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miércoles, septiembre 03, 2025

LOS NAIPES DE MARFIL {Relatos}


 

Desde la edad de dos años, y hasta que cumplí los doce, vi muy poco a mi madre. Yo era el hijo póstumo de un padre que regentaba un modesto negocio y que dejó a mi madre casi en la miseria; de modo que poco después de quedarse viuda volvió a emplearse en la gran casa donde antes había trabajado en calidad de doncella.

Por fortuna para mí, los comerciantes del ramo de mi padre poseían un Montepío bastante bien organizado, y a su debido tiempo ingresé en una institución que me proporcionaba cama, comida y educación durante diez meses al año. Las vacaciones iba a pasarlas con mi tío, que tenía una panadería en Hounslow; y sólo veía a mi madre en sus ocasionales y breves visitas a la escuela o a la casa de su hermano.

Un año antes de mi duodécimo aniversario, mi madre había ascendido a la categoría de ama de llaves de Sir George Suttwell, en su gran mansión de Hampshire, y tenía muchos criados bajo su mando. Era una de aquellas mujeres fuertes, honradas y capaces, diseñadas especialmente por la naturaleza para ocupar modestas posiciones de confianza. Mi madre inspiraba una especie de miedo a la mayoría de la gente, y creo que los dos únicos seres a los cuales ella temía eran Sir George y su esposa. Le inspiraban un respeto rayano en la reverencia, y adoraba a la familia como si hubiese sido algún siervo feudal nacido y criado en la casa solariega.

Esa actitud hacia sus dueños contribuyó de un modo decisivo a nuestra larga separación. Mi madre temía pedir permiso para tenerme a su lado durante las vacaciones, pensando que yo podía hacer algo que atrajera sobre nuestras cabezas la cólera del Olimpo. De modo que fui creciendo y considerando a mi madre como a una persona querida y extraña al mismo tiempo, una gran dama cuyas periódicas visitas salpicaban la insulsa conversación de mis tíos de alusiones a cacerías, bailes de sociedad y cosas por el estilo que, en lo que a mí se refiere, podían haber tenido lugar en el planeta Marte.

Aunque yo quería a mi madre, como es natural, y siempre esperaba con afán el momento de verla, era bastante feliz con mis tíos cuando no estaba en la escuela. Mi tío, un buen hombre, era una de aquellas naturalezas sencillas que pueden buscar y encontrar compañía en un chiquillo. Poco amigo de salir de casa, su única afición era el fútbol, en calidad de espectador, desde luego; y cuando yo estaba en Hounslow siempre me llevaba con él a los partidos.

Me había enseñado a jugar al descarte y a la brisca, y muchas tardes jugábamos interminables partidas en la trastienda. Mi conocimiento del primero de aquellos juegos me valió más tarde el mejoramiento de mi educación, una modesta fortuna y los medios para establecerme por mi cuenta. Y la historia de aquella partida de descarte que me ganó un lugar en la vida muy por encima de la condición en que había nacido es algo que no reprocharé a ningún hombre que lo ponga en duda.

Acababa de cumplir los doce años cuando llegaron aquellas afortunadas vacaciones de Pascua.

Sir George y Lady Suttwell eran dos personas de cierta edad que raramente permanecían ausentes de su casa de Hampshire más de un fin de semana. Pero aquella primavera habían decidido efectuar algunas reformas necesarias en la casa y estarían fuera una temporada. Mi madre reunió el valor necesario para pedirles que le permitieran tenerme a su lado durante su ausencia. Los Suttwell no pusieron ningún inconveniente. «Ver Suttwell y morir» era una frase que había oído más de una vez de labios de mi madre; puede imaginarse, pues, el estado de excitación en que me sumió la perspectiva de aquel viaje.

