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jueves, junio 09, 2022

El Sueño de Hipatia 21

 





Alejandría, año 412

A sus cuarenta y un años Hipatia era una mujer hermosa, su físico seguía siendo atractivo para los hombres. Ayudaba a su belleza el ejercicio físico que practicaba en su casa, después de que el gimnasio, donde, además de debatir y conversar, se hacían ejercicios físicos, hubiese corrido la misma suerte que el teatro, el circo o las termas; en materia de costumbres, el patriarcado de Teófilo se había mostrado inexorable. Amparado por los decretos imperiales, tras la destrucción del Serapeo, en cuyo solar, después de un largo abandono, se levantaba ahora una iglesia cristiana dedicada a san Juan, había cerrado, uno por uno, todos los templos de las antiguas deidades. Los paganos, como se denominaba ahora despectivamente a los cada vez más reducidos grupos de gentes que se aferraban a las viejas creencias, apenas tenían resquicios para vivir según sus principios.

Después de la muerte de su padre, pasó casi un año retirada en la villa de Eleusis. Allí recibía a algunos amigos atraídos por el neoplatonismo con los que departía en interesantes veladas. Con el paso de los años a Hipatia le interesaba cada vez más la filosofía, como sistema de ideas que permitía el ejercicio de la razón en sus cotas más elevadas. Durante aquellos meses de relativo retiro analizó a fondo los planteamientos filosóficos de Pitágoras y su escuela, que iban mucho más allá del estudio de las matemáticas. El pitagorismo estaba relacionado con ciertos cultos a los que solo tenían acceso los iniciados.

Su regreso a Alejandría supuso la vuelta a sus actividades. Impartió de nuevo clases de matemáticas, dos días por semana, a grupos de alumnos elegidos y daba algunas conferencias que, con solo anunciarse, levantaban una extraordinaria expectación. Sus admiradores decían que en ella se daban la mano el espíritu de Platón y el cuerpo de Venus.

Estaban a punto de llegar los idus de octubre y el otoño hasta entonces había mostrado su cara más placentera, la mañana era agradable y una suave brisa traía olores marineros hasta el aposento donde Hipatia trabajaba con uno de los textos del cuarto volumen de las Enéadas. Era un pequeño tratado donde Plotino interpretaba, según las ideas de Platón, uno de los principios del sistema pitagórico. Preparaba una conferencia para mostrar cómo los pitagóricos influían en el pensamiento de los seguidores de Platón.

La sobresaltaron unos gritos estridentes que llegaban desde la calle. Salió a la terraza y vio una turba de monjes, empuñando bastones, picas y espadas, que avanzaban vociferantes como una marea negra. Incluso desde la seguridad del lugar donde se encontraba, sus voces y amenazas infundían temor. Hasta sus oídos llegó el lúgubre tañido de las campanas que se elevaba por encima de la turbamulta. Desde hacía algunos años se las veía colgadas en los lugares más elevados de los templos cristianos; las tocaban para llamar a sus celebraciones. Hipatia pensó que debía de ocurrir algo muy grave. Los gritos de los monjes se perdían ya al final de calle. Se disponía a bajar para enterarse de la causa de aquel alboroto cuando Cayo apareció en la terraza. Estaba sofocado porque había subido las escaleras a toda prisa y por el peso de los años. Su presencia confirmó sus sospechas.

-¿Conoces la noticia?

-No, ¿qué sucede?

-El patriarca Teófilo llegó ayer a Alejandría; regresaba de un largo viaje por las tierras altas.

-¿A qué ha ido?

-Al parecer, deseaba visitar algunos cenobios donde los monjes no se adaptan a las nuevas normas establecidas por sus obispos.

-¿Todo ese jaleo tiene que ver con su regreso?

-Vuelve muy enfermo y, apenas se ha conocido la noticia, han comenzado los disturbios.

-¿Tan grave está?

-Parece que sí.

-¿Quiénes se enfrentan?

-Los partidarios de Timoteo y los de Cirilo, que se disputan la sucesión en el patriarcado.

Hipatia se encogió de hombros.

-En realidad, no hay grandes diferencias.

-Cirilo es más exaltado -matizó Cayo.

-¿Las tropas del prefecto no intervienen?

-Como es habitual desde hace tiempo, no se las ve por ninguna parte. Yo vengo del puerto, donde he sido testigo de una pelea.

-Tal vez Teófilo esté ya muerto -aventuró Hipatia.

-¿Por qué lo dices?

-Las campanas de sus iglesias suenan tristes, ¿no las oyes?

Hipatia había acertado. Teófilo, después de un cuarto de siglo de patriarcado, murió aquella mañana. Durante los dos días siguientes la tensión fue constante en todos los rincones de Alejandría, aunque los enfrentamientos entre los partidarios de Cirilo y de Timoteo no pasaron de simples escaramuzas mientras se velaba el cadáver del patriarca; cuando la tormenta estalló fue a la conclusión de las exequias del difunto.

Las calles de la ciudad se habían convertido en un lugar peligroso también a la luz del día. La conferencia de Hipatia sobre el mundo de los pitagóricos se había suspendido, en prevención de posibles altercados, ante la excitación reinante. Los enfrentamientos eran cada vez mayores conforme pasaban las horas. Los más violentos eran los protagonizados por grupos de monjes que se aporreaban sin la menor consideración. Al tercer día la pelea se había situado en torno a la iglesia de San Miguel, en la Vía Canópica.

-¿En San Miguel? ¿Por alguna razón especial? -preguntó Hipatia a Cayo.

-Allí va a celebrarse la elección del nuevo patriarca.

-¿Tan pronto? Todavía está caliente el cadáver de Teófilo.

-La tensión es insoportable, ama. Las calles se han convertido en campos de batalla y en las iglesias los clérigos excitan a las masas según sus preferencias. Cuanto antes acabe todo esto mucho mejor. Además, he oído decir que Cirilo tiene prisa por hacerse con el control de la situación. Teme la llegada de monjes de los cenobios del desierto partidarios de Timoteo.

-Para convertirse en patriarca, hará lo mismo que su tío: impedirá que voten los que no son fieles a su persona -comentó Hipatia.

Cayo, que a pesar de la edad continuaba con sus funciones de mayordomo, estaba bien informado. En los alrededores de la iglesia de San Miguel, una de las más importantes de la ciudad, levantada sobre un antiguo templo dedicado a Cronos, dios del tiempo, se había congregado una muchedumbre. El lugar estaba abarrotado por partidarios de los dos candidatos y por muchos curiosos. En el templo se encontraban los sacerdotes y los diáconos que tenían derecho de voto, y en la puerta los monjes de Petrus, un tosco individuo que se había convertido en el brazo derecho de Cirilo desde hacía unos meses, controlaban la entrada. Actuaba como jefe de los parabolanos y tenía experiencia de cómo actuar en aquellas circunstancias. Sus monjes solo permitían el paso de los que eran leales a Cirilo. En la calle se escuchaban los gritos procedentes del interior, reveladores de que el debate estaba en su punto culminante. Los aplausos y los silbidos se sucedían continuamente.

La llegada de un grupo de sacerdotes acompañados por medio centenar de monjes partidarios de Timoteo, dispuestos a entrar a todo trance, desató la batalla. La furia de los coléricos monjes encontró respuesta en los bastones de los parabolanos de Petrus. El enfrentamiento se extendió rápidamente entre la muchedumbre, que daba rienda suelta a sus preferencias y emociones. Los alrededores de San Miguel se convirtieron en un campo de batalla, mientras en la iglesia se elegía al nuevo patriarca de Alejandría.

