Desde la edad de dos años, y hasta que
cumplí los doce, vi muy poco a mi madre. Yo era el hijo póstumo de un padre que
regentaba un modesto negocio y que dejó a mi madre casi en la miseria; de modo
que poco después de quedarse viuda volvió a emplearse en la gran casa donde
antes había trabajado en calidad de doncella.
Por fortuna para mí, los comerciantes del
ramo de mi padre poseían un Montepío bastante bien organizado, y a su debido
tiempo ingresé en una institución que me proporcionaba cama, comida y educación
durante diez meses al año. Las vacaciones iba a pasarlas con mi tío, que tenía
una panadería en Hounslow; y sólo veía a mi madre en sus ocasionales y breves
visitas a la escuela o a la casa de su hermano.
Un año antes de mi duodécimo aniversario,
mi madre había ascendido a la categoría de ama de llaves de Sir George
Suttwell, en su gran mansión de Hampshire, y tenía muchos criados bajo su
mando. Era una de aquellas mujeres fuertes, honradas y capaces, diseñadas
especialmente por la naturaleza para ocupar modestas posiciones de confianza.
Mi madre inspiraba una especie de miedo a la mayoría de la gente, y creo que
los dos únicos seres a los cuales ella temía eran Sir George y su esposa. Le
inspiraban un respeto rayano en la reverencia, y adoraba a la familia como si
hubiese sido algún siervo feudal nacido y criado en la casa solariega.
Esa actitud hacia sus dueños contribuyó
de un modo decisivo a nuestra larga separación. Mi madre temía pedir permiso
para tenerme a su lado durante las vacaciones, pensando que yo podía hacer algo
que atrajera sobre nuestras cabezas la cólera del Olimpo. De modo que fui
creciendo y considerando a mi madre como a una persona querida y extraña al
mismo tiempo, una gran dama cuyas periódicas visitas salpicaban la insulsa
conversación de mis tíos de alusiones a cacerías, bailes de sociedad y cosas
por el estilo que, en lo que a mí se refiere, podían haber tenido lugar en el
planeta Marte.
Aunque yo quería a mi madre, como es
natural, y siempre esperaba con afán el momento de verla, era bastante feliz
con mis tíos cuando no estaba en la escuela. Mi tío, un buen hombre, era una de
aquellas naturalezas sencillas que pueden buscar y encontrar compañía en un
chiquillo. Poco amigo de salir de casa, su única afición era el fútbol, en
calidad de espectador, desde luego; y cuando yo estaba en Hounslow siempre me
llevaba con él a los partidos.
Me había enseñado a jugar al descarte y a
la brisca, y muchas tardes jugábamos interminables partidas en la trastienda.
Mi conocimiento del primero de aquellos juegos me valió más tarde el
mejoramiento de mi educación, una modesta fortuna y los medios para
establecerme por mi cuenta. Y la historia de aquella partida de descarte que me
ganó un lugar en la vida muy por encima de la condición en que había nacido es
algo que no reprocharé a ningún hombre que lo ponga en duda.
Acababa de cumplir los doce años cuando
llegaron aquellas afortunadas vacaciones de Pascua.
Sir George y Lady Suttwell eran dos
personas de cierta edad que raramente permanecían ausentes de su casa de
Hampshire más de un fin de semana. Pero aquella primavera habían decidido
efectuar algunas reformas necesarias en la casa y estarían fuera una temporada.
Mi madre reunió el valor necesario para pedirles que le permitieran tenerme a
su lado durante su ausencia. Los Suttwell no pusieron ningún inconveniente.
«Ver Suttwell y morir» era una frase que había oído más de una vez de labios de
mi madre; puede imaginarse, pues, el estado de excitación en que me sumió la
perspectiva de aquel viaje.
Suttwell Court se encuentra en el borde
occidental del New Forest, y a cuatro millas por carretera de la estación de
Farringhurst. Recuerdo el tren, después de dejar atrás Southampton, llevándome
a través de extensiones de bosque bañado por el sol y con el tierno verdor de
la primavera. Pero el sol estaba muy bajo en el cielo cuando me apeé en el
andén de Farringhurst, y unas nubes plomizas, avanzando por el oeste, tendían
una lúgubre cortina sobre el atardecer.
