno que vive en el piso de abajo. Les cuesta acostumbrarse al trato violento de los españoles, su falta de modales, la xenofobia que crece en el país a medida que se llena de latinoamericanos que escapan de la crisis, y sin embargo tampoco logran contactarse con los demás argentinos, y se refugian en El Pistacho. Marcos vuelve del club con el olor de los caballos en el cuerpo. Julieta lo obliga a hacerle el amor antes de ducharse. Le dice negro, grasa, bestia, y se corre hasta quedar con el coño adolorido.

Cuando se acaba la visa de Marcos deciden casarse. Los abuelos de Julieta son italianos, del norte de Italia, y ella tiene pasaporte comunitario. Acuerdan no contarles a sus padres —se trata sobre todo de una decisión práctica—, pero Julieta no puede contener su entusiasmo y organiza una fiesta en el departamento, en la que gasta sus pocos ahorros. Hay solo un puñado de invitados (los peruanos, el chileno, algunas compañeras de trabajo de Julieta), y sin embargo la celebración logra cumplir sus expectativas. El día de la boda, Marcos arrienda un traje y Julieta pide un vestido prestado. A Marcos nunca le ha parecido más hermosa.

Con el invierno comienzan los problemas. No tienen dinero suficiente para la calefacción y el frío entra por las ventanas, se cuela por debajo de las puertas, los persigue por los pasillos hasta que solo pueden soportarlo acostados juntos en la cama, cubiertos con toda la ropa que logran ponerse encima. Marcos duerme cada vez menos; sus gritos despiertan a Julieta, que lo acaricia como a un niño hasta que deja de gemir. Él no recuerda sus pesadillas, apenas reacciona ante los mimos de su mujer. Ella le compra pastillas para dormir, remedios homeopáticos recomendados por su amiga peruana, pero nada surte efecto. Marcos le pide que no se preocupe tanto; una vez que sale el sol, él es el mismo de siempre, sin miedos, sin recuerdos.

Gracias al desempeño de sus jugadores —que no han perdido ningún partido desde que Marcos se hizo cargo del equipo— le ofrecen entrenar al primer equipo del club. Además de un aumento, obtiene permiso para utilizar libremente las instalaciones, beneficio que incluye a su mujer. Marcos y Julieta celebran el comienzo de la primavera emborrachándose dentro de la piscina. Los lunes de cada semana (día en que el club cierra para las labores de mantenimiento) hacen el amor en las caballerizas, en los hoyos más alejados de la cancha de golf, en la parte baja de la piscina temperada.

Marcos continúa sufriendo pesadillas. Como no descansa de noche, se queda dormido en el trabajo y las tareas cotidianas como ir de compras y ayudar con los platos se le vuelven insoportables. Julieta compensa tomando las riendas de la casa. La infecta un optimismo que aumenta a medida que conoce a los vecinos del barrio, los chinos que atienden el local de la esquina, la gitana que le lee la suerte cuando va a dejar la ropa sucia a la lavandería.

Luego, el alumno preferido de Julieta tiene un accidente. Pablo se corta un dedo mientras están haciendo las tarjetas para el Día de la Madre. El corte llega hasta el hueso y tiene que ser atendido de urgencia. Los padres alegan al colegio, incluso exigen el despido de Julieta, pero el incidente no pasa a mayores; ella es respetada por sus colegas y querida por los alumnos. Recibe una reprimenda verbal de la madre superiora y un dibujo de Pablo en el que los dos aparecen tomados de la mano, junto a una tijera gigantesca. Cuando lo lleva a casa para mostrárselo a Marcos, Julieta lo encuentra frente al televisor apagado, completamente desnudo, intentando cambiar los canales con el control remoto.

*

Marcos ya no duerme. Se pasa las noches conectado a Internet, acostado delante del televisor. Julieta encuentra extraños videos en la computadora de su casa, fotos de un hombre con el pelo rojo y la piel blanca, sin genitales. Se pelea a gritos con su marido, lo trata de maricón, degenerado, campesino de mierda. Marcos no reacciona, parece no saber de qué le está hablando. Intenta darle un beso a su mujer, se viste con la misma ropa que el día anterior y sale hacia el trabajo.

