Alejandría, año 412
A sus cuarenta y un años Hipatia era una mujer hermosa, su físico seguía siendo atractivo para los hombres. Ayudaba a su belleza el ejercicio físico que practicaba en su casa, después de que el gimnasio, donde, además de debatir y conversar, se hacían ejercicios físicos, hubiese corrido la misma suerte que el teatro, el circo o las termas; en materia de costumbres, el patriarcado de Teófilo se había mostrado inexorable. Amparado por los decretos imperiales, tras la destrucción del Serapeo, en cuyo solar, después de un largo abandono, se levantaba ahora una iglesia cristiana dedicada a san Juan, había cerrado, uno por uno, todos los templos de las antiguas deidades. Los paganos, como se denominaba ahora despectivamente a los cada vez más reducidos grupos de gentes que se aferraban a las viejas creencias, apenas tenían resquicios para vivir según sus principios.
Después de la muerte de su padre, pasó casi un año retirada en la villa de Eleusis. Allí recibía a algunos amigos atraídos por el neoplatonismo con los que departía en interesantes veladas. Con el paso de los años a Hipatia le interesaba cada vez más la filosofía, como sistema de ideas que permitía el ejercicio de la razón en sus cotas más elevadas. Durante aquellos meses de relativo retiro analizó a fondo los planteamientos filosóficos de Pitágoras y su escuela, que iban mucho más allá del estudio de las matemáticas. El pitagorismo estaba relacionado con ciertos cultos a los que solo tenían acceso los iniciados.
Su regreso a Alejandría supuso la vuelta a sus actividades. Impartió de nuevo clases de matemáticas, dos días por semana, a grupos de alumnos elegidos y daba algunas conferencias que, con solo anunciarse, levantaban una extraordinaria expectación. Sus admiradores decían que en ella se daban la mano el espíritu de Platón y el cuerpo de Venus.
Estaban a punto de llegar los idus de octubre y el otoño hasta entonces había mostrado su cara más placentera, la mañana era agradable y una suave brisa traía olores marineros hasta el aposento donde Hipatia trabajaba con uno de los textos del cuarto volumen de las Enéadas. Era un pequeño tratado donde Plotino interpretaba, según las ideas de Platón, uno de los principios del sistema pitagórico. Preparaba una conferencia para mostrar cómo los pitagóricos influían en el pensamiento de los seguidores de Platón.
La sobresaltaron unos gritos estridentes que llegaban desde la calle. Salió a la terraza y vio una turba de monjes, empuñando bastones, picas y espadas, que avanzaban vociferantes como una marea negra. Incluso desde la seguridad del lugar donde se encontraba, sus voces y amenazas infundían temor. Hasta sus oídos llegó el lúgubre tañido de las campanas que se elevaba por encima de la turbamulta. Desde hacía algunos años se las veía colgadas en los lugares más elevados de los templos cristianos; las tocaban para llamar a sus celebraciones. Hipatia pensó que debía de ocurrir algo muy grave. Los gritos de los monjes se perdían ya al final de calle. Se disponía a bajar para enterarse de la causa de aquel alboroto cuando Cayo apareció en la terraza. Estaba sofocado porque había subido las escaleras a toda prisa y por el peso de los años. Su presencia confirmó sus sospechas.
-¿Conoces la noticia?
-No, ¿qué sucede?
-El patriarca Teófilo llegó ayer a Alejandría; regresaba de un largo viaje por las tierras altas.
-¿A qué ha ido?
-Al parecer, deseaba visitar algunos cenobios donde los monjes no se adaptan a las nuevas normas establecidas por sus obispos.
-¿Todo ese jaleo tiene que ver con su regreso?
-Vuelve muy enfermo y, apenas se ha conocido la noticia, han comenzado los disturbios.
-¿Tan grave está?
-Parece que sí.
-¿Quiénes se enfrentan?
-Los partidarios de Timoteo y los de Cirilo, que se disputan la sucesión en el patriarcado.
Hipatia se encogió de hombros.
-En realidad, no hay grandes diferencias.