Los parabolanos, hechos a la pelea callejera, se mostraban eficaces en la defensa de su posición, aunque las embestidas de los partidarios de Timoteo no cejaban. De repente arreciaron los gritos en el interior del templo y los que peleaban vacilaron. Instantes después las puertas de la iglesia se abrieron. Fue como si una mano invisible actuase sobre la muchedumbre: la lucha cesó y se hizo un momentáneo silencio. Un clérigo revestido con todos sus ornamentos litúrgicos, apareció sobre la escalinata, rodeado de diáconos. Carraspeó dos veces y luego gritó:

-¡Cirilo es patriarca de Alejandría!

Los monjes de Petrus prorrumpieron en aclamaciones. Sus rostros tenían una expresión feroz. Más que júbilo por la proclamación de su candidato se adivinaba un peligroso deseo de venganza. Poco a poco, la plaza de convirtió en un clamor:

-¡Cirilo! ¡Cirilo! ¡Cirilo!

Muchos abandonaron el lugar apesadumbrados, pero muchos más permanecieron allí para aclamar al sobrino de Teófilo, que se había hecho con el dominio de una de las sedes más importantes del mundo cristiano, una de las que disputaban al obispo de Roma la primacía sobre la cristiandad.

Entre los que se marcharon con el corazón oprimido por la angustia estaba un monje que había asistido al acontecimiento, sin participar en la reyerta. Recogía en una coleta trenzada su largo pelo negro donde ya aparecían canas y vestía un hábito pardo, raído y polvoriento; terciado sobre su costado llevaba un zurrón de piel de cabra. Durante más de una hora deambuló por el laberinto de callejas que se extendían entre la iglesia de San Miguel y la zona portuaria. No encontraba la referencia que buscaba y acabó en una perdida calleja. Al ver a dos marineros que salían de una casa se acercó a preguntarles; estaba a pocos pasos, cuando llamaron su atención unas pinturas en el dintel que lo dejaron paralizado. Unas mujeres exhibían sus cuerpos sin pudor. Uno de los individuos, con voz gangosa, exclamó divertido:

-¡Amarilis te la chupará por dos ases! ¡Si quieres follártela, tendrás que pagarle el doble!

Apiano, pues de él se trataba, se detuvo perplejo, dio media vuelta y abandonó el lugar a la carrera, como si hubiese visto al diablo. A su espalda escuchaba las carcajadas de los dos individuos. Corrió sin parar durante un buen rato hasta que, jadeante, llegó a una plaza de grandes dimensiones rodeada por edificios que habían conocido tiempos mejores. Estaba desierta. A su derecha se abría un largo puente que conducía hasta la isla que había al otro lado del puerto, donde se alzaba el imponente Faro que tanta fama había dado a la ciudad. Se apoyó en una columna y necesitó varios minutos para recuperar el resuello. Lo sobresaltó un ruido metálico a su espalda; era un anciano de barba canosa que con mucha dificultad había entreabierto una hoja de la enorme puerta de acceso a lo que quedaba de la antigua biblioteca. Llevaba una brazada de rollos de papiro y pergamino. El monje lo miró suspicaz, pero se decidió a preguntarle:

-Disculpa. ¿Podrías decirme dónde estoy?

El anciano apretó los rollos contra su pecho. También él recelaba del monje, quien le explicó:

-No soy de aquí, me he perdido y solo busco una dirección.

Sus palabras no relajaron al anciano, por lo que el monje añadió:

-Mi nombre es Apiano vengo de un cenobio que hay en Xenobosquion.

-¿Xenobosquion? ¿Dónde está eso?

-Aguas abajo del Nilo, más allá de Luxor.

El anciano se acarició la barba.

-¿Qué quieres saber?

-Dónde estoy, pero sobre todo cómo puedo llegar a casa de Hipatia, la hija de Teón el astrólogo.

La sorpresa se sumó al recelo que brillaba en sus ojos.

-¿Por qué quieres ir a casa de Hipatia?

-Tengo que entregarle un mensaje.

Otra vez se acarició la barba con aire caviloso.

-¿Nunca has estado en Alejandría?

-Vine hace mucho tiempo, acompañando al apa de mi cenobio. Se llamaba Papías.

-¿Cómo has dicho que se llamaba?

-Papías.

-¡Papías! -exclamó el anciano como si hubiese hecho un descubrimiento.

-¿Lo conocías?

-¡Claro que lo conocía! ¡Trabajaba aquí, en la Biblioteca! ¡Era el mejor escriba! ¡No sé por qué le dio aquel arrebato y se fue al desierto!

El recelo del anciano se había convertido en cordialidad.

-¿Traes un mensaje de Papías para Hipatia?

-Así es.

-¡Ven, acompáñame! Te llevaré hasta su casa. Mi nombre es Olimpio.

Tardaron un buen rato porque Olimpio buscó un camino seguro para ir desde el Ágora hasta la mansión de Hipatia. Era mejor evitar las calles principales tomadas por los partidarios de Cirilo, que celebraban el ascenso de su jefe al patriarcado. Muchos estaban ebrios y un encuentro podía resultar desagradable.

Cuando llegaron a su destino la noche había caído, pero la fachada de la casa de Hipatia relumbraba como un ascua en medio de la oscuridad. Era una de las pocas mansiones de Alejandría en las que se mantenía la vieja costumbre de encender faroles cuando llegaba la noche. Muchos habían dejado de hacerlo, unos por temor y otros siguiendo las instrucciones del patriarca Teófilo, quien había ordenado que con las primeras sombras las campanas de los templos llamaran a la oración y se diese por concluida la jornada. La noche era el dominio de las tinieblas y de los demonios, lo conveniente era recluirse en las casas y esperar la llegada del nuevo día. Era también una medida contra las grandes cenas y las celebraciones nocturnas, consideradas por los cristianos como orgías donde el desenfreno conducía al pecado y a la ofensa de Dios.

En la puerta había algunas literas y varios caballos al cuidado de un nutrido grupo de esclavos. La mansión estaba muy concurrida y Olimpio tuvo que insistir para que Cayo saliese.

-Entiéndelo, Olimpio, ese monje tendrá que esperar a que termine la reunión. Si quieres, me haré cargo del mensaje.

Apiano descartó esa posibilidad. Él no tenía prisa y aguardaría hasta que Hipatia pudiese recibirlo. Agradeció al viejo bibliotecario su ayuda, y se dispuso a esperar. El mayordomo le preguntó si había comido.

-Lo último que ha entrado en mi estómago fueron unas raíces que conseguí en las afueras de la ciudad; eso fue ayer al mediodía.

-Acompáñame.

Cayo se lo llevó a la cocina, donde le sirvieron una escudilla con sopas de ajo, un tasajo de carne y un trozo de queso con una rebanada de pan. Una de las esclavas le ofreció un cuenco con vino que Apiano rechazó. Tanta comida le pareció un banquete, y a pesar del hambre comió con mesura. Le ayudaba a ser morigerado el ascetismo que presidía la vida del que hasta hacía pocas fechas había sido su cenobio.

Al filo de la medianoche Cayo apareció por la cocina.

-Sígueme, mi ama te espera.