Julieta no alcanza a llegar al baño: vomita en el pasillo. Se acurruca en el piso, tratando de controlar los retorcijones que le suben desde el estómago, hasta que la rescata el ruido del teléfono. Corre a la habitación esperando escuchar la voz de Marcos al otro lado de la línea y le cuesta reconocer el acento de una compatriota: Buenos días, mi nombre es Paula Iglesias y su línea ha sido seleccionada para obtener un descuento en sus llamadas de larga distancia.

El sol de la mañana termina de despertar a Marcos. El aire llena sus pulmones, el cielo le parece explotar en llamas. Toma el bus que lo llevará hasta el trabajo en las afueras de la ciudad, y solo entonces recuerda la escena que acaba de vivir en casa. Llama a su mujer: no contesta el celular y el teléfono está ocupado. Lo distrae un niño que acaba de entrar junto a su madre. Viste pantalones cortos y una camiseta del Barça. Marcos siente que se le nubla la vista, un nudo le crece en la garganta. El niño tira de la mano de su madre, pero ella está ocupada con las bolsas de la compra. Marcos trata de sonreírle, pero el niño se esconde detrás del asiento. Marcos se baja sin saber dónde está.

*

La amistad entre Paula y Julieta es inmediata. Paula deja de drogarse para ir al call center, gasta sus horas llamando a Julieta, que se encierra en su pieza al volver del trabajo y le cuenta su vida a una extraña.

Julieta le habla de la cicatriz que tiene en la frente. Al nacer se estaba ahorcando con el cordón umbilical. La sacaron a tirones, y el índice del doctor le hizo una huella entre las cejas. Solo es visible cuando está enferma o muy cansada. Le cuenta los problemas que tiene con Marcos: su distanciamiento, el insomnio, las pesadillas. Confiesa que a veces se duerme con miedo. Como no se han acostado hace semanas, ella se masturba leyendo el blog de su ex pareja, el padre de su hijo muerto. Él habla de sexo en plazas públicas, estacionamientos, baños de discotecas.

Paula le confiesa que olvida su edad: cuando le preguntan se equivoca en al menos dos años, como si su vida se hubiera fijado en un punto cercano a los diecisiete. El 28 de abril celebran juntas el cumpleaños de Paula por teléfono, con una larga conversación y una botella de vino cada una. A Paula le entristece que ya nadie celebre como antes, no solo los cumpleaños, dice, sino también la Navidad, el Año Nuevo, todas las fechas importantes. Le duele el paso del tiempo, dice.

Paula le cuenta a Julieta sobre David. Se conocieron en el call center. Salían a fumar en los breves descansos que tenían, a veces se tomaban unas cervezas después del trabajo, a veces se daban besos, pero nunca se acostaban. David es gringo y está casado, y cuando Julieta lo conoció su esposa estaba preñada. Durante su último trimestre, la mujer de David tuvo que irse a vivir con su madre, a Corrientes, ya que las complicaciones del embarazo la obligaron a guardar reposo. Paula mudó algunas de sus cosas a la casa de David. Veían partidos de basketball en la televisión hasta las cuatro de la madrugada, luego Paula regresaba a casa en colectivo. Al final de ese mes, Paula dejó que David le hiciera el amor. Cuando acababa, los ojos de David giraban hacia adentro de su cabeza, como si tuviera un ataque de epilepsia. El muertito, le decía ella. David no respondía. En su adolescencia había sido un prodigio de las matemáticas, pero después de fallar las pruebas de ingreso a la universidad, y de pasar una temporada trabajando en un barco, acabó en Buenos Aires por error, sin papeles ni dinero. Tuvo que enseñar inglés a los marinos, viviendo con los vagabundos del puerto, hasta ahorrar suficiente dinero como para alquilar una pieza. David toca el saxo, canta, y a pesar de que es uno de los mejores vendedores, no logra explicarse cómo acabó trabajando en el call center.

*

Para Marcos, el olor del pasto recién cortado está asociado al dolor. Antes de haber montado un caballo, las peleas con sus hermanos terminaban con su cuerpo cubierto de pasto mojado. Los entrenamientos de rugby en el colegio acabaron de fijar la imagen en su cabeza. En el Club de Campo el olor está siempre presente; el rocío se mezcla con la humedad de la tierra, la bosta de los caballos, el aserrín y la paja de los establos. Marcos es el primero en llegar al trabajo por la mañana y a veces vuelve al club después de que cierra. Recorre los pasillos a oscuras, rodeado por las copas y premios del equipo de polo, y se deja dominar por un ánimo oscuro, una melancolía cuyo origen no sabe determinar. El pelo de ciertas mujeres o la lluvia cuando le moja los zapatos tienen el mismo efecto.