-Cirilo es más exaltado -matizó Cayo.
-¿Las tropas del prefecto no intervienen?
-Como es habitual desde hace tiempo, no se las ve por ninguna parte. Yo vengo del puerto, donde he sido testigo de una pelea.
-Tal vez Teófilo esté ya muerto -aventuró Hipatia.
-¿Por qué lo dices?
-Las campanas de sus iglesias suenan tristes, ¿no las oyes?
Hipatia había acertado. Teófilo, después de un cuarto de siglo de patriarcado, murió aquella mañana. Durante los dos días siguientes la tensión fue constante en todos los rincones de Alejandría, aunque los enfrentamientos entre los partidarios de Cirilo y de Timoteo no pasaron de simples escaramuzas mientras se velaba el cadáver del patriarca; cuando la tormenta estalló fue a la conclusión de las exequias del difunto.
Las calles de la ciudad se habían convertido en un lugar peligroso también a la luz del día. La conferencia de Hipatia sobre el mundo de los pitagóricos se había suspendido, en prevención de posibles altercados, ante la excitación reinante. Los enfrentamientos eran cada vez mayores conforme pasaban las horas. Los más violentos eran los protagonizados por grupos de monjes que se aporreaban sin la menor consideración. Al tercer día la pelea se había situado en torno a la iglesia de San Miguel, en la Vía Canópica.
-¿En San Miguel? ¿Por alguna razón especial? -preguntó Hipatia a Cayo.
-Allí va a celebrarse la elección del nuevo patriarca.
-¿Tan pronto? Todavía está caliente el cadáver de Teófilo.
-La tensión es insoportable, ama. Las calles se han convertido en campos de batalla y en las iglesias los clérigos excitan a las masas según sus preferencias. Cuanto antes acabe todo esto mucho mejor. Además, he oído decir que Cirilo tiene prisa por hacerse con el control de la situación. Teme la llegada de monjes de los cenobios del desierto partidarios de Timoteo.
-Para convertirse en patriarca, hará lo mismo que su tío: impedirá que voten los que no son fieles a su persona -comentó Hipatia.
Cayo, que a pesar de la edad continuaba con sus funciones de mayordomo, estaba bien informado. En los alrededores de la iglesia de San Miguel, una de las más importantes de la ciudad, levantada sobre un antiguo templo dedicado a Cronos, dios del tiempo, se había congregado una muchedumbre. El lugar estaba abarrotado por partidarios de los dos candidatos y por muchos curiosos. En el templo se encontraban los sacerdotes y los diáconos que tenían derecho de voto, y en la puerta los monjes de Petrus, un tosco individuo que se había convertido en el brazo derecho de Cirilo desde hacía unos meses, controlaban la entrada. Actuaba como jefe de los parabolanos y tenía experiencia de cómo actuar en aquellas circunstancias. Sus monjes solo permitían el paso de los que eran leales a Cirilo. En la calle se escuchaban los gritos procedentes del interior, reveladores de que el debate estaba en su punto culminante. Los aplausos y los silbidos se sucedían continuamente.
La llegada de un grupo de sacerdotes acompañados por medio centenar de monjes partidarios de Timoteo, dispuestos a entrar a todo trance, desató la batalla. La furia de los coléricos monjes encontró respuesta en los bastones de los parabolanos de Petrus. El enfrentamiento se extendió rápidamente entre la muchedumbre, que daba rienda suelta a sus preferencias y emociones. Los alrededores de San Miguel se convirtieron en un campo de batalla, mientras en la iglesia se elegía al nuevo patriarca de Alejandría.
Los parabolanos, hechos a la pelea callejera, se mostraban eficaces en la defensa de su posición, aunque las embestidas de los partidarios de Timoteo no cejaban. De repente arreciaron los gritos en el interior del templo y los que peleaban vacilaron. Instantes después las puertas de la iglesia se abrieron. Fue como si una mano invisible actuase sobre la muchedumbre: la lucha cesó y se hizo un momentáneo silencio. Un clérigo revestido con todos sus ornamentos litúrgicos, apareció sobre la escalinata, rodeado de diáconos. Carraspeó dos veces y luego gritó:
-¡Cirilo es patriarca de Alejandría!