La animación que había cuando llegó con Olimpio había dado paso al silencio. Los invitados se habían marchado e Hipatia lo aguardaba en una sala del ala de la casa que se abría al jardín. Al principio no reconoció al monje, quien se presentó como uno de los que acompañaron a Papías en su anterior visita.

-Recuerdo que con él venían dos monjes.

Apiano asintió.

-Éramos Eutiquio y yo.

-¿Cómo está Papías?

En pocas palabras la puso al corriente de los últimos acontecimientos y le hizo entrega de la carta que el apa le había confiado. Hipatia leyó las líneas que el anciano había garabateado con mano temblorosa, alzó la vista y preguntó al monje:

-¿Estás seguro de que es lo mejor?

Apiano se encogió de hombros.

-Lo que yo piense carece de importancia. Ni siquiera sé lo que el apa dice en esa carta, pero por nada del mundo dejaría de cumplir su voluntad.

Hipatia asintió con un leve movimiento de cabeza. Sentía un profundo respeto por aquel viejo escriba que había renunciado a los placeres terrenales por sus ideas.

-¿Por qué Eutiquio se ha comportado de esa manera?

-Porque la ambición ha corrompido su alma. Desde hace algún tiempo, conforme aumentaban los problemas del apa ante la creciente influencia de los seguidores de Teófilo, se mostraba huidizo. Papías había notado que en Eutiquio se estaba experimentando una transformación.

-¿Sabes que Teófilo ha muerto?

-Me enteré ayer, cuando estaba cerca de Alejandría. También sé que han elegido a Cirilo como patriarca.

-¿Cuándo partirás?

-Lo antes posible. Tengo que cumplir la voluntad del apa y no puedo fiarme porque nada ha cambiado con la muerte de Teófilo. El sobrino es peor que el tío.

-Esos textos están seguros aquí, porque no les resultará fácil entrar en esta casa, pero cumpliremos el deseo de Papías. Partirás mañana y te proporcionaré una escolta que te proteja hasta que estés a una distancia prudente de Alejandría.

Poco después del amanecer, Hipatia, que había permanecido toda la noche encerrada en la biblioteca, le entregó los códices que su padre y ella habían custodiado durante muchos años; también le dio una bolsa con veinte denarios de plata, una cantidad de dinero que Apiano jamás había visto junta. A media mañana se puso en camino.

Necesitó treinta y dos jornadas para llegar a Xenobosquion. Allí, el anciano Setas y sus hijos lo acogieron y le dieron malas noticias: Papías había sido condenado como hereje y Teófilo se lo llevó enjaulado como si fuera un animal. También que, cuando estaban en Licópolis, lo encontraron muerto en la jaula.

-Corre el rumor de que fue estrangulado por orden del propio Teófilo. -Las lágrimas habían asomado a los ojos del anciano.

El monje tuvo que hacer un esfuerzo para contener las suyas. Después de un breve silencio, le preguntó:

-En el cenobio ¿cómo están las cosas?

-El nuevo apa es Eutiquio.

-Es el pago por su traición.

Los campesinos lo miraron en silencio. En sus rostros se adivinaba una mezcla de preocupación y miedo.

-Durante semanas nos han estado vigilando.

-¿A vosotros? -preguntó Apiano inquieto.

-Sí, patrullas de monjes han recorrido los contornos en tu búsqueda.

-¿Me han buscado por aquí?

-Por aquí y por todos los alrededores. Ahora hay menos movimiento, pero yo no me fiaría.

Apiano supo que su vida no valdría nada si alguno de los secuaces de Eutiquio lo localizaba y también que estaba poniendo en un grave aprieto a aquellas gentes que lo habían acogido. En tales circunstancias tenía que decidir el destino de los textos que llevaba consigo.

A pesar del riesgo que suponía darle cobijo, Setas no consintió que dejase la cabaña. Pasó la noche muy inquieto, casi sin pegar ojo. Al amanecer había tomado una decisión.

-Antes de marcharme, tengo que pediros un último favor.

-¿Qué deseas?

-Necesito que me compréis una urna de barro y una azada.

Cuando los hijos de Setas regresaron con el encargo, se despidió de ellos agradeciéndoles su hospitalidad. Antes de marcharse les entregó casi todo el dinero que le quedaba. Los campesinos no daban crédito a su buena suerte: para ellos era una pequeña fortuna. Apiano, cargado con el zurrón de piel de cabra donde guardaba los códices, con la urna y la azada, un pellejo con agua y algo de comida, se alejó campo través para evitar algún encuentro desagradable. Caminó media jornada y cuando el sol ya declinaba se acercó a la ribera del Nilo y compró a unos pescadores un poco de brea de la que utilizaban para calafatear el casco de sus embarcaciones.

Luego se alejó por una vereda de cabras, hasta un lugar apartado, un farallón montañoso que se alzaba a unos tres estadios de la ribera del Nilo, donde se estrellaban las crecidas del río. Colocó los manuscritos en la urna, la selló con la brea, cavó un profundo hoyo y allí la dejó escondida. Disimuló las huellas de su actuación y se alejó del lugar.

Se internó en el desierto y caminó en busca de un sitio a propósito en el que dedicarse a la oración, apartado del mundo. Nunca más se supo de él.


-- Patricia Mabel.

miércoles, abril 06, 2022

ENSAYO AL VIEJO ESTILO .- Robert Bloch

 




 

La cabeza del administrador Raymond era una colmena de avispones. Podía sentirlos zumbar en su cerebro y alargó la mano antes de abrir los ojos.

El Yorl, que probablemente había estada acuclillado a su lado durante la hora anterior, colocó un vaso de Aspergin entre sus trémulos dedos.

El administrador Raymond se lo zampó y gradualmente sus dedos dejaron de retorcerse. El zumbido desapareció de su cráneo y fue capaz de abrir los ojos.

El azulado y pequeño Yorl le sonrió, diciéndole:

-Buenas, administrador -hizo una reverencia a continuación y le ofreció a Raymond sus calzoncillos.

Raymond se preguntó durante cuánto tiempo permanecería el Yorl en posición de reverencia, sabiendo que aquél era el último día. El nuevo administrador estaba al llegar, y él regresaría pronto a casa, a Vega y a la civilización. Sería magnífico contemplar otra vez un mundo normal, un mundo donde la hierba es como Dios manda y los pájaros gruñen dulcemente todo el día.

No obstante, sentía dejar Yorla, y también a los Yorls. Después de estar cinco años allí, el administrador Raymond se había encariñado extrañamente con ambos.

Resoplando, Raymond forcejeó dentro de su uniforme.

-¡La nave toma tierra! -Otro Yorl entró corriendo, como de costumbre, sin molestarse en llamar. Sonrió a Raymond-. Trae un sonrosado.

«Sonrosado.» Así llamaban los Yorls a los humanos. Debía referirse al nuevo administrador.

-Baja y dile que estaré con él en seguida -ordenó Raymond. El Yorl mensajero se retiró y el otro dio a Raymond un afeitado, le limpió el calzado y le puso otro vaso de Aspergin, todo por este orden.

Entonces bajó Raymond para recibir al nuevo administrador.

Se lo encontró apoyado sobre las manos en el centro de la planta baja.

-Salud -dijo desde su erguido-caída posición-. Usted debe ser Raymond, ¿eh? Yo soy Philip.

-Encantado de verle -dijo Raymond, preguntándose si debía ir a su encuentro y estrecharle el pie.