Un día sin colores, Marcos oye ruidos en su cabeza, los chillidos de los niños, los jugadores que gimen en las canchas de tenis; observa los cuerpos casi desnudos en la piscina y olvida quién es. Aprovecha la toalla dejada por uno de los socios y se dedica a mirar a los mozos que atienden la terraza. Toma un diario olvidado a un costado de su silla. Sonny Graham estaba a punto de morir cuando recibió un trasplante de corazón. El donante, Harry Cottle, se había suicidado de un tiro en la cabeza. Después de la operación, Sonny se puso en contacto con la viuda para agradecerle. Se escribieron cartas durante meses, luego decidieron conocerse. Dos años después, en 2001, Sonny dejó su trabajo como director del torneo de golf Heritage, y le compró una casa en Vidalia a la señora Cottle y a sus cuatro hijos. Se casaron en una pequeña iglesia presbiteriana, en una ceremonia que incluyó solo a los familiares de Graham. A los doce años de haber recibido el trasplante, Sonny se suicidó de un escopetazo en la garganta. Sus amigos no habían detectado ninguna señal de depresión en Sonny; no se quejaba de su matrimonio ni tenía problemas de salud o de dinero. Marcos cierra el diario y huye a la tranquilidad de las caballerizas.

Una niña y su madre pasean por los establos. La niña levanta paja seca del suelo y se la ofrece a los caballos. Es demasiado pequeña como para alcanzarlos; su madre la toma en brazos. Cuando el caballo acerca la boca, la niña grita y deja caer la paja al suelo. La madre ríe, vuelve a levantarla y se repite la misma escena. Escondido en uno de los establos, Marcos toma un puñado de pasto mojado y lo frota contra su miembro endurecido. Al acabar, el semen se mezcla con la hierba molida, formando una pasta verde, espesa.

*

Cuenta Julieta por teléfono: a los diecinueve años se matriculó en un curso de fotografía. Su padre le había comprado una cámara y en clases recibió su primer encargo: un desnudo. Julieta no había visto a muchos hombres sin ropa. Sus hermanos eran pudorosos y su padre nunca compartió esas intimidades. Su primer novio y algunas imágenes en el cine eran el único acercamiento que había tenido al cuerpo masculino. Si cerraba los ojos y trataba de imaginar un pene, la abstracción era absurda. Conocía las diferentes partes, las había tocado, recorrido con la lengua y los labios, las había introducido en su boca, culo y vagina, pero no lograba ver el objeto. Cuando recibió el encargo, Argentina se preparaba para la visita de un fotógrafo norteamericano conocido por retratar desnudos masivos. El día del evento, más de siete mil personas se presentaron en el Obelisco y procedieron a desnudarse, para luego apilarse unos sobre otros en el pavimento helado. Julieta y una compañera de curso sacaron fotos desde un balcón, luego bajaron a la calle. Cuando el espectáculo había terminado se les acercó un tipo. Les preguntó si les quedaba alguna foto. Un par, respondió Julieta. Preguntó si le podían hacer un retrato. ¿En bolas?, preguntó Julieta. Fueron a tomar un café.

Después del café, Julieta acompañó a su amiga y al joven al departamento de él. Cuando llegaron, el joven se quitó la ropa. El departamento estaba en remodelación y lo rodeaban cubos de pintura y herramientas de carpintería. Ellas empezaron a hacer las fotos. Julieta sintió cómo se le mojaban las bombachas, pero no despegó el ojo del visor. Última foto, avisó. Él les pidió permiso para preparar la toma. Cogió un banco de madera, apoyó el pene encima y lo rodeó con la cadena de sus llaves; agarró un martillo grueso, casi un combo, y hundió la punta de un clavo de siete centímetros en la mitad del glande. Levantó el martillo. Así, dijo. Julieta sacó la foto. El joven les agradeció, se vistió rápido y les dio su correo electrónico para que se las enviaran cuando estuvieran listas. Julieta presentó la última de las fotos en clase. El profesor la calificó con un diez.