Suttwell Court se encuentra en el borde occidental del New Forest, y a cuatro millas por carretera de la estación de Farringhurst. Recuerdo el tren, después de dejar atrás Southampton, llevándome a través de extensiones de bosque bañado por el sol y con el tierno verdor de la primavera. Pero el sol estaba muy bajo en el cielo cuando me apeé en el andén de Farringhurst, y unas nubes plomizas, avanzando por el oeste, tendían una lúgubre cortina sobre el atardecer.

En la estación me esperaba mi madre, la cual me besó y me acompañó hasta un destartalado vehículo que por espacio de una generación había servido de medio de transporte para los equipajes y los criados. Durante la mayor parte del trayecto, la lluvia repiqueteó contra las ventanillas y contra el techo del vehículo, y aquel melancólico final de un día brillante, añadido al hecho de que yo estaba cansado después de mi viaje, probablemente tendieron a deprimirme y a inspirarme los más absurdos presentimientos.

Supe que tenía un extraño e irrazonado temor a la casa cuando me asomé a la ventanilla y la vi por primera vez, mientras la cálida lluvia empapaba mis cabellos. Había imaginado que Suttwell Court era un palacio oriental como los que describen los cuentos de hadas, para descubrir que su aspecto resultaba todavía más lúgubre que el de la institución donde había pasado la mayor parte de mi vida. Entré en la enorme mansión con la misma sensación de espanto que experimenta un chiquillo al entrar por primera vez en una catedral.

Una sopa de salchichas en el gabinete de mi madre contribuyó a mejorar mi estado de ánimo. Un caballero muy amable, llamado Mr. Hewitt, compartió la cena con nosotros. Mi madre me dijo que era el mayordomo; y desde entonces en mi valoración de las categorías sociales los mayordomos se situaron a un nivel equivalente al de los miembros de la Cámara de los Lores. Me pareció que tenía más dignidad, más sentido del humor y más condescendencia hacia un niño de doce años que cualquiera de los profesores del orfelinato.

Mi madre me envió a la cama muy temprano, pero antes de hacerlo me mostró un poco, muy poco, de aquellas partes de la casa que en época normal eran sagradas. Entonces volví a sentirme deprimido y asustado. Todo era alarmantemente grande y macizo; no había ni un solo cuadro que no pareciera veinte veces mayor que un cuadro normal, ni un sillón en el cual no hubiese podido sentarse cómodamente un gigante. Las propias alfombras bajo mis pies eran un fastidio: temía que en cualquier momento me riñeran por andar sobre ellas.

Agradecí el hecho de que mi dormitorio se encontrara al final de un pasillo que parecía el rincón más sencillo de la casa, con esteras de paja en el suelo. En mi cuarto, el piso era de linóleo, y las alfombras, finas y gastadas, me recordaron Hounslow y el cómodo gabinete de tío Fred.

Mi estado de ánimo había mejorado al día siguiente, y la casa me pareció menos impresionante a la luz matinal, cuando, acompañado por mi madre, terminé de recorrerla. Mi madre, sumamente activa, se movía al compás de un perpetuo entrechocar de llaves, y ello me hizo sentir que era una persona muy importante, aumentando el respeto que ya me inspiraba. Una sola mirada le bastaba para escoger la llave que iba a utilizar, sin que se equivocara nunca. Y en cada una de las habitaciones que visitábamos tenía un breve comentario a punto, señalando un mueble raro o un cuadro interesante, o contando algún importante acontecimiento familiar que había tenido aquella estancia por escenario.

Supongo que los cuadros me interesaban más que cualquier otra cosa. Había muchos retratos de antepasados, especialmente en el vestíbulo y en la larga galería del piso alto. El parecido familiar entre aquellos Suttwell era muy notable, y si mi madre no me hubiera informado del parentesco que unía a aquellos personajes, habría pensado que todos los retratos eran del mismo hombre con diferentes vestidos y en épocas distintas de su vida.