-Excuse la informalidad -dijo Philip-. Estoy intentando recuperar un poco la circulación. Tras un largo viaje, el efecto de la descompresión es una lata.

Raymond asintió, contemplando al recién llegado. Tanto erguido-caído como horizontal, Philip era un joven notablemente guapo y musculoso. Su sonrisa irradiaba entusiasta vitalidad.

Philip se puso en pie de un salto, saludablemente sonrojado, y tendió la mano a Raymond. El apretón fue tan sincero como el tono de su voz.

-Encantado de verle -dijo-. A propósito, el capitán Rand le envía sus disculpas. Hubo un pequeño contratiempo cuando aterrizamos: algo fue mal con el mecanismo auxiliar de gravitación. No entiendo el asunto técnico, pero me temo que él y la tripulación tendrá que permanecer aquí todavía una semana antes de poder emprender el vuelo de retorno.

-¿Una semana?

Philip se encogió de hombros.

-Sé lo que usted siente -dijo. Pero hablando con propiedad, me alegro de la demora. En una semana puede usted darme consejos sobre el lugar y el trabajo.

Raymond se volvió e hizo señas a su Yorl asistente.

-Dos Aspergins, ¡ venga, pronto!

Mientras el Yorl asentía y salía de la habitación reculando, Philip sacudió la cabeza.

-Para mí nada, gracias. Nunca altero mi dieta.

-Mejor que esté sobreaviso -advirtió Raymond-. Éste es un planeta febril.

-Me las arreglaré -dijo Philip, confiadamente-. Ya me pusieron toda clase de vacunas antes de partir. Además, en mi vida he estado enfermo un solo día. -Hizo una pausa, esperando a que el Yorl desapareciera por completo, y luego bajó la voz-. Extrañas criaturas, ¿verdad?

-Puede hacer uso de ellas -dijo Raymond-. Son espléndidos sirvientes. Aquí hay una plantilla de veinte: le bañan, le visten, le cepillan los dientes, lo que desee. Les gusta trabajar para un sonrosado. Así nos llaman, ¿sabe? Es más cómodo que esclavizarles en las minas. Son fieles y leales si usted les trata decentemente. Una vez se acostumbre a la piel azul y al idioma, y acepte sus costumbres…

Philip se sentó e hizo crujir los nudillos.

-Sus costumbres -dijo-. ¿Sabe cómo me recibieron cuando aterrizó la nave? Vinieron corriendo, agitando sus lanzas. Y en la punta de cada lanza había una cabeza.

-Eso significa que le hacían un honor -explicó Raymond-. Les dije que llegaría un nuevo administrador. De modo que formaron un grupo para darle la bienvenida y le llevaron sus trofeos como ostentación.

-¿Trofeos? ¿ Quiere decir que hoy por hoy son cortadores de cabezas?

-Claro que no. Atesoran cabezas y las preservan, pero no van por ahí matando a la gente para aumentar la colección.

-Entonces, ¿de dónde proceden las cabezas?

-Bueno, como ya sabrá, muchos de los Yorls trabajan en las minas. El trabajo es duro y no les gusta demasiado, pero, en cambio, les seduce nuestra forma de comercio. Tanto que cuando los jefes Yorl hacen sus acuerdos con Interplán, establecen una cuota. Todo Yorl que firma un contrato para trabajar en las minas, está obligado a producir una cierta cantidad de mineral. Si un Yorl no cumple con la cantidad, si es cogido escaqueándose… sus propios compañeros le cortan la cabeza sin más.

-Yo debería pensar alguna cosa para controlarlos.

-¿Quiere decir que yo debería haber hecho algo como administrador?

Philip se sonrojó pero no hizo la menor tentativa de denegar la sugerencia del otro.

Raymond suspiró.

-Quizá sintiera lo mismo cuando llegué aquí hace cinco años. Pero desde entonces he aprendido mucho. Ellos tienen sus propias leyes. Recuerde que Interplán nos envió aquí para administrar. No es tarea nuestra imponer nuestros conceptos y costumbres en este planeta. Además, el sistema funciona. Nosotros deseamos lo que producen las minas. Los Yorls se afanan para que lo obtengamos. Ellos eliminan sus propios vagos y maleantes, se despojan de sus elementos delincuentes.

-¡Pero eso no es justo! En el nombre de la humanidad…

Raymond suspiró de nuevo.

-Los Yorls no son humanos. Son humanoides. Eso es lo que usted no debe olvidar jamás.

Un Yorl entró en la habitación y se inclinó.

-Buenas tardes, administrador -dijo.

Philíp miró a Raymond, quien asintió brevemente.

-Exacto, es la tarde. Tiene que ir acostumbrándose a la mayor cortedad de los días aquí -Se volvió y miró al Yorl-. ¿Qué ocurre?

-Ustedes venir torga esta noche, tendremos koodoo en su honor.

-Nos invita a que vayamos al pueblo para una fiesta -explicó Raymond.

-¿Vendrán?

-Allí estaremos.

-¡Jajajá! -sonrió el Yorl muy contento-. ¡Mucha diversión!

Puede que fuera muy divertido para los Yorls e incluso para Raymond, pero a Philip no le gustó ni pizca el koodoo.

Permaneció sentado, sofocado bajo el calor de la cálida noche, contemplando a los danzarines con una tenue sonrisa en los labios. El ruido de los tambores le produjo dolor de cabeza. Luego tuvo lugar el banquete, e intentó probar los nauseabundos alimentos que se sirvieron en él.

A Raymond no pareció importarle, aunque luego protegió su estómago con Aspergin.

A Philip no le gustaba aquello. Eran salvajes y ninguna cháchara cambiaría las cosas. Bailando dentro de un amplio círculo de lanzas clavadas sobre la arena (cada lanza coronada por una preservada y sonriente cabeza de Yorl), las sonrisas de los danzantes vivos parecían incluso peor.

Ahora los bailarines se habían separado en dos grupos: machos y hembras. Formaron dos filas, encarándose la una a la otra. mientras los tambores resonaban a ritmo creciente. Las filas avanzaron, hasta converger, y entonces los tambores se volvieron frenéticos. La danza había dejado de ser una danza. Era una orgía masiva. Vaya, como que estaban…

-¡Raymond! -susurró Philip-. ¡Mírelos! ¿No va a detenerlos?

-Ya le dije que tienen sus propias costumbres. Esto lo están haciendo en su honor.

-¡ Es repugnante! -Philip se levantó bruscamente.

-Es natural -dijo Raymond, parpadeando-. ¿Adónde va?

-A mis habitaciones. Me temo que no doy para más.

Se alejó. El administrador no pudo alcanzarle hasta llegar al edificio de Administración.

-Regrese -pidió Raymond-. No puede hacer esto. Es un insulto que se haya marchado.

-¿Insulto? ¿Qué espera que haga? ¿Que vaya con ellos y me revuelque también?

-¿Está cabreado? Escuche, hijo, déjeme explicarle algunas cosas…

-No me interesan. Ya le he oído algunas explicaciones. Y me temo que los informes de la Compañía son correctos. Interplán me dio órdenes específicas de venir y aclarar la situación.

-¿La situación? ¿Qué situación?

Philip dudó, luego respiró a pleno pulmón.