*

Marcos sueña con un cuchillo. Es un viejo cuchillo que su padre usaba cruzado en el cinto, dentro de una cartuchera de cuero. Marcos se lo pedía para jugar, lo limpiaba con un paño de cocina, le sacaba filo durante horas y aprendió a clavarlo contra los árboles. Su padre prometió regalárselo cuando cumpliera doce años, pero luego lo perdió durante un viaje. En su sueño, Marcos ve detalles en la hoja del arma, dibujos que en la realidad nunca estuvieron ahí. Marcos toma los crayones que Julieta trae del colegio y dibuja las formas que ve en el cuchillo. Siente que algo se encierra en ellas, pero no puede reproducir el ritmo cambiante que adoptan en sus sueños. Las ve bailar detrás de sus párpados, pero desaparecen cuando los abre. Dibuja con los ojos cerrados. El resultado es un amasijo de líneas de colores, una serpiente que se devora a sí misma. Como si fuera uno de sus alumnos, Marcos firma el retrato y se lo regala a Julieta.

Julieta recibe el dibujo sin saber qué decir. Esa noche sueña que mata a un desconocido. La policía llega hasta su casa; su auto había sido encontrado en la escena del crimen. Julieta huye con la ayuda de Marcos. En el sueño, Marcos es un niño con cierto parecido a Pablo. Se detienen en un semáforo y él intenta darle un beso, le corre la bombacha a un costado y hunde sus dedos pequeñitos entre sus piernas. Julieta despierta con el vómito subiéndole por la garganta. Se ducha, se maquilla cuidadosamente y sale camino a la farmacia.

Se hace la prueba en el baño de un restaurante de comida rápida, cerca del colegio. Pide un café y lo deja enfriar antes de comprobar el resultado. Una línea vertical da positivo, negativo la horizontal.

*

Todos los años se hace un concurso entre los trabajadores del call center. El que más ventas hace en diciembre recibe dos pasajes a Costa Rica, con todos los gastos cubiertos. David gana los pasajes e invita a Paula. A su esposa le dice que se reunirá con su hermano, que vendrá desde Estados Unidos. Ella no dice nada; queda solo un mes para que nazca el bebé y está feliz en Corrientes, disfrutando de su familia.

El hotel en Costa Rica es de mal gusto, uno de esos centros en que todo está incluido. Apenas salen del cuarto durante el día, en la noche cenan en alguno de los restaurantes, luego caminan por la playa. Por primera vez, David le habla sobre su vida antes de llegar a Argentina: su niñez siguiendo los pasos de su madre alcohólica, los avances que su padre había hecho en el campo de las matemáticas puras. Paula lo escucha y se permite imaginar una vida juntos.

Por la noche, Paula se pone la ropa interior que compró especialmente para el viaje. Mira su silueta en el espejo del baño y se calza zapatos de taco alto. Espera que David vuelva del cibercafé e imagina su cuerpo desnudo, la cadena de oro que cuelga alrededor de su cuello. ¿Cómo puede estar con un hombre tan ajeno a sus gustos? La primera vez que lo vio lo encontró casi deforme, con sus manos cubiertas de callos y cicatrices. Ahora, cuando él se le monta encima, puede sentir el metal frío contra su pecho; cuando la chupa, se mete la cadena en la boca y la frota contra su clítoris hasta hacerla gritar. Paula pide que la masturbe, toma sus manos enormes y le enseña cómo tocarla, pero no solo su coño, sino también el resto de su cuerpo, sus piernas, el borde de sus axilas. Cuando está a punto de acabar pide que le meta los dedos adentro. David no se controla, a veces la deja sangrando.

Paula escucha el ruido de la llave en la puerta, pero David no entra a la habitación. Al salir lo encuentra de rodillas, apoyado sobre sus palmas. Intenta levantarlo, pero David no reacciona. Ella se inclina a su lado, pero él continúa temblando en el piso. Paula grita, le golpea los hombros y la espalda, rodea su cabeza con ambos brazos y le suplica que diga algo. Mi hijo, responde David, mi hijo está muerto, y se la quita de encima de un manotazo.

A la mañana siguiente, Paula se despierta con el pelo mojado; la bolsa de hielo se había derretido sobre la cama. En su mandíbula empieza a crecer un gran moretón azul. David había hecho sus maletas sin dirigirle una palabra, luego tomó un taxi al aeropuerto. Todavía quedan dos días de estadía pagos, pero el pasaje de regreso de Paula está en la valija de David, rumbo a Buenos Aires. Paula se levanta de la cama y se pone el traje de baño.