En la estación me esperaba mi madre, la
cual me besó y me acompañó hasta un destartalado vehículo que por espacio de
una generación había servido de medio de transporte para los equipajes y los
criados. Durante la mayor parte del trayecto, la lluvia repiqueteó contra las
ventanillas y contra el techo del vehículo, y aquel melancólico final de un día
brillante, añadido al hecho de que yo estaba cansado después de mi viaje,
probablemente tendieron a deprimirme y a inspirarme los más absurdos
presentimientos.
Supe que tenía un extraño e irrazonado
temor a la casa cuando me asomé a la ventanilla y la vi por primera vez,
mientras la cálida lluvia empapaba mis cabellos. Había imaginado que Suttwell
Court era un palacio oriental como los que describen los cuentos de hadas, para
descubrir que su aspecto resultaba todavía más lúgubre que el de la institución
donde había pasado la mayor parte de mi vida. Entré en la enorme mansión con la
misma sensación de espanto que experimenta un chiquillo al entrar por primera vez
en una catedral.
Una sopa de salchichas en el gabinete de
mi madre contribuyó a mejorar mi estado de ánimo. Un caballero muy amable,
llamado Mr. Hewitt, compartió la cena con nosotros. Mi madre me dijo que era el
mayordomo; y desde entonces en mi valoración de las categorías sociales los
mayordomos se situaron a un nivel equivalente al de los miembros de la Cámara
de los Lores. Me pareció que tenía más dignidad, más sentido del humor y más
condescendencia hacia un niño de doce años que cualquiera de los profesores del
orfelinato.
Mi madre me envió a la cama muy temprano,
pero antes de hacerlo me mostró un poco, muy poco, de aquellas partes de la
casa que en época normal eran sagradas. Entonces volví a sentirme deprimido y
asustado. Todo era alarmantemente grande y macizo; no había ni un solo cuadro
que no pareciera veinte veces mayor que un cuadro normal, ni un sillón en el
cual no hubiese podido sentarse cómodamente un gigante. Las propias alfombras
bajo mis pies eran un fastidio: temía que en cualquier momento me riñeran por andar
sobre ellas.
Agradecí el hecho de que mi dormitorio se
encontrara al final de un pasillo que parecía el rincón más sencillo de la
casa, con esteras de paja en el suelo. En mi cuarto, el piso era de linóleo, y
las alfombras, finas y gastadas, me recordaron Hounslow y el cómodo gabinete de
tío Fred.
Mi estado de ánimo había mejorado al día
siguiente, y la casa me pareció menos impresionante a la luz matinal, cuando,
acompañado por mi madre, terminé de recorrerla. Mi madre, sumamente activa, se
movía al compás de un perpetuo entrechocar de llaves, y ello me hizo sentir que
era una persona muy importante, aumentando el respeto que ya me inspiraba. Una
sola mirada le bastaba para escoger la llave que iba a utilizar, sin que se
equivocara nunca. Y en cada una de las habitaciones que visitábamos tenía un breve
comentario a punto, señalando un mueble raro o un cuadro interesante, o
contando algún importante acontecimiento familiar que había tenido aquella
estancia por escenario.
Supongo que los cuadros me interesaban
más que cualquier otra cosa. Había muchos retratos de antepasados,
especialmente en el vestíbulo y en la larga galería del piso alto. El parecido
familiar entre aquellos Suttwell era muy notable, y si mi madre no me hubiera
informado del parentesco que unía a aquellos personajes, habría pensado que
todos los retratos eran del mismo hombre con diferentes vestidos y en épocas
distintas de su vida.
En nuestro recorrido por la casa sólo
dejamos de visitar una habitación, debido a que era la única de la cual mi
madre no tenía la llave. La puerta cerrada se encontraba en el primer piso, en
un pasillo que se extendía directamente desde la escalinata principal hasta el
ala oeste, y mi curiosidad se despertó cuando mi madre pasó de largo ante ella.