-Siento haberlo mencionado, pero quizá sea mejor que usted sepa dónde se encuentra. Se sabe algo de usted, Raymond. Se sabe que usted ha estado dejando correr esta operación, y no lo aprueban mucho más que yo. Usted manda sobre los nativos como uno de aquellos gobernadores coloniales en los días de la prehistoria de la Tierra.

»En cinco años no ha hecho usted el menor intento de educarles, de reformarles, ni de procurarles un gobierno decente, formas decentes de conducta. En vez de ser usted un ejemplo para ellos, se ha rebajado a su nivel.

-Muy bien. -Ahora espere un minuto.

-¡No hay minuto que valga! Me haré cargo de mi puesto mañana a primera hora. Oficialmente. Usted permanecerá aquí hasta que el capitán Rand termine su trabajo en la nave, pero desde ahora estoy a cargo del mando.

-No es tan simple. Conozco a los Yorls, les comprendo. Usted no puede cambiarles de buenas a primeras -Raymond le miró con los ojos encendidos-. Tienen derecho a su propia forma de vida, a su libertad.

-Libertad no es libertinaje.

-Usted no entiende.

-Oh, por supuesto que sí, sólo que demasiado bien. No pueden mezclarse la administración y el Aspergin. De manera que vaya a la cama y duerma.

Philip giró sobre sus talones y caminó por el pasillo hacia su habitación.

No estaba preocupado. Había oído hablar de Raymond y ahora estaba él allí para hacerse cargo de los Yorls. Comenzaría al día siguiente. Y lo primero y más importante que habría que hacer sería poner fin a lo de cortar cabezas. Ya estaba bien de cabezas sobre lanzas.

Mañana, pues.

Raymond se quedó agradablemente sorprendido de ver que Philip se reunía con él para desayunar. Y su sorpresa fue mayor al comprobar que el joven aparecía de humor conciliador.

-No quiero que me interprete mal -le dijo Philip-. Sé tan bien como usted que es absurdo pretender cambiar de raíz los sentimientos de los nativos. La respuesta se encuentra en la aproximación psicológica. Es cuestión de canalizar sus agresiones.

-¿De veras?

-Usted me contó que el Yorl sólo corta la cabeza de los vagos, los malos trabajadores, los ineficaces. De ahí infiero que siempre estarán vigilando a ver quién transgrede las reglas.

-Eso es cierto. Todos los Yorls vigilan muy de cerca las actividades de sus compañeros de trabajo. Es una especie de espionaje recíproco, por decirlo así.

-En otras palabras, compiten entre sí para ver quién detecta más víctimas.

-Digámoslo así.

Philip asintió.

-Si puedo proporcionarles elementos inofensivos para sus instintos de competencia, pronto los tendré funcionando normalmente.

-¿Cómo? -murmuró Raymond.

Philip sonrió de nuevo.

-Aguarde y contemple -dijo.

Para especificar, tres tardes después Philip se dejó caer por su oficina y le invitó a la torga. Hacía un calor desacostumbrado, y Raymond prefirió ir en litera conducida por cuatro Yorls.

No podía imaginarse de dónde sacaba el joven su energía, pero allí estaba, saltando como un poseso, haciendo los arreglos de última hora en medio de la gran claridad que se abría ante las chozas. Se entretenía saltando dentro y fuera del ring…

Ring.

-Un minuto -murmuró Raymond-. No irá a decirme que ha planeado un combate de boxeo.

-¡Exactamente! -exclamó Philip alegremente-. Lo he acordado con los del pueblo y parecen bastante interesados. Prestaron sus servicios para levantar el ring y he hecho que las mujeres confeccionen guantes de ritan. Se presentó un sinfín de voluntarios para contender, una vez les expliqué los procedimientos. He entrenado a los dos que seleccionamos, y creo que organizarán un buen espectáculo. Vea, ya vienen.

Así era, en efecto. Los humanoides de pequeña estatura y piel azul se estaban congregando en torno al cuadrilátero improvisado, acuclillándose sobre el suelo llano y mirando hacia arriba con expectación, mientras los Yorls contendientes se dirigían a sus rincones correspondientes. Philip, con una sudada camisa y pantalón corto, trepó por los cabos de la porga que hacía las veces de cordaje. Obviamente hacía el papel de árbitro, y llevaba un silbato prendido de un cordel que le colgaba del cuello. Habló brevemente con los contendientes, los pequeños boxeadores azules asintieron y le sonrieron en réplica.

Entonces se oyó un rumor de tambores y Philip se adelantó hasta el centro del tablado, alzando las manos para pedir silencio. Habló brevemente sobre las reglas del combate que se iba a celebrar y de las virtudes del viril arte de la autodefensa. Ésta, declaró, sería una lucha limpia, en la que habría que demostrar los principios más elegantes de la deportividad. Y ahora, a una señal de tambor…

La señal sonó.

Philip retrocedió.

Los Yorls avanzaron desde sus respectivas esquinas.

El gentío bramó.

Los Yorls intercambiaron expertos golpes de tanteo.

El gentío aulló.

El Yorl más alto atizó a su contrincante bajo el cinturón.

Philip se adelantó colérico.

El Yorl más pequeño alzó la rodilla y golpeó al otro en la mandíbula.

Philip sopló su silbato.

Los Yorls no le hicieron caso. Quizá ni le oyeron entre los alaridos de la concurrencia. De cualquier modo, el caso es que estaban ahora cogidos. Ambos se propinaban puñetazos en la ingle de manera recíproca. Y se habían quitado los guantes.

Philip agitó los brazos, frenético, intentando separarles a continuación. Los Yorls habían bajado las cabezas y se atizaban más duramente. Entonces, de repente, cayeron rodando por el tablado. El más pequeño acabó colocándose sobre su oponente. Le pasó las manos en torno a la tráquea y apretó.

-¡Alto! -gritó Philip-. ¡Lo vas a matar!

El pequeño Yorl, que estaba encima del otro, asintió, sonriendo complacido. Liberó una mano pero hundió los dedos en los ojos de la víctima.

Entonces Raymond saltó al ring. Ayudó a Philip a separar al Yorl del inerte cuerpo de su oponente y dijo algo que calmara a la multitud a fin de dispensarla.

Más tarde, caminó con Philip hasta la Administración, en medio de la oscuridad.

-¡Pues no lo entiendo! -seguía diciendo Philip-. ¡No lo entiendo! Les ofrecí un sustituto lógico para sublimar…

-Quizá no tengan ganas de sublimar -dijo Raymond-. Quizá no puedan.

-Pero los principios de la psicología…

-…aplicada a los seres humanos -completó Raymond-. No necesariamente a los Yorls.

-Todavía no me doy por vencido -declaró Philip-. Sé que la idea es buena. El deporte es el mejor sustituto de la pelea. Siempre da resultado.

Entraron en la oficina. Raymond se volvió al otro.

-¿No puede darse cuenta de que los Yorls no creen en sustituciones? ¿Por qué tendrían que aceptarlas cuando tienen lo suyo propio?

-Lo propio -murmuró Philip-. ¡Claro! ¡Ahí está la respuesta! Nadie acepta la sustitución cuando tiene ante sí el objeto apropiado. Pero si el objeto apropiado no dura mucho, entonces tal vez se presten a cooperar.

-Si se ha traído tantas brillantes ideas -dijo Raymond-, le aconsejo que vaya olvidándolas.

Philip cabeceó.

-No son ideas brillantes. Sólo de sentido común. Usted me hizo anoche un gran favor, Raymond. No lo olvidaré.