El día anterior se habían inscrito en una clase gratuita de buceo. El instructor espera a un costado de la piscina, junto a un grupo de señoras y a una pareja de hermanos. Paula recibe las instrucciones preliminares: señales para comunicarse bajo el agua, la forma correcta de ajustar la mascarilla y de colocarse el tanque sobre la espalda. Después de media hora de instrucciones entran a la piscina. Paula lucha por mantener su bikini ajustado, pero las correas del tanque y los pesos en la cintura le aprisionan el cuerpo. Nota que los hermanos se colocan detrás suyo. Dos de las señoras no soportan el dolor de oídos y esperan al resto del grupo afuera de la piscina, tomando cócteles. Paula sigue las instrucciones al pie de la letra. Para su sorpresa, se siente a gusto debajo del agua, disfruta el nuevo peso de su cuerpo. Realiza los ejercicios que le dicta el instructor: recuperar su regulador sin aguantar la respiración, limpiar la condensación de su máscara, darle oxígeno a un compañero. Esto último lo tiene que hacer con uno de los hermanos, aunque hubiera preferido al instructor. El chico le trata de sonreír bajo el agua, hace muecas como si se estuviera ahogando. Paula no puede evitar la risa. Al terminar la clase, el instructor intenta venderle el curso completo, que incluye una sesión de práctica en el mar y tres salidas a visitar los arrecifes. Paula se despide de sus compañeros y camina en dirección a la playa.

El sol está en el punto más alto del cielo. No tiene bronceador y seguro terminará con el cuerpo adolorido. Su madre le había impuesto el hábito de embetunarse con crema, en la piscina, en el mar, incluso cuando salía a jugar a la plaza. El resultado es una piel transparente, de muñeca. Paula baja hasta la playa. Uno de los mozos del hotel le ofrece algo para tomar. Ella lo mira sin entender. El mozo repite la oferta y Paula se larga a llorar. Tráeme un trago cualquiera, dice. El mozo parte rumbo al bar, pero Paula no espera a que regrese.

Camina hacia el fondo de la playa. Cuando apenas logra distinguir el hotel se deja caer al suelo. Hunde su cara en la arena caliente. La puede sentir en los labios, adentro de su boca, de su nariz, sobre sus párpados. Se levanta y va hasta el borde del mar. No hay olas, es cosa de entrar caminando. Imagina el agua llenando su garganta. Aprieta los puños y pone un pie en el agua. Siente un ruido a sus espaldas; un perro negro apoya el hocico en el revés de su mano. Paula grita y el animal se aleja de un salto. Cuando se recupera del susto, lo llama y el perro se acerca arrastrándose contra el suelo. Tiembla de pies a cabeza. Paula le acaricia el lomo mugriento, las costillas que sobresalen del pellejo de su estómago. Vuelve a sentarse sobre la arena. El perro apoya la cabeza en los muslos de ella, Paula toma una de sus patas delanteras.

Al final de la tarde, Paula se baña en el mar y camina de regreso con el cuerpo mojado. El perro la acompaña hasta que alcanzan las primeras sillas. Al llegar a la piscina, Paula ve a los hermanos de la clase de buceo. Están borrachos, sus ojos encendidos por el alcohol. No hay nadie más en la piscina. Siente que ellos recorren su cuerpo húmedo con la mirada, sus pezones duros bajo la tela del bikini. Pide prestada una toalla. Le preguntan si quiere tomarse un trago. Por qué no, dice ella.

*

A Paula la despierta el ruido de su celular. Julieta llora al otro lado de la línea. Por un momento, Paula no sabe dónde está. ¿De quién es esta habitación extraña, de quiénes son las ropas tiradas en el suelo? Ve que tiene moretones nuevos en el cuerpo, en las rodillas, en las palmas de sus manos.

Estoy embarazada, dice Julieta.

David me dejó, responde Paula.

*

Cuando Marcos regresa del trabajo, Julieta le dice que se vuelve a Argentina a vivir con Paula, y que no quiere saber más de él. Marcos cierra los ojos y ve la serpiente enroscándose detrás de sus párpados, el brillo de las escamas sobre la hoja del cuchillo. Te quiero, alcanza a decir, pero Julieta ya cerró la puerta detrás suyo.