En nuestro recorrido por la casa sólo dejamos de visitar una habitación, debido a que era la única de la cual mi madre no tenía la llave. La puerta cerrada se encontraba en el primer piso, en un pasillo que se extendía directamente desde la escalinata principal hasta el ala oeste, y mi curiosidad se despertó cuando mi madre pasó de largo ante ella.

-¿Qué hay ahí dentro? -pregunté.

-No lo sé -respondió secamente mi madre.

-Pero, ¿por qué no tienes la llave?

-La tiene Sir George. Si prefiere guardarla él, por algo será.

Pensé que mi madre estaba disgustada porque no le habían confiado la llave de aquella habitación junto con las demás, y que ése era el motivo de que respondiera a mis preguntas de un modo más brusco que de costumbre.

La misteriosa habitación me impresionó vivamente y mi fantasía se desbordó: alguien había cometido un asesinato allí. El esqueleto de un hombre yacía aún en el centro de la estancia, sobre una gran mancha de sangre seca… Pero cuando le sugerí aquella horrible y deliciosa posibilidad a mi madre, se mostró impaciente y muy desalentadora.

La casa hubiese sido un campo de juego ideal para mí si me hubieran permitido utilizarla como tal, pero estaba limitado a la habitación de mi madre y a la gran cocina, aunque a veces el amable Mr. Hewitt me permitía ayudarle a quitar el polvo de los cristales de su despensa. Fuera de la casa la situación no mejoraba. Los jardines eran todavía más sagrados para las pisadas que la gran alfombra gris del salón principal.

Pero los criados, dentro y fuera, se mostraban muy cariñosos conmigo, y parecían disfrutar malcriándome cuando mi madre no estaba a la vista. Ninguno de ellos idolatraba a la familia como mi madre, y Mr. Sturgess, que era uno de los jardineros y nunca estaba demasiado atareado para hablar, me contó más detalles de la historia de los Suttwell que mi propia madre. Un día me dejó sin aliento al decirme que Sir George era un hombre pobre. Parpadeé, para dar a entender que la cosa no resultaba fácil de creer.

-No me refiero a que a ti y a mí no nos gustara cambiarnos con él, por ejemplo -confesó Mr. Sturgess-. Pero no es un hombre rico de acuerdo con sus propias ideas. Cuando un personaje de su categoría empieza a vender tierras, mal van las cosas. Si el padre de Sir George estuviera vivo, la familia habría perdido la casa hace tiempo.

Y entonces me contó que durante muchas generaciones los cabezas de familia de la mansión habían sido alternativamente tacaños y despilfarradores. Un Suttwell había malgastado su fortuna y dejado un montón de deudas; su hijo había trabajado duramente para restablecer el equilibrio financiero de la casa, sólo para que la generación siguiente volviera a gastar sin medida.

-Sir Hugh, el padre de Sir George, fue el hombre más despilfarrador que pueda imaginarse -me informó Mr. Sturgess.

-Entonces, Sir George es un tacaño, ¿no? -pregunté.

Sturgess sonrió y se rascó la barbilla.

-Bueno, tal vez no sea ése el nombre exacto que puede dársele -dijo-. Pero no le falta mucho para serlo…, no le falta mucho.

Mis cinco primeros días en Suttwell Court transcurrieron agradablemente y con bastante placidez. Me atrevo a decir que mi aburrimiento habría sido completo si los criados no se hubieran mostrado tan predispuestos a alegrar mi estancia en la casa. Además, me gané el respeto de Mr. Hewitt enseñándole a jugar al descarte.

-El mejor juego de naipes para dos personas que se ha inventado nunca -fue su veredicto sobre el descarte.

La cosa ocurrió el sexto día de mi estancia en Suttwell Court.

Mi madre, amante como era de la disciplina, no me permitía permanecer levantado hasta altas horas de la noche. A las nueve y media en punto me besaba, encendía mi vela y me enviaba a la cama. Siempre, al cabo de media hora, la oía entrar en la habitación contigua a la mía.