Se volvió y se fue a su habitación. Raymond se dirigió a tomar un Aspergin.

Casi dos horas después, Raymond se tendió en la cama. Estaba agradablemente cansado, borrachín, y se sentía incapaz de prestar atención a las luces y gritos de más allá de la ventana.

Sólo cuando el Yorl entró corriendo, abrió los ojos y se incorporó.

-¿Qué pasa? -murmuró.

-Venga -exclamó el Yorl-. ¡Venga a la torga, rápido!

-¿Por qué?

Los ojos del Yorl, surcados de venas azules, dieron vueltas.

-El otro administrador está allí. ¡Él quemar cabezas!

-¡Mierda! -Raymond se levantó, afianzándose sobre sus pies mientras el Yorl le llevaba los zapatos. Tanteó en el fondo de un cajón, buscando la pistola que nunca llevaba puesta. La sintió fría y pesada mientras seguía al Yorl por el camino, corriendo en dirección a la torga.

Las luces se habían convertido ahora en llamas y los gritos aumentaron cuando Raymond alcanzó el claro.

El Yorl le había dicho la verdad.

Philip había esperado hasta que el pueblo se hubo sumido en la quietud, y luego se fue de choza en choza, reuniendo las lanzas, juntando las cabezas y amontonándolas como melones en una pila central situada al extremo del claro. Luego les había prendido fuego. Ardían con furia, aunque no con tanta como los mismos Yorls.

Philip estaba en pie ante el fuego, pistola en mano, enfrentándoles con actitud de desafío. Los Yorls se habían agrupado ante él en un solo cuerpo, gritando y aullando, agitando sus lanzas. Y se estaban acercando…

-¡Atrás! -gritó Philip-. ¡No quiero haceros daño! ¿No veis que esto es por vuestro bien? Es malo cortar cabezas. Es malo matar.

Raymond captó vagamente las palabras a través del tumulto. Dudaba de si los Yorls eran capaces de oír o entender, y en el caso de que así fuera, de que lo que les decía Philip significaba algo para ellos. Porque poco a poco se iban adelantando, aproximando más y más…

Una lanza pasó rozando la cabeza de Philip.

Éste no se movió. Se encaró con el Yorl que había arrojado la lanza, un pequeño humanoide azul que iba desarmado, y apretó el disparador de la pistola.

Se prudujo un crujido casi imperceptible y un plateado relámpago de energía. El Yorl cayó, arrugándose y ennegreciéndose antes de tocar el suelo.

Un gran susurro emergió de la multitud y luego se elevaron cien brazos y cien lanzas los siguieron.

Y se detuvieron.

Se detuvieron, mientras la fogata de cabezas se apagaba bruscamente, hasta desaparecer del todo.

Raymond había echado agua al fuego.

Todos se volvieron cuando se adelantó y cogió a Philip por el brazo. Contemplaron cómo le cogía la pistola y le conducía al centro de la fogata muerta. Contemplaron cómo arrojaba al suelo su propia pistola.

Raymond alzó los brazos por encima de su cabeza.

-Lo siento muy de veras -murmuró-. Se ha cometido un error, pero nunca más volverá a suceder. Os pedimos que nos dejéis ir en paz.

En silencio, se internó con Philip en la oscuridad.

Era ya la tarde del día siguiente cuando Philip entró en la oficina. Raymond se le quedó mirando, a la expectativa.

-¿Va a hacer su equipaje? -preguntó con aire de distraído.

-No he dejado el trabajo. ¿Por qué debería hacerlo?

-Ha ofendido mortalmente a los Yorls. Ha violado el gran tabú. Mató a uno de sus jefes.

Philip movió la cabeza negativamente.

-Fue en defensa propia -dijo-. Lo que hice, estuvo bien.

-De acuerdo con sus reglas, sí. Pero los Yorls…

-¡Mire!

Philip alzó el dedo señalando un rincón. Un sirviente Yorl permanecía allí acuclillado, con su rostro azul del color de la ceniza y los ojos desorbitados por el terror.

Philip sonrió.

-¿No lo ve? Ahora me teme. Todos me temen después de lo de anoche. No me había dado cuenta hasta ahora, pero hice lo que era necesario. Poniendo fin al fetichismo de las cabezas, destruyendo sus trofeos, he demostrado que un humano es más fuerte que su cultura bárbara…

-Pero ahora sienten odio hacia usted…

-¡Absurdo! Me odiaban la noche pasada y hasta estoy seguro de que una vez nos marchamos, rezaron por mi aniquilación. No pretendo entender sus supersticiones, pero apuesto a que esperaban que sus dioses acabaran conmigo con una lluvia de fuego. De modo que cuando volví al pueblo hoy, fue como un golpe verme vivo y sano.

-¿Volvió al pueblo?

-Vengo de allí -Philip miró despreocupadamente al Yorl, que se encogió-. He ahí la reacción que ahora obtengo de ellos. Nadie se atreverá a hacerme daño, nadie se atreverá a dirigirme la palabra. Les he sometido y ahora están bajo la ley. A partir de este momento, se acabaron las cabezas. Las minas se reestructurarán eficientemente a tenor de mis órdenes y bajo mi responsabilidad.

Raymond sacudió la cabeza.

-Pero fue usted el que objetó mi colonialismo, así lo llamó usted. Pensé que no le gustaba lo de tener criados ni darles órdenes.

-Y no me gusta -contestó Philip-. No en lo que respecta a mi condición personal. Pero esto es diferente. Estamos trabajando con algo fundamental. A fin de implantar la civilización y la salud, uno debe dar órdenes y hacerlas cumplir a la fuerza.

Raymond suspiró.

-¿Y los deportes? -preguntó suavemente-. ¿Debo suponer que ya no son importantes bajo el nuevo régimen?

Philip sonrió.

-Si quiere incurrir en el sarcasmo, ahórrese el esfuerzo -replicó-. Porque, desde luego, no tengo intención de abandonar el programa. Los nativos necesitan expandir su agresión. Y tal como dije antes, abrazarán lo nuevo más voluntariosamente. Ya lo están haciendo.

-¿Ahora?

-Sí. Impartí instrucciones a los del pueblo. Están construyendo un campo de fútbol.

-¿De fútbol?

-Por supuesto. Tendría que haber pensado en ello antes, en vez de ese asunto enfermizo del boxeo. El fútbol es un deporte natural. Exige la participación de conjunto y permite canalizar la actividad de un número mayor de nativos. Constituye la sublimación ideal: el hecho de que un grupo de gente fornida tome parte en un deporte canaliza también los instintos emocionales de los espectadores. Organizaré los equipos y los adiestraré. A su modo, me seguirán. Unas cuantas sesiones y pases de cabeza, un poco de táctica moderna y ya verá cómo resulta. Para mañana espero que levanten las porterías.

-Por favor, está usted cometiendo una equivocación. No puedo quedarme aquí viendo cómo hace usted estas cosas.

-No es necesario que sea así -rió Philip de nuevo-. Evitaré que esté usted por allí para ver los resultados. La nave parte dentro de tres días -se giró-. Bien, no le entretengo más. Me imagino que tendrá que hacerse el equipaje.

Raymond no quería hacerlo pero lo hizo. Durante los dos días siguientes no vio a Philip. Si estaba organizando y entrenando a sus equipos, no hubo señal de ello.