Los monjes de Petrus prorrumpieron en aclamaciones. Sus rostros tenían una expresión feroz. Más que júbilo por la proclamación de su candidato se adivinaba un peligroso deseo de venganza. Poco a poco, la plaza de convirtió en un clamor:
-¡Cirilo! ¡Cirilo! ¡Cirilo!
Muchos abandonaron el lugar apesadumbrados, pero muchos más permanecieron allí para aclamar al sobrino de Teófilo, que se había hecho con el dominio de una de las sedes más importantes del mundo cristiano, una de las que disputaban al obispo de Roma la primacía sobre la cristiandad.
Entre los que se marcharon con el corazón oprimido por la angustia estaba un monje que había asistido al acontecimiento, sin participar en la reyerta. Recogía en una coleta trenzada su largo pelo negro donde ya aparecían canas y vestía un hábito pardo, raído y polvoriento; terciado sobre su costado llevaba un zurrón de piel de cabra. Durante más de una hora deambuló por el laberinto de callejas que se extendían entre la iglesia de San Miguel y la zona portuaria. No encontraba la referencia que buscaba y acabó en una perdida calleja. Al ver a dos marineros que salían de una casa se acercó a preguntarles; estaba a pocos pasos, cuando llamaron su atención unas pinturas en el dintel que lo dejaron paralizado. Unas mujeres exhibían sus cuerpos sin pudor. Uno de los individuos, con voz gangosa, exclamó divertido:
-¡Amarilis te la chupará por dos ases! ¡Si quieres follártela, tendrás que pagarle el doble!
Apiano, pues de él se trataba, se detuvo perplejo, dio media vuelta y abandonó el lugar a la carrera, como si hubiese visto al diablo. A su espalda escuchaba las carcajadas de los dos individuos. Corrió sin parar durante un buen rato hasta que, jadeante, llegó a una plaza de grandes dimensiones rodeada por edificios que habían conocido tiempos mejores. Estaba desierta. A su derecha se abría un largo puente que conducía hasta la isla que había al otro lado del puerto, donde se alzaba el imponente Faro que tanta fama había dado a la ciudad. Se apoyó en una columna y necesitó varios minutos para recuperar el resuello. Lo sobresaltó un ruido metálico a su espalda; era un anciano de barba canosa que con mucha dificultad había entreabierto una hoja de la enorme puerta de acceso a lo que quedaba de la antigua biblioteca. Llevaba una brazada de rollos de papiro y pergamino. El monje lo miró suspicaz, pero se decidió a preguntarle:
-Disculpa. ¿Podrías decirme dónde estoy?
El anciano apretó los rollos contra su pecho. También él recelaba del monje, quien le explicó:
-No soy de aquí, me he perdido y solo busco una dirección.
Sus palabras no relajaron al anciano, por lo que el monje añadió:
-Mi nombre es Apiano vengo de un cenobio que hay en Xenobosquion.
-¿Xenobosquion? ¿Dónde está eso?
-Aguas abajo del Nilo, más allá de Luxor.
El anciano se acarició la barba.
-¿Qué quieres saber?
-Dónde estoy, pero sobre todo cómo puedo llegar a casa de Hipatia, la hija de Teón el astrólogo.
La sorpresa se sumó al recelo que brillaba en sus ojos.
-¿Por qué quieres ir a casa de Hipatia?
-Tengo que entregarle un mensaje.
Otra vez se acarició la barba con aire caviloso.
-¿Nunca has estado en Alejandría?
-Vine hace mucho tiempo, acompañando al apa de mi cenobio. Se llamaba Papías.
-¿Cómo has dicho que se llamaba?
-Papías.
-¡Papías! -exclamó el anciano como si hubiese hecho un descubrimiento.
-¿Lo conocías?