-¿Qué hay ahí dentro? -pregunté.
-No lo sé -respondió secamente mi madre.
-Pero, ¿por qué no tienes la llave?
-La tiene Sir George. Si prefiere
guardarla él, por algo será.
Pensé que mi madre estaba disgustada
porque no le habían confiado la llave de aquella habitación junto con las
demás, y que ése era el motivo de que respondiera a mis preguntas de un modo
más brusco que de costumbre.
La misteriosa habitación me impresionó
vivamente y mi fantasía se desbordó: alguien había cometido un asesinato allí.
El esqueleto de un hombre yacía aún en el centro de la estancia, sobre una gran
mancha de sangre seca… Pero cuando le sugerí aquella horrible y deliciosa
posibilidad a mi madre, se mostró impaciente y muy desalentadora.
La casa hubiese sido un campo de juego
ideal para mí si me hubieran permitido utilizarla como tal, pero estaba
limitado a la habitación de mi madre y a la gran cocina, aunque a veces el
amable Mr. Hewitt me permitía ayudarle a quitar el polvo de los cristales de su
despensa. Fuera de la casa la situación no mejoraba. Los jardines eran todavía
más sagrados para las pisadas que la gran alfombra gris del salón principal.
Pero los criados, dentro y fuera, se
mostraban muy cariñosos conmigo, y parecían disfrutar malcriándome cuando mi
madre no estaba a la vista. Ninguno de ellos idolatraba a la familia como mi
madre, y Mr. Sturgess, que era uno de los jardineros y nunca estaba demasiado
atareado para hablar, me contó más detalles de la historia de los Suttwell que
mi propia madre. Un día me dejó sin aliento al decirme que Sir George era un
hombre pobre. Parpadeé, para dar a entender que la cosa no resultaba fácil de
creer.
-No me refiero a que a ti y a mí no nos
gustara cambiarnos con él, por ejemplo -confesó Mr. Sturgess-. Pero no es un
hombre rico de acuerdo con sus propias ideas. Cuando un personaje de su
categoría empieza a vender tierras, mal van las cosas. Si el padre de Sir
George estuviera vivo, la familia habría perdido la casa hace tiempo.
Y entonces me contó que durante muchas
generaciones los cabezas de familia de la mansión habían sido alternativamente
tacaños y despilfarradores. Un Suttwell había malgastado su fortuna y dejado un
montón de deudas; su hijo había trabajado duramente para restablecer el
equilibrio financiero de la casa, sólo para que la generación siguiente
volviera a gastar sin medida.
-Sir Hugh, el padre de Sir George, fue el
hombre más despilfarrador que pueda imaginarse -me informó Mr. Sturgess.
-Entonces, Sir George es un tacaño, ¿no?
-pregunté.
Sturgess sonrió y se rascó la barbilla.
-Bueno, tal vez no sea ése el nombre
exacto que puede dársele -dijo-. Pero no le falta mucho para serlo…, no le
falta mucho.
Mis cinco primeros días en Suttwell Court
transcurrieron agradablemente y con bastante placidez. Me atrevo a decir que mi
aburrimiento habría sido completo si los criados no se hubieran mostrado tan
predispuestos a alegrar mi estancia en la casa. Además, me gané el respeto de
Mr. Hewitt enseñándole a jugar al descarte.
-El mejor juego de naipes para dos
personas que se ha inventado nunca -fue su veredicto sobre el descarte.
La cosa ocurrió el sexto día de mi
estancia en Suttwell Court.
Mi madre, amante como era de la
disciplina, no me permitía permanecer levantado hasta altas horas de la noche.
A las nueve y media en punto me besaba, encendía mi vela y me enviaba a la
cama. Siempre, al cabo de media hora, la oía entrar en la habitación contigua a
la mía.