Los obreros solían trabajar hasta la puesta del sol, pero aquella noche un grupo de ellos había decidido terminar una reparación en la escalera de la parte de atrás, de modo que cuando mi madre me envió a la cama tuve que cruzar el vestíbulo y subir por la escalinata principal.

Era una noche muy oscura, sin luna y sin estrellas, y la casa estaba sumida en una oscuridad casi total. Recuerdo las divertidas y horribles sombras que acompañaron mi paso a través del vestíbulo con mi pequeña vela, y cómo los ojos de los retratos me miraban fijamente a través de la penumbra, tal vez preguntándose con indignación qué derecho tenía yo a estar allí.

A mi alrededor, las sombras se alargaban y se hinchaban a medida que subía la escalinata, y me alegré de llegar al rellano, lejos de las miradas que me acechaban en el vestíbulo.

Había dado media docena de pasos por el pasillo que conducía al ala oeste, cuando me detuve súbitamente. Había llegado a la puerta de aquella misteriosa habitación cerrada y tuve que pararme y contemplarla unos instantes, como un chiquillo que carece del dinero necesario para entrar en un cine contempla el vestíbulo del local. Estaba a punto de reanudar mi camino cuando ocurrió algo que sé perfectamente que es cierto y que, no obstante, todavía me parece increíble.

De pronto, sin el menor ruido que me alarmara, la puerta se abrió. En el umbral apareció un caballero, y detrás de él la habitación estaba iluminada. Retrocedí un paso y miré. Estaba sorprendido, desde luego, pero no eché a correr muerto de miedo, como era de esperar.

El caballero sonreía. Sonreía con la boca y con los ojos, unos ojos que tenían una especie de brillo malicioso que yo había visto en más de una ocasión en algunos hombres aficionados a empinar el codo. Sin embargo, la expresión de su rostro era amable. En conjunto, su aspecto era tan amistoso que disipaba inmediatamente cualquier temor.

-¡Vaya! -exclamó con una voz suave y gutural-. ¡Si es un muchacho! ¡Hola, chico! Acércate…

Di un paso hacia él, sosteniendo mi vela. Iba vestido como uno de los retratos del vestíbulo, lo cual contribuía a aumentar su parecido con uno de los Suttwell. Una peluca, rizada y muy empolvada, ocultaba sus cabellos naturales.

Doy gracias al cielo porque en aquel momento no se me ocurriera pensar lo que ahora sé. El caballero parecía tan sólido y real como cualquier persona de las que hasta entonces había visto. Y los retratos habían puesto en mi mente infantil la idea de que los Suttwell continuaban circulando por el mundo con sus pelucas y sus encajes. El caballero era uno de aquellos semidioses a los que se aludía reverentemente como a «la familia». Me limité a sonreírle tímidamente, preguntándome cómo había conseguido entrar en la casa sin que mi madre, que lo sabía todo, se diera cuenta.

-¿Adónde ibas, muchacho? -me preguntó.

-A acostarme, señor.

-¿A acostarte? ¡Oh! -Tenía una voz petulante y, al mismo tiempo, ligeramente temblorosa-. Vamos, vamos… Ahora que estás aquí, no vas a negarme un rato de compañía… En estos últimos tiempos he estado muy solo.

Su voz se había impregnado de tristeza al pronunciar aquellas últimas palabras y me sentí conmovido. Luego dijo algo en francés que no pude comprender, pero me pareció que se trataba de una invitación para que entrara en la estancia, sobre todo al ver que se apartaba ligeramente a un lado mientras hablaba.

Entré, pues, en el cuarto misterioso. Estaba brillantemente iluminado, pero no recuerdo haber visto ninguna lámpara ni ninguna vela encendida. El apartamento era una especie de salón. Había una mesa en el centro, unos sólidos y antiguos sillones, libros, un escritorio… Y el polvo de siglos cubriéndolo todo con una espesa capa.