-¡Claro que lo conocía! ¡Trabajaba aquí, en la Biblioteca! ¡Era el mejor escriba! ¡No sé por qué le dio aquel arrebato y se fue al desierto!
El recelo del anciano se había convertido en cordialidad.
-¿Traes un mensaje de Papías para Hipatia?
-Así es.
-¡Ven, acompáñame! Te llevaré hasta su casa. Mi nombre es Olimpio.
Tardaron un buen rato porque Olimpio buscó un camino seguro para ir desde el Ágora hasta la mansión de Hipatia. Era mejor evitar las calles principales tomadas por los partidarios de Cirilo, que celebraban el ascenso de su jefe al patriarcado. Muchos estaban ebrios y un encuentro podía resultar desagradable.
Cuando llegaron a su destino la noche había caído, pero la fachada de la casa de Hipatia relumbraba como un ascua en medio de la oscuridad. Era una de las pocas mansiones de Alejandría en las que se mantenía la vieja costumbre de encender faroles cuando llegaba la noche. Muchos habían dejado de hacerlo, unos por temor y otros siguiendo las instrucciones del patriarca Teófilo, quien había ordenado que con las primeras sombras las campanas de los templos llamaran a la oración y se diese por concluida la jornada. La noche era el dominio de las tinieblas y de los demonios, lo conveniente era recluirse en las casas y esperar la llegada del nuevo día. Era también una medida contra las grandes cenas y las celebraciones nocturnas, consideradas por los cristianos como orgías donde el desenfreno conducía al pecado y a la ofensa de Dios.
En la puerta había algunas literas y varios caballos al cuidado de un nutrido grupo de esclavos. La mansión estaba muy concurrida y Olimpio tuvo que insistir para que Cayo saliese.
-Entiéndelo, Olimpio, ese monje tendrá que esperar a que termine la reunión. Si quieres, me haré cargo del mensaje.
Apiano descartó esa posibilidad. Él no tenía prisa y aguardaría hasta que Hipatia pudiese recibirlo. Agradeció al viejo bibliotecario su ayuda, y se dispuso a esperar. El mayordomo le preguntó si había comido.
-Lo último que ha entrado en mi estómago fueron unas raíces que conseguí en las afueras de la ciudad; eso fue ayer al mediodía.
-Acompáñame.
Cayo se lo llevó a la cocina, donde le sirvieron una escudilla con sopas de ajo, un tasajo de carne y un trozo de queso con una rebanada de pan. Una de las esclavas le ofreció un cuenco con vino que Apiano rechazó. Tanta comida le pareció un banquete, y a pesar del hambre comió con mesura. Le ayudaba a ser morigerado el ascetismo que presidía la vida del que hasta hacía pocas fechas había sido su cenobio.
Al filo de la medianoche Cayo apareció por la cocina.
-Sígueme, mi ama te espera.
La animación que había cuando llegó con Olimpio había dado paso al silencio. Los invitados se habían marchado e Hipatia lo aguardaba en una sala del ala de la casa que se abría al jardín. Al principio no reconoció al monje, quien se presentó como uno de los que acompañaron a Papías en su anterior visita.
-Recuerdo que con él venían dos monjes.
Apiano asintió.
-Éramos Eutiquio y yo.
-¿Cómo está Papías?
En pocas palabras la puso al corriente de los últimos acontecimientos y le hizo entrega de la carta que el apa le había confiado. Hipatia leyó las líneas que el anciano había garabateado con mano temblorosa, alzó la vista y preguntó al monje:
-¿Estás seguro de que es lo mejor?
Apiano se encogió de hombros.
-Lo que yo piense carece de importancia. Ni siquiera sé lo que el apa dice en esa carta, pero por nada del mundo dejaría de cumplir su voluntad.
Hipatia asintió con un leve movimiento de cabeza. Sentía un profundo respeto por aquel viejo escriba que había renunciado a los placeres terrenales por sus ideas.
-¿Por qué Eutiquio se ha comportado de esa manera?