Los obreros solían trabajar hasta la
puesta del sol, pero aquella noche un grupo de ellos había decidido terminar
una reparación en la escalera de la parte de atrás, de modo que cuando mi madre
me envió a la cama tuve que cruzar el vestíbulo y subir por la escalinata
principal.
Era una noche muy oscura, sin luna y sin
estrellas, y la casa estaba sumida en una oscuridad casi total. Recuerdo las
divertidas y horribles sombras que acompañaron mi paso a través del vestíbulo
con mi pequeña vela, y cómo los ojos de los retratos me miraban fijamente a
través de la penumbra, tal vez preguntándose con indignación qué derecho tenía
yo a estar allí.
A mi alrededor, las sombras se alargaban
y se hinchaban a medida que subía la escalinata, y me alegré de llegar al
rellano, lejos de las miradas que me acechaban en el vestíbulo.
Había dado media docena de pasos por el
pasillo que conducía al ala oeste, cuando me detuve súbitamente. Había llegado
a la puerta de aquella misteriosa habitación cerrada y tuve que pararme y
contemplarla unos instantes, como un chiquillo que carece del dinero necesario
para entrar en un cine contempla el vestíbulo del local. Estaba a punto de
reanudar mi camino cuando ocurrió algo que sé perfectamente que es cierto y
que, no obstante, todavía me parece increíble.
De pronto, sin el menor ruido que me
alarmara, la puerta se abrió. En el umbral apareció un caballero, y detrás de
él la habitación estaba iluminada. Retrocedí un paso y miré. Estaba
sorprendido, desde luego, pero no eché a correr muerto de miedo, como era de
esperar.
El caballero sonreía. Sonreía con la boca
y con los ojos, unos ojos que tenían una especie de brillo malicioso que yo
había visto en más de una ocasión en algunos hombres aficionados a empinar el
codo. Sin embargo, la expresión de su rostro era amable. En conjunto, su
aspecto era tan amistoso que disipaba inmediatamente cualquier temor.
-¡Vaya! -exclamó con una voz suave y
gutural-. ¡Si es un muchacho! ¡Hola, chico! Acércate…
Di un paso hacia él, sosteniendo mi vela.
Iba vestido como uno de los retratos del vestíbulo, lo cual contribuía a
aumentar su parecido con uno de los Suttwell. Una peluca, rizada y muy
empolvada, ocultaba sus cabellos naturales.
Doy gracias al cielo porque en aquel
momento no se me ocurriera pensar lo que ahora sé. El caballero parecía tan
sólido y real como cualquier persona de las que hasta entonces había visto. Y
los retratos habían puesto en mi mente infantil la idea de que los Suttwell
continuaban circulando por el mundo con sus pelucas y sus encajes. El caballero
era uno de aquellos semidioses a los que se aludía reverentemente como a «la
familia». Me limité a sonreírle tímidamente, preguntándome cómo había
conseguido entrar en la casa sin que mi madre, que lo sabía todo, se diera
cuenta.
-¿Adónde ibas, muchacho? -me preguntó.
-A acostarme, señor.
-¿A acostarte? ¡Oh! -Tenía una voz
petulante y, al mismo tiempo, ligeramente temblorosa-. Vamos, vamos… Ahora que
estás aquí, no vas a negarme un rato de compañía… En estos últimos tiempos he
estado muy solo.
Su voz se había impregnado de tristeza al
pronunciar aquellas últimas palabras y me sentí conmovido. Luego dijo algo en
francés que no pude comprender, pero me pareció que se trataba de una
invitación para que entrara en la estancia, sobre todo al ver que se apartaba
ligeramente a un lado mientras hablaba.
Entré, pues, en el cuarto misterioso.
Estaba brillantemente iluminado, pero no recuerdo haber visto ninguna lámpara
ni ninguna vela encendida. El apartamento era una especie de salón. Había una
mesa en el centro, unos sólidos y antiguos sillones, libros, un escritorio… Y
el polvo de siglos cubriéndolo todo con una espesa capa.
-Sí -dijo el caballero-, ahora tengo poca
compañía, y no puedo mostrarme demasiado exigente. Los tiempos han cambiado.