-Sí -dijo el caballero-, ahora tengo poca compañía, y no puedo mostrarme demasiado exigente. Los tiempos han cambiado. Confieso que llevo más tiempo del que puedo imaginar muriéndome de ganas de jugar una partida a las cartas. -Me miró, con las cejas enarcadas, como sabiendo de antemano lo ocioso de su pregunta-. Tú no juegas a las cartas, ¿verdad?

-Sí, señor -contesté-. Conozco algunos juegos.

Su sonrisa se ensanchó y luego sacudió la cabeza.

-Algún juego de villanos, sin duda -dijo-. Bueno, bueno, vale más un poco de cerveza que mucha agua… Será un verdadero placer sentir los naipes en mis manos otra vez. Bueno, ¿cuál es tu juego preferido, muchacho?

-Sé jugar al descarte -murmuré.

-¿Al descarte? -Sus ojos parecieron agrandarse a causa de la sorpresa y del placer que experimentaba-. ¡Al descarte! ¡El juego de moda en estos momentos! Oye, ¿quién diablos te ha instruido de ese modo?

Me encogí de hombros, sin saber qué contestar. El caballero, por su parte, no parecía esperar mi respuesta. Me dirigió una reverencia tan irónica y tan divertida que estuve a punto de echarme a reír, en vez de sentirme ofendido.

-Sir -dijo-, me siento profundamente honrado por vuestra compañía, y si jugáis al descarte sois bien venido a mis lares por partida doble. He perdido más guineas al descarte que pelos tengo en la cabeza. Si queréis honrarme con una partida…

Me miraba ansiosamente, como si pensara que podía negarme a jugar con él. No dije nada, limitándome a mirarle con una sonrisa intrigada y nerviosa.

Interpretó mi silencio como un mudo asentimiento, se acercó al escritorio, abrió un cajón y sacó una baraja. Luego dejó caer los naipes sobre la polvorienta mesa.

-¿A cuánto es la puesta? -inquirió, mirándome con sus ojillos burlones-. ¿Lo normal en el club?

Sospeché que se estaba mofando de mí, ya que un caballero como él no podía aceptar nada de un chiquillo. En realidad, yo no tenía nada que perder, pero estaba seguro de que, si ganaba, aquel amable y extravagante caballero no permitiría que me marchara con las manos vacías. De modo que sonreí y dije:

-Desde luego.

La baraja estaba preparada ya para jugar al descarte, es decir, que sólo contenía treinta y dos cartas, empezando por los sietes. Mientras los mezclaba me di cuenta por primera vez de la gran belleza y originalidad de los naipes: eran de marfil, pintados a mano y sometidos a un tratamiento que hacía inalterables los colores. Perdí la mano y acerqué un sillón a la mesa.

-¿Una ronda de tres juegos? -preguntó el caballero.

Asentí y empezó a dar. Mientras repartía las cartas observé que sus maneras habían cambiado. Su rostro había perdido su expresión jovial y estaba ahora terriblemente serio. No resultaba difícil adivinar cuál era uno de sus más arraigados vicios.

Empezamos a jugar. El caballero extendió su pequeño abanico de naipes con dedos temblorosos. Declaró el rey de triunfos y ganó dos puntos de la mano. Se llevó el primer juego por cinco puntos a dos.

Yo empezaba a estar asustado, aunque sin saber por qué. Pero la suerte me favoreció en el segundo juego, y sumé cinco puntos en tanto que él se quedaba con tres. Yo estaba bastante nervioso, pero cuando el caballero recogió las cartas para servir el último juego me pareció que su nerviosismo superaba al mío.

¡Y qué juego, Dios mío! Ninguna mano produjo más de un punto, con un total de cuatro, equitativamente repartidos. El triunfo era espadas: pedí cuatro cartas.

Me las sirvió una a una, y la primera que levanté era el rey de espadas.

-Me basta con el rey -dije, poniéndola boca arriba.

El caballero profirió un juramento y se puso en pie, arrojando violentamente sus cartas sobre la mesa. Me levanté, asustado, sin soltar el rey de espadas.