Raymond no hizo el menor esfuerzo por visitar la torga ni por inspeccionar el campo de juego que se abría tras ella. Hizo su equipaje y se tomó increíbles raciones de Aspergin.

La noche anterior al día de partida, Raymond, repentinamente, se sintió muy viejo, muy cansado. Se echóo atrás en la silla, juntando las manos sobre su abultado vientre.

El Yorl le encontró así.

-Buenas noches, administrador. ¿Va a venir ahora?

-¿Adónde?

-A ver el partido.

-¿El partido? ¿Quieres decir que vais a jugar al futbol ya?

-Sí. Partido de fútbol ahora. En su honor.

-De acuerdo. Pero sólo un ratito.

Raymond se levantó, luchando contra la fatiga y los adormecedores efectos del Aspergin. No quería ir, pero era la última noche y los Yorls podrían molestarse. En realidad, eran como niños, siempre querían compartir sus placeres con él.

Quizá fuera una buena idea. Dar crédito a la evidencia. Si Philip ya podía organizar un partido de fútbol, al cabo de tres días, merecía algún reconocimiento.

Los Yorls habían encendido antorchas de fuel-oil en torno al campo de juego y las llamas iluminaban la escena. Los tambores sonaban con alegre excitación y la azulada concurrencia cabriolaba con frenético entusiasmo, mientras varios caudillos de segunda fila agitaban lanzas en una versión Yorla de la animación.

Los dos equipos estaban ya en el campo, enfrascados en furiosa camorra. No había compulsión en sus movimientos, como tampoco el menor vestigio de contención entre los espectadores.

Raymond suspiró. Philip había obrado correctamente y él había estado equivocado. La evidencia que se mostraba ante sus ojos constituía la prueba final. Una vez más, el juego sustituía lo real y los Yorls consentían en ello, al igual que los humanos. A partir de ahora, el resto sería fácil. En cinco años, Philip les tendría a todos trabajando en las minas y pagando impuestos. Se transformarían en una comunidad civilizada, con cárceles, orfanatos y asilos.

De algún modo, nunca había creído que pudiera dar resultado de esta forma.

Un jugador de uno de los dos equipos estaba preparándose para dar un punterazo al balón. Raymond intentó localizar a Philip en el campo. Sin duda estaba actuando de árbitro.

Raymond revisó el campo a la luz de las antorchas, pero no pudo verlo. Todo cuanto podía divisar era la pelota, que ahora se colaba en una portería. Y la multitud aulló.

La multitud aulló y Raymond suspiró de nuevo. Se dio la vuelta y cogió el camino de regreso al edificio de la Administración. Estaba cansado, pero tendría que deshacer el equipaje, y también escribir un informe a Interplán, dando cuenta de que él había estado en lo cierto y no Philip. Tendría que explicar que el progreso no llegaría a Yorla. No comprendían nada de sublimación ni de entendérselas con objetos inservibles. Jugarían al fútbol, sí, pero sólo por trofeos auténticos, como el que había visto penetrando por entre los postes de la portería.

La cabeza de Philip…

 

FIN

 


viernes, diciembre 10, 2021

EL LIBRO ELECTRÓNICO O EL PERGAMINO DEL SIGLO XXI. de Santiago > Posteguillo.

 