Confieso que llevo más tiempo del que puedo imaginar muriéndome de ganas de
jugar una partida a las cartas. -Me miró, con las cejas enarcadas, como
sabiendo de antemano lo ocioso de su pregunta-. Tú no juegas a las cartas,
¿verdad?
-Sí, señor -contesté-. Conozco algunos
juegos.
Su sonrisa se ensanchó y luego sacudió la
cabeza.
-Algún juego de villanos, sin duda
-dijo-. Bueno, bueno, vale más un poco de cerveza que mucha agua… Será un
verdadero placer sentir los naipes en mis manos otra vez. Bueno, ¿cuál es tu
juego preferido, muchacho?
-Sé jugar al descarte -murmuré.
-¿Al descarte? -Sus ojos parecieron
agrandarse a causa de la sorpresa y del placer que experimentaba-. ¡Al
descarte! ¡El juego de moda en estos momentos! Oye, ¿quién diablos te ha
instruido de ese modo?
Me encogí de hombros, sin saber qué
contestar. El caballero, por su parte, no parecía esperar mi respuesta. Me
dirigió una reverencia tan irónica y tan divertida que estuve a punto de
echarme a reír, en vez de sentirme ofendido.
-Sir -dijo-, me siento profundamente
honrado por vuestra compañía, y si jugáis al descarte sois bien venido a mis
lares por partida doble. He perdido más guineas al descarte que pelos tengo en
la cabeza. Si queréis honrarme con una partida…
Me miraba ansiosamente, como si pensara
que podía negarme a jugar con él. No dije nada, limitándome a mirarle con una
sonrisa intrigada y nerviosa.
Interpretó mi silencio como un mudo
asentimiento, se acercó al escritorio, abrió un cajón y sacó una baraja. Luego
dejó caer los naipes sobre la polvorienta mesa.
-¿A cuánto es la puesta? -inquirió,
mirándome con sus ojillos burlones-. ¿Lo normal en el club?
Sospeché que se estaba mofando de mí, ya
que un caballero como él no podía aceptar nada de un chiquillo. En realidad, yo
no tenía nada que perder, pero estaba seguro de que, si ganaba, aquel amable y
extravagante caballero no permitiría que me marchara con las manos vacías. De
modo que sonreí y dije:
-Desde luego.
La baraja estaba preparada ya para jugar
al descarte, es decir, que sólo contenía treinta y dos cartas, empezando por
los sietes. Mientras los mezclaba me di cuenta por primera vez de la gran
belleza y originalidad de los naipes: eran de marfil, pintados a mano y
sometidos a un tratamiento que hacía inalterables los colores. Perdí la mano y
acerqué un sillón a la mesa.
-¿Una ronda de tres juegos? -preguntó el
caballero.
Asentí y empezó a dar. Mientras repartía
las cartas observé que sus maneras habían cambiado. Su rostro había perdido su
expresión jovial y estaba ahora terriblemente serio. No resultaba difícil
adivinar cuál era uno de sus más arraigados vicios.
Empezamos a jugar. El caballero extendió
su pequeño abanico de naipes con dedos temblorosos. Declaró el rey de triunfos
y ganó dos puntos de la mano. Se llevó el primer juego por cinco puntos a dos.
Yo empezaba a estar asustado, aunque sin
saber por qué. Pero la suerte me favoreció en el segundo juego, y sumé cinco
puntos en tanto que él se quedaba con tres. Yo estaba bastante nervioso, pero
cuando el caballero recogió las cartas para servir el último juego me pareció
que su nerviosismo superaba al mío.
¡Y qué juego, Dios mío! Ninguna mano
produjo más de un punto, con un total de cuatro, equitativamente repartidos. El
triunfo era espadas: pedí cuatro cartas.
Me las sirvió una a una, y la primera que
levanté era el rey de espadas.
-Me basta con el rey -dije, poniéndola
boca arriba.
El caballero profirió un juramento y se
puso en pie, arrojando violentamente sus cartas sobre la mesa. Me levanté,
asustado, sin soltar el rey de espadas.