-Ésa es la clase de suerte que siempre me ha fastidiado -dijo el caballero, en un tono más tranquilo.

Y empezó a pasear de un lado para otro, con la cabeza inclinada sobre el pecho, hasta el punto de que me pregunté si estaría bromeando y esperaba que yo me echara a reír. Luego se detuvo y me miró fijamente.

-Muchacho -dijo-, te estoy muy agradecido por la compañía. ¿Qué dirías si no pudiera pagarte?

De nuevo me pregunté si se burlaba de mí.

-Por favor -dije-, el dinero no tiene importancia.

Sorprendentemente, mi respuesta pareció enojarle.

-Te estoy muy agradecido por la compañía, muchacho, pero maldito sea tu descaro. No hay ningún hombre, vivo o muerto, que pueda decir que Giles Suttwell no ha hecho honor a una deuda de juego. ¡Maldito sea tu descaro! ¿Me oyes? ¡Maldito sea tu descaro!

Me sentía tan asustado, que ni siquiera pude tartamudear una palabra de disculpa.

El caballero reanudó sus paseos por la habitación, con la cabeza inclinada y murmurando para sí mismo. Luego volvió a detenerse y a mirarme.

-¡Maldito sea tu maldito descaro! -exclamó-. Pero, ¿cómo voy a pagarte? ¡Ay! ¡Éste es el problema!

Se quedó pensando y luego, con gran alivio por mi parte, me señaló la puerta.

-Buenas noches -dijo-. Te estoy muy agradecido por la compañía, desde luego. Y maldigo tu descaro.

Me dirigí hacia la puerta. El caballero me siguió.

-Te pagarás tú mismo, muchacho -le oí decir-. Lo que era de mi padre es mío, aunque el maldito avaro lo ocultara a mis ojos y a los ojos de los que vinieron después. En la biblioteca…, el quinto tablero detrás de las estanterías a la izquierda de la puerta encarada al sur…, toma lo que te debo…

Me encontraba ya en el pasillo y me volví a mirarle mientras su voz se apagaba detrás de mí. No vi más que una puerta cerrada. Entonces, un intenso terror se apoderó de mí y eché a correr escaleras abajo, gritando, hasta encontrar el refugio de los brazos de mi madre. En aquel momento apenas comprendía nada, pero mi terror me dijo que había estado con algo que no era de la tierra ni era bueno.

Mi madre no hubiera creído una sola palabra de lo que le conté si no hubiese observado que agarraba algo convulsivamente en una de mis manos. Me obligó a abrir los dedos y cogió un naipe de marfil.

Era el rey de espadas.

Mi madre se arriesgó a prolongar mi estancia en la casa hasta que Sir George y su esposa regresaron. Les repitió palabra por palabra la historia que yo le había contado a ella, y les mostró el naipe de marfil.

Sir George apenas hizo ningún comentario.

Mucho más tarde me enteré de que la habitación donde se desarrollaron los extraños acontecimientos que acabo de narrar había sido cerrada porque se rumoreaba que era visitada por el fantasma de Sir Giles Suttwell, jugador y borracho empedernido, que había fallecido a finales del siglo XVIII.

La habitación fue abierta y en el escritorio se encontró una baraja de treinta y un naipes: una baraja completa para jugar al descarte… añadiéndole el rey de espadas. Y debido a que un chiquillo no puede entrar en una habitación cerrada y coger una carta del cajón cerrado de un escritorio, sin tener las llaves de la puerta ni del cajón, se prestó una atención especial a mi historia, y de un modo particular a su final.

Antes de Sir Giles el despilfarrador, el cabeza de familia había sido Sir Giles el tacaño. No sé el número de guineas que se encontraron en una habitación secreta detrás de las estanterías de la biblioteca. Lo único que sé es que mi madre y yo tenemos que agradecerle a Sir George la parte de ellas que nos entregó.

 

FIN

 


 

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