> La historia se repite, aunque muchos la olviden, pues es tozuda y tenaz
> y persistente. Lo del libro electrónico no es la primera vez que pasa.
> Ya hubo otras grandes revoluciones. La escritura ha ido cambiando de
> formatos a lo largo de la historia. No es nuevo. Realmente lo nuevo
> muchas veces coincide con lo olvidado. Es una lástima que la Historia
> (con mayúscula) no se transmita genéticamente. Avanzaríamos más, más
> rápido y mejor. Pero divago.
>
> En mi última novela, Los asesinos del emperador, muchos lectores ya han
> detectado ese guiño que hago desde el siglo I d. C. al libro electrónico
> del siglo XXI: el veterano senador Marco Ulpio Trajano, padre de un
> joven e impetuoso adolescente del mismo nombre que luego será emperador,
> lleva precisamente a su hijo por las bibliotecas de Roma en busca de
> unos textos de Julio César y Homero; pero las bibliotecas han sido
> dañadas por varios incendios en la reciente guerra civil y aún están en
> obras:
>
> —Las mejores [bibliotecas] están aquí, en la colina del Palatino, pero
> veo que también ha hecho estragos el incendio. — Trajano padre no había
> estado en la gran ciudad en los últimos cuatro años y era obvio que
> estaba indignado por la magnitud de aquel horrible incendio que tantos
> edificios había destruido por completo o dañado en gran medida—. Ahí
> está el templo de Apolo, y a su lado... —un breve silencio; el edificio
> contiguo estaba semiderruido—; a su lado estaba la Biblioteca Palatina.
> —De aquel antiguo centro del saber quedaba poco, demasiado poco. Miró
> alrededor y echó a andar de nuevo de regreso al foro
>
> —. Iremos a una de las bibliotecas que levantó el emperador Tiberio. No
> son tan buenas, pero quizá allí encontremos lo que busco para ti.
>
> Las bibliotecas de Tiberio, aunque no destruidas, también estaban
> cerradas al gran público; uno de los trabajadores que estaba reparando
> el edificio le aconsejó a Trajano padre que se olvidara de las del
> centro y que acudiera a la gran biblioteca levantada por Augusto en el
> Campo de Marte, la que todos conocían con el sobrenombre de Porticus
> Octaviae.
>
> Y hacia allí se encaminarán entonces Trajano padre y su joven hijo. En
> el Porticus Octaviae conocerán a Vetus, un viejo bibliotecario que, no
> obstante, también decepcionará a Trajano padre, pues le negará la
> posibilidad de sacar de la biblioteca los libros que quiere:
>
> —Quiero la serie de rollos que contienen el Commentarii de Bello Gallico
> y el Commentarii de Bello Civili de Julio César para poder encargar a un
> escriba una copia de los mismos. […] Me consta que estos textos se
> prestan para estos fines.
>
> Vetus inspiró aire despacio.
>
> —Eso era lo habitual, sí, hasta el incendio, pero con varias bibliotecas
> dañadas se ha restringido el servicio de préstamo hasta que podamos
> hacer copias de todos los volúmenes relevantes para reintegrarlos cuando
> éstas hayan sido restauradas. Puedo permitiros consultar los textos que
> deseas aquí en la sala, pero no, por el momento, el préstamo.
>
> Vetus observó que la indignación, una vez más, hacía presa de aquel
> senador que se expresaba con un fuerte acento hispano; podía dejarlo
> allí y que uno de los esclavos se ocupara en recibir sus quejas, pero
> hacía tiempo que no entraba nadie allí con el valor, incluso con la
> imprudencia, de criticar la mala gestión imperial de las bibliotecas en
> los últimos años; aquel Trajano era como una bocanada de aire fresco y
> puro en la corrompida Roma. Miró al adolescente, un joven fuerte y de
> mirada viva, que callaba junto a aquel alto oficial del Imperio.
>
> —¿Las copias eran, entonces, para el muchacho? —preguntó.
>
> —Así es —confirmó Trajano padre—. Hemos venido desde Hispania y quería
> regalárselas, pero veo que todo parece ponerse en mi contra. —Son un
> excelente regalo para un joven que, sin duda, aspirará a ser un gran
> legatus algún día, ¿no es así?
>
> El joven Trajano asintió sin decir nada al sentirse directamente aludido
> por aquella pregunta.
>
> Así, el veterano bibliotecario terminará sugiriendo a Trajano padre que
> adquiera esos volúmenes en algunas de las nuevas librerías de la ciudad,
> y pasa a comentarle los diferentes libreros que hay y qué tipo de libros
> venden:
>
> Vetus se permitió posar su mano sobre el brazo del senador y acompañarlo
> a la puerta de salida mientras le explicaba todo lo necesario.
>
> —Está Trifón, tiene copias de todo, son baratas pero la calidad de sus
> escribas y del papiro que usa no son las mejores; luego está Atrecto,
> con él la calidad está garantizada, incluso el lujo. Atrecto es siempre
> una buena opción. Si vais a viajar, que imagino es lo más probable, de
> regreso a vuestra patria, lo ideal es algo muy nuevo que sólo vende
> Secundo: se trata de textos, los textos de siempre como los que buscáis
> de César o de Homero, pero copiados no sobre papiro sino sobre
> pergamino, más resistente, pegados por un lateral, como un códice de
> tablilla, en lugar de juntando luego las hojas en rollos; así se escribe
> por ambos lados del pergamino y en mucho menos volumen puedes tener los
> dos textos. Es una gran idea, pero muy cara; hay quien dice que un día
> esos códices reemplazarán por completo a los rollos, pero yo no lo creo
> posible, se perdería ese placer especial de desenrollar poco a poco el
> texto; es absurdo. Bueno, el caso es que para viajar son útiles los
> códices de pergamino, eso lo reconozco, y aunque sean caros no creo que
> el dinero sea un inconveniente para el senador Marco Ulpio Trajano.
>
> Y no, el dinero no era un problema para aquel veterano senador hispano,
> que se hará con esos textos para que su hijo aprenda estrategia militar
> con Julio César y griego con Homero. Pero el viejo Vetus se equivocaba:
> el pergamino reemplazó, lenta pero progresivamente, al papiro; y el
> códice, el formato libro que conocemos hoy día en papel impreso, fue el
> soporte de poemas y novelas durante siglos. Ahora ha surgido un nuevo
> formato. Muchos periodistas me preguntan:
>
> —¿Qué piensa usted del libro electrónico? ¿Cree que acabará con el libro
> impreso?
>
> No soy augur romano, pero, a riesgo de equivocarme, me pronuncio alejado
> del dogmatismo del bibliotecario Vetus, pero distante también de
> aquellos que predicen la rápida desaparición de un formato que tiene
> siglos de existencia. También se predijo que la televisión acabaría con
> la radio y, que yo sepa, la radio sigue ahí. Es un potente medio de
> comunicación que se ha reinventado. Nadie pensó que uno puede conducir y
> escuchar la radio, o recoger la cocina y escuchar las noticias. Es más
> difícil, cuando no imposible, hacer esas y otras actividades viendo la
> tele. Y la radio, además, ofrece otras cosas diferentes a la televisión.
> Del mismo modo pienso que el libro impreso tiene unos espacios que el
> libro electrónico tiene difícil ocupar: ser regalo, ser el objeto
> fetiche que firma el autor preferido o ser lectura en lugares donde el
> objeto puede estropearse o perderse, como la playa, donde no nos importa
> un poco de arena en una edición de bolsillo de un libro, pero donde
> entraríamos en pánico si esto mismo pasara con nuestra recién adquirida
> tableta electrónica. Además, si te roban el lector, igual se llevan con
> él toda tu biblioteca. ¿Que podemos tener copias de seguridad? Es
> posible, pero, al final, como con las fotos digitales, terminamos
> teniendo menos fotos que enseñar porque la batería de tal o cual
> dispositivo no va o porque tal o cual otro dispositivo no lee el formato
> en el que tenemos las fotografías del último viaje. Quizá algo del
> bibliotecario Vetus sí que tengo en mí, es posible, pero de veras pienso
> que la transición será más larga y más compleja de lo que muchos
> piensan. Cierto es que el libro-regalo también puede ser reemplazado:
> podemos regalar un archivo, como podemos regalar una cantidad de dinero
> con una tarjeta de un centro comercial para que el agasajado se compre
> lo que desee, pero, de momento, ni en navidades ni en los cumpleaños se
> regalan sólo una serie de tarjetas o archivos, sino que a la gente le
> sigue gustando recibir y regalar objetos tangibles. Un libro, en muchas
> ocasiones, es más duro de pelar, ante el sol o el frío o la lluvia, que
> un dispositivo electrónico, y aún sigue siendo, para muchos, más
> apetecido. El libro electrónico, no obstante, crecerá en cuota de
> mercado en los próximos años, sin duda alguna, pero sigo pensando que
> durante varios decenios como mínimo coexistirá con el libro impreso. Ah,
> y también existe la posibilidad de que, antes de que el libro
> electrónico se consolide, aparezca algún otro formato que nosotros aún
> somos incapaces ni tan siquiera de imaginar, porque esto de la
> tecnología, ya se sabe, va muy rápido.
>
> Y queda, por fin, un formato del que nadie se acuerda en esta disputa
> sobre diferentes formas de leer: el libro 3D. Es un formato impactante:
> los personajes se mueven delante de ti no como si fueran personas de
> carne y hueso, sino que en efecto lo son; se mueven y dan vida a las
> palabras del texto con pericia experimentada, con un realismo tal que
> parece que lo que lees no lo lees sino que lo vives. Es un formato que
> tiene más de dos mil quinientos años de historia y, siempre en crisis,
> siempre al límite, pese a todo y pese a todos, sobrevive y sobrevivirá
> al libro electrónico. Se llama teatro.
>
> De igual forma que sobrevivirán otras formas de narrar, otras formas de
> leer historias. ¿O es que unos agotados padres no reciben como agua de
> mayo a aquel cuentacuentos ingenioso que sabe entretener a sus hijos en
> un centro comercial o en una lluviosa tarde fría de un pueblo, ya sea
> con su voz o con títeres? Y es que, por encima de formas y formatos, más
> allá de los rollos de papiro, los libros de papel o los lectores
> electrónicos, está la perenne pasión del ser humano por que le cuenten
> historias.
>
> Igual que nos pasa con la rueda o el fuego, el arte de narrar, de contar
> relatos, de referir un cuento, se retrotrae a tiempos más allá de
> nuestra memoria, más allá del momento en el que empezamos a transcribir
> lo que nos acontecía en el devenir de la existencia humana. El escritor
> italiano Valerio Massimo Manfredi lo tiene muy claro y yo comparto su
> opinión punto por punto: un día un periodista le preguntó a Manfredi,
> hablando, cómo no, de novela histórica:
>
> —¿Qué fue primero, don Valerio, el cuento o la historia?
>
> Manfredi sonrió.
>
> —No lo dude: el cuento.
>
> La historia es memoria y tenemos memoria colectiva desde que anotamos lo
> que nos sucede, pero más allá de la historia, mucho antes, seguramente
> en alguna cueva del paleolítico, un hombre dejó perplejos a los miembros
> de su tribu con un relato sobre una cacería; o quizá fue una mujer con
> un cuento que se inventó sobre las nubes y las estrellas para calmar el
> miedo de un niño.
>
> Allí empezó todo.
>
> * Tomado de “La noche en que Frankenstein leyó el Quijote” de Santiago
> Posteguillo.