-Porque la ambición ha corrompido su alma. Desde hace algún tiempo, conforme aumentaban los problemas del apa ante la creciente influencia de los seguidores de Teófilo, se mostraba huidizo. Papías había notado que en Eutiquio se estaba experimentando una transformación.
-¿Sabes que Teófilo ha muerto?
-Me enteré ayer, cuando estaba cerca de Alejandría. También sé que han elegido a Cirilo como patriarca.
-¿Cuándo partirás?
-Lo antes posible. Tengo que cumplir la voluntad del apa y no puedo fiarme porque nada ha cambiado con la muerte de Teófilo. El sobrino es peor que el tío.
-Esos textos están seguros aquí, porque no les resultará fácil entrar en esta casa, pero cumpliremos el deseo de Papías. Partirás mañana y te proporcionaré una escolta que te proteja hasta que estés a una distancia prudente de Alejandría.
Poco después del amanecer, Hipatia, que había permanecido toda la noche encerrada en la biblioteca, le entregó los códices que su padre y ella habían custodiado durante muchos años; también le dio una bolsa con veinte denarios de plata, una cantidad de dinero que Apiano jamás había visto junta. A media mañana se puso en camino.
Necesitó treinta y dos jornadas para llegar a Xenobosquion. Allí, el anciano Setas y sus hijos lo acogieron y le dieron malas noticias: Papías había sido condenado como hereje y Teófilo se lo llevó enjaulado como si fuera un animal. También que, cuando estaban en Licópolis, lo encontraron muerto en la jaula.
-Corre el rumor de que fue estrangulado por orden del propio Teófilo. -Las lágrimas habían asomado a los ojos del anciano.
El monje tuvo que hacer un esfuerzo para contener las suyas. Después de un breve silencio, le preguntó:
-En el cenobio ¿cómo están las cosas?
-El nuevo apa es Eutiquio.
-Es el pago por su traición.
Los campesinos lo miraron en silencio. En sus rostros se adivinaba una mezcla de preocupación y miedo.
-Durante semanas nos han estado vigilando.
-¿A vosotros? -preguntó Apiano inquieto.
-Sí, patrullas de monjes han recorrido los contornos en tu búsqueda.
-¿Me han buscado por aquí?
-Por aquí y por todos los alrededores. Ahora hay menos movimiento, pero yo no me fiaría.
Apiano supo que su vida no valdría nada si alguno de los secuaces de Eutiquio lo localizaba y también que estaba poniendo en un grave aprieto a aquellas gentes que lo habían acogido. En tales circunstancias tenía que decidir el destino de los textos que llevaba consigo.
A pesar del riesgo que suponía darle cobijo, Setas no consintió que dejase la cabaña. Pasó la noche muy inquieto, casi sin pegar ojo. Al amanecer había tomado una decisión.
-Antes de marcharme, tengo que pediros un último favor.
-¿Qué deseas?
-Necesito que me compréis una urna de barro y una azada.
Cuando los hijos de Setas regresaron con el encargo, se despidió de ellos agradeciéndoles su hospitalidad. Antes de marcharse les entregó casi todo el dinero que le quedaba. Los campesinos no daban crédito a su buena suerte: para ellos era una pequeña fortuna. Apiano, cargado con el zurrón de piel de cabra donde guardaba los códices, con la urna y la azada, un pellejo con agua y algo de comida, se alejó campo través para evitar algún encuentro desagradable. Caminó media jornada y cuando el sol ya declinaba se acercó a la ribera del Nilo y compró a unos pescadores un poco de brea de la que utilizaban para calafatear el casco de sus embarcaciones.
Luego se alejó por una vereda de cabras, hasta un lugar apartado, un farallón montañoso que se alzaba a unos tres estadios de la ribera del Nilo, donde se estrellaban las crecidas del río. Colocó los manuscritos en la urna, la selló con la brea, cavó un profundo hoyo y allí la dejó escondida. Disimuló las huellas de su actuación y se alejó del lugar.
Se internó en el desierto y caminó en busca de un sitio a propósito en el que dedicarse a la oración, apartado del mundo. Nunca más se supo de él.
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Patricia Mabel.
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