Marcos recorre el departamento. Recoge la ropa sucia, lava los platos y saca la basura. Le cuesta moverse, tropieza contra los muebles como si hubieran apagado la luz. Se sienta en el sofá de la sala de estar y enciende el televisor. En la pantalla, una mujer recién salida de la ducha se acuesta en la cama al lado de su hijo. El niño apunta a los objetos de la habitación con el pulgar levantado, como si fuera una pistola, y murmura el ruido de los disparos. Apunta al florero, escondido detrás de una almohada. ¡Pumm!, grita, y el florero explota en mil pedazos. Gira para despachar a dos enemigos agazapados detrás de la cama. Están por todos lados. Voltea la cabeza hacia su madre y le sonríe. Cierra el ojo derecho, levanta el brazo y apunta al medio de la cara de su madre.

Marcos se levanta y corre hacia la calle.

Toma el bus hacia el aeropuerto ensayando lo que podría decirle a su mujer para recuperarla, de manera tan reconcentrada que al ver las rejas de hierro del Club de Campo frente suyo piensa que se trata de una alucinación. Entra sin responder al saludo del guardia, como si fuera un autómata. Recorre el circuito de la cancha de golf hasta llegar a las caballerizas. El olor a pasto le llena las narices, lo puede sentir al fondo de la garganta. Cuando tenía cinco años su empleada había sido como una segunda madre para él. De noche escuchaban programas de terror en la radio, abrazados bajo las mantas de su cama. Su cuerpo olía a perfume barato. A los seis años, Marcos se golpeó la cabeza con una piedra mientras corría tratando de alcanzar a sus hermanos, y todavía tiene la cicatriz en el medio de la frente. Su color favorito había sido el verde, luego el morado, luego el negro. A los ocho, su padre le pegó con la correa del cinturón por tirarle piedras a una yegua preñada. Fue la primera y única vez que lo golpeó. Marcos se metía en su lado de la cama cuando él se había ido al trabajo, hundía la cara en la almohada, en el pijama caliente de su padre. Su primera novia había sido rubia, y tenía los ojos verdes, grises o azules, dependiendo de la ropa que se pusiera. Hasta los diecisiete años, Marcos se masturbaba sin tocarse con las manos, frotándose contra la cama o contra el suelo, tanto que llegó a perder el pelo en los muslos. El día en que conoció a Julieta, una lluvia torrencial caía sobre la ciudad. Dos semanas después nevó en la capital. Nunca había nevado en Buenos Aires.

Marcos ensilla un caballo y lo lleva hasta el borde del potrero.

El animal todavía está sudado por el entrenamiento de la tarde. Los músculos le tiritan bajo la montura como si se estuviera sacudiendo una mosca. Marcos sube un pie al estribo y su pulso se dispara. En un segundo está tan mojado como el animal, la camisa pegada al pecho. Coge las riendas y el caballo se larga a correr.

Una vez arriba, Marcos lo dirige con las piernas. Aprieta el cuerpo contra la grupa y puede sentir las pezuñas del animal lanzando champas húmedas por el aire. Una ola de pánico amenaza con botarlo al suelo, le seca la garganta, el aire no le llega a los pulmones. Intenta frenar el galope del caballo, pero sus manos no responden. Suelta las riendas y lo deja correr sin freno. El animal acelera, la baba le salpica los costados de la boca. Marcos toma las riendas y gira el caballo hacia la cancha de golf; golpea sus costados y salta la barrera del recinto. Se echa a correr entre los árboles, espantando a los jugadores que huyen despavoridos. Marcos engancha un pie en el estribo y se descuelga hacia un costado, el suelo a pocos centímetros de su cabeza. Extiende el brazo y recoge una pelota de golf con la mano estirada. La adrenalina le sacude el cuerpo, el corazón le estalla en el pecho. Marcos galopa sobre el césped perfecto de la cancha, revuelve la arena de los obstáculos, recoge las banderas y las arroja contra los golfistas como si fueran lanzas, empujando al caballo hasta el límite del agotamiento.

Luego oscurece; es una noche limpia y cálida. Sobre las risas de Marcos se puede oír el pulso de los regadores, el rugido del tráfico sobre la autopista, el cruce de los reyes por la cima de las montañas.

 

FIN

 


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