-Ésa es la clase de suerte que siempre me
ha fastidiado -dijo el caballero, en un tono más tranquilo.
Y empezó a pasear de un lado para otro,
con la cabeza inclinada sobre el pecho, hasta el punto de que me pregunté si
estaría bromeando y esperaba que yo me echara a reír. Luego se detuvo y me miró
fijamente.
-Muchacho -dijo-, te estoy muy agradecido
por la compañía. ¿Qué dirías si no pudiera pagarte?
De nuevo me pregunté si se burlaba de mí.
-Por favor -dije-, el dinero no tiene
importancia.
Sorprendentemente, mi respuesta pareció
enojarle.
-Te estoy muy agradecido por la compañía,
muchacho, pero maldito sea tu descaro. No hay ningún hombre, vivo o muerto, que
pueda decir que Giles Suttwell no ha hecho honor a una deuda de juego. ¡Maldito
sea tu descaro! ¿Me oyes? ¡Maldito sea tu descaro!
Me sentía tan asustado, que ni siquiera
pude tartamudear una palabra de disculpa.
El caballero reanudó sus paseos por la
habitación, con la cabeza inclinada y murmurando para sí mismo. Luego volvió a
detenerse y a mirarme.
-¡Maldito sea tu maldito descaro!
-exclamó-. Pero, ¿cómo voy a pagarte? ¡Ay! ¡Éste es el problema!
Se quedó pensando y luego, con gran
alivio por mi parte, me señaló la puerta.
-Buenas noches -dijo-. Te estoy muy
agradecido por la compañía, desde luego. Y maldigo tu descaro.
Me dirigí hacia la puerta. El caballero
me siguió.
-Te pagarás tú mismo, muchacho -le oí
decir-. Lo que era de mi padre es mío, aunque el maldito avaro lo ocultara a
mis ojos y a los ojos de los que vinieron después. En la biblioteca…, el quinto
tablero detrás de las estanterías a la izquierda de la puerta encarada al sur…,
toma lo que te debo…
Me encontraba ya en el pasillo y me volví
a mirarle mientras su voz se apagaba detrás de mí. No vi más que una puerta
cerrada. Entonces, un intenso terror se apoderó de mí y eché a correr escaleras
abajo, gritando, hasta encontrar el refugio de los brazos de mi madre. En aquel
momento apenas comprendía nada, pero mi terror me dijo que había estado con
algo que no era de la tierra ni era bueno.
Mi madre no hubiera creído una sola
palabra de lo que le conté si no hubiese observado que agarraba algo
convulsivamente en una de mis manos. Me obligó a abrir los dedos y cogió un
naipe de marfil.
Era el rey de espadas.
Mi madre se arriesgó a prolongar mi
estancia en la casa hasta que Sir George y su esposa regresaron. Les repitió
palabra por palabra la historia que yo le había contado a ella, y les mostró el
naipe de marfil.
Sir George apenas hizo ningún comentario.
Mucho más tarde me enteré de que la
habitación donde se desarrollaron los extraños acontecimientos que acabo de
narrar había sido cerrada porque se rumoreaba que era visitada por el fantasma
de Sir Giles Suttwell, jugador y borracho empedernido, que había fallecido a
finales del siglo XVIII.
La habitación fue abierta y en el
escritorio se encontró una baraja de treinta y un naipes: una baraja completa
para jugar al descarte… añadiéndole el rey de espadas. Y debido a que un
chiquillo no puede entrar en una habitación cerrada y coger una carta del cajón
cerrado de un escritorio, sin tener las llaves de la puerta ni del cajón, se
prestó una atención especial a mi historia, y de un modo particular a su final.
Antes de Sir Giles el despilfarrador, el
cabeza de familia había sido Sir Giles el tacaño. No sé el número de guineas
que se encontraron en una habitación secreta detrás de las estanterías de la
biblioteca. Lo único que sé es que mi madre y yo tenemos que agradecerle a Sir
George la parte de ellas que nos entregó.
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario