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lunes, marzo 18, 2024

REMANSO TRANQUILO Stanley Abbott

 

 


 

Cuando llevaba ya varios meses recorriendo Malasia en busca de material para un libro que tenía en mente, de repente un día me sentí asqueado de todo y experimenté la imperiosa necesidad de alejarme de aquel calor empapado de humedad y de la comida picante de los nativos. Incluso aquellos colores brillantes y perturbadores y el verdor exuberante que en un principio me habían parecido tan atractivos y fascinantes me resultaban ahora insoportables.

Necesitaba un cambio. Anhelaba el crujido del otoño en el norte de California.

Para embarcarme en el pequeño vapor costanero que parte dos veces al mes rumbo a Singapur, cogí un prahu río abajo hasta Tanah Solor. Esta localidad era poco más que una aldea, con varios centenares de malayos, dayakas y el inevitable barrio chino, apiñados todos junto al río. Más arriba, los bungalows de la población blanca aparecían dispersos en torno a un inmenso padang. Parecía un césped comunal inglés magníficamente cuidado, con excepción de las altas acasias que lo rodeaban y que daban sombra a los bungalows.

Debía esperar casi una semana y la idea de pasar tanto tiempo en aquel remanso soporífero, que daba la impresión de no haber cambiado en los últimos cien años, me aterraba.

Me dispuse a pasar una tediosa estancia en un bungalow que pertenecía al oficial de la región, Jeff Hawkins.

Hawkins era soltero y se ofreció a alojarme. Era inglés hasta la médula y tenía un aspecto muy militar con su camisa y sus pantalones cortos de color caqui. Nos llevamos bien en seguida. Durante el día tenía que ocuparse de su trabajo, pero al atardecer nos reuníamos en el porche, donde el criado nos servía unas bebidas. Después de un par de ginebras, si nos apetecía, nos acercábamos paseando al club a jugar una partida de bridge.

El club era un bungalow adaptado a tal fin donde solían reunirse los dueños de las plantaciones con sus esposas para tomar una copa. Fue allí donde una tarde Jeff Hawkins me presentó a los Thornton y les invitó a jugar una partida con nosotros. Harry Thornton aceptó, pero su esposa no deseaba jugar. En realidad, estaba a punto de marcharse, pero cuando Jeff salió en busca de un cuarto jugador, se puso a hablar conmigo. Yo me alegré, ya que su marido no parecía tener gran cosa que decir, y también porque hacía mucho tiempo que no tenía la suerte de contemplar a una mujer tan encantadora.

Harry Thornton tenía aspecto de persona inteligente, pero un par de arrugas muy marcadas en las comisuras de los labios le daban cierto aire de amargura. Aunque teniendo una mujer tan hermosa, no alcanzaba yo a entender cuál podía ser el motivo de su resentimiento.

La mayoría de las mujeres que había conocido en aquella parte del mundo tomaban el clima y el alejamiento de la civilización como excusa para descuidar su aspecto físico. Pero Julia era una excepción. Su maquillaje era impecable, y el azul oscuro de sus ojos y el castaño del cabello quedaban perfectamente resaltados por un vestido de lino rosa.

Me contó que llevaban aproximadamente diez años allí. Poseían una plantación de caucho y ahora que ya no había problemas con las guerrillas comunistas, todo iba a la perfección. El caucho se vendía a buen precio y no había motivo de queja. Excepto, dijo riendo, que no lograba acostumbrarse a guardar la barra de carmín en el frigorífico.

Me descubrí deseando que Harry Thornton no estuviera allí. Cuando le dije que vivía en San Francisco, se mostró encantada, pues era su ciudad natal y estaba ansiosa por oír hablar de ella. Mientras charlábamos, advertí que no cesaba de dirigir miradas a su marido. Tal vez se tratase de un hábito nervioso, pero me dio la impresión de que le tenía miedo.

Jeff Hawkins regresó acompañado de un hombre alto al cual me presentó una vez que se hubo marchado Julia. Se llamaba Peter Endrik y era holandés, según supe más tarde. Era apuesto, aunque de un modo llamativo, y aparentaba poco más de treinta años, pero mostraba todas las huellas del bebedor empedernido. No me gusta prejuzgar, pero reconozco que no me cayó bien. Tuve que formar pareja con él, y cada vez que cometía algún error, intentaba hacer creer que se había marcado un farol. No estuvimos a la altura de Jeff y Harry Thornton, que sacaron buen partido de sus oportunidades. Al cabo de una hora, nos cansamos del juego y no quedó otra cosa que hacer que pagar y adoptar un aire de amabilidad.

Jeff Hawkins tenía un compromiso, de manera que me dirigí a la sala de billares con Harry Thornton y me vengué jugando al snooker. De vez en cuando llegaban unas carcajadas procedentes del bar y, cuando ya nos marchábamos, Peter Endrik se acercó a nosotros. Llevaba un vaso en la mano y se tambaleaba.

-¿Quiere jugar una partida, Harry?

-Otro día, Peter. Tengo que ir a casa -replicó Harry Thornton mientras nos abríamos paso.

-¿Tiene que ir a casa con su mujercita, eh? -Endrik puso una mano sobre el hombro de Harry para mantener el equilibrio-. Bien, déle un cariñoso saludo de mi parte. Eso le gustará -Y soltó una carcajada.

Harry Thornton se puso rígido. Luego apartó a Endrik y dirigiéndose a mí dijo:

-Salgamos de aquí.

Detesto las peleas, pero me sorprendió que le tolerara un comentario así acerca de Julia. Las burlonas carcajadas de Endrik seguían resonando cuando abandonamos el lugar en silencio.

-Debo decir que admiro el dominio que tiene de sí mismo -comenté.

Harry Thornton le quitó importancia encogiéndose de hombros.

-No es más que un borracho inútil.

Pero había una sombra de tristeza en su mirada profunda y apenas dijo nada durante el camino de regreso.

Al anochecer, Jeff Hawkins y yo nos acomodamos en las tumbonas del porche. Era agradable aquella placidez. Corría una brisa fresca y la luna, que acababa de salir, mostraba la silueta de la selva que se extendía hasta la desembocadura del río en la orilla lejana.

Jeff se volvió hacia mí con una mueca en su cara rubicunda.

-Supongo que está profundizando en el romanticismo y el misterio de la selva malaya.

Había cierto tono burlón en su voz, pero no me molestó. Como escritor, estaba habituado a este tipo de comentarios, y honestamente no podía culparle, considerando la gran cantidad de mala literatura que se ha escrito sobre Malasia.

-No, en absoluto -repliqué-. Ya se ha hecho hasta la saciedad. -Y proseguí-: Esta tarde hemos tenido cierto alboroto en el club -Y le narré lo ocurrido con Endrik.

-Me encantaría que alguien le diera una buena paliza -dijo Jeff-. Peter es corpulento pero no está en buena forma, y estoy seguro de que Harry podría con él si quisiera.

-Hay algo raro en él -expliqué-. Tengo la sensación de que es como un resorte demasiado apretado, como contenido a la fuerza.

-Entiendo lo que quiere decir-replicó Jeff-. Desde que llegaron aquí, Harry ha sentido celos de cualquier hombre que haya bailado o hablado con Julia. Y ella es la mujer más bonita en muchos kilómetros a la redonda. ¿Qué puede esperar él en un lugar como éste? Por supuesto, Peter juega esta baza. Sabiendo que Harry no tiene sentido del humor, se desquita convirtiéndole en el blanco de sus bromas crueles.

Un criado salió sigilosamente al porche con una nota para Jeff. Éste la leyó, escribió una respuesta y se la devolvió al muchacho.

-Parece que ha causado buena impresión. Mañana por la noche estamos invitados a cena y partida de bridge en casa de los Thornton.

De pronto las luces languidecieron, luego volvieron a subir para apagarse definitivamente.

-No le dé demasiada importancia -explicó Jeff-. Ocurre con cierta frecuencia. Tenemos un generador viejo que es un trasto y no hay dinero para comprar otro.

El criado apareció con una lámpara de aceite y la dejó encima de la mesa que nos separaba.

-Me temo que Peter es la manzana podrida del cesto -siguió Jeff-. Y lo más curioso es que cuando está sobrio no es un mal muchacho, pero a ese paso no durará mucho. Este clima ha acabado con otros mejores que él. Además, va demasiado tras las chicas malayas. Le he advertido muchas veces que alguna noche oscura se encontrará una daga en la garganta.

Jeff golpeó la pipa y bostezó.

-Es hora de ir a la cama. Mañana tengo que levantarme temprano.

En casa de los Thornton, la noche siguiente, se encontraban también un inglés y su esposa, a quienes ya había conocido en el club. Se llamaban Barwell. Pensé que si los dos jugaban al bridge, tendría la oportunidad de charlar con Julia.

Dos sirvientes malayos con chaqueta blanca nos sirvieron un rijstafel excelente. Pero la conversación no estaba a la altura de la cena. Harry Thornton, como siempre, tenía poco que decir. Pero en cierto momento, surgió el nombre de Peter Endrik y la señora Barwell se volvió hacia Julia y le dijo:

-Querida, había olvidado comentártelo: ¿te has enterado de lo que ocurrió anoche en el club?

Barwell indicó que no tenía mucha importancia, pero ella no se detuvo. No pude evitar la sensación de que había cierta satisfacción en su comentario.

-¿Y a que no sabes qué le hizo Harry a Peter Endrik? -preguntó-. Pues sencillamente hizo como si no existiera. Yo creo que estuvo magnífico. ¿Usted no, señor Manson? -preguntó dirigiéndose a mí con la sonrisa de los Borgia pintada en su rostro rollizo.

Thornton se encogió de hombros y dijo:

-Estaba borracho.

Julia dejó el cuchillo y el tenedor en el plato y le miró furiosa, mientras se producía un silencio embarazoso. Suspiré aliviado cuando terminamos de cenar y regresamos al salón.

Los Barwell jugaban los dos al bridge, de manera que se decidió que ella jugaría la primera partida y después yo ocuparía su lugar. Julia sugirió que nos sentáramos en el porche, que circundaba la casa, y se dirigió hacia el extremo más apartado, desde donde se disfrutaba de una vista sobre la desembocadura del río. Me pareció que no estaba dispuesta a mantener ninguna conversación banal, de modo que le ofrecí un cigarrillo y nos sentamos en silencio contemplando las luciérnagas que revoloteaban entre los arbustos.

Me sorprendió su pregunta:

-¿Cree que encontraría trabajo si volviera a casa?

No respondí de inmediato, pues intuí que la pregunta significaba algo más de lo que parecía a primera vista.

-¿Tan mal van las cosas? -pregunté amablemente.

Me miró y asintió con la cabeza, como si no se atreviera a hablar. Aguardé mientras ella retorcía despacio el pañuelo entre los dedos.

Después empezó a explicarse.

-No me dirige la palabra desde hace seis meses. No se puede imaginar lo que es eso. Da mensajes a los criados o deja notas, pero no me habla. No sé qué hacer, se lo aseguro. A veces pienso que voy a volverme loca.

Suponía que había algo extraño en Thornton, pero aun así me sorprendió. Me costaba creer que utilizara un método tan cobarde de intimidación mental.

-¿Siempre ha sido así? -pregunté.

-Al principio no. Siempre ha sido muy celoso, pero ahora, cada vez que bailo con alguien o hablo más de una docena de palabras con un hombre, imagina lo peor. Antes solía romper cosas y me pegaba. Ahora no me dirige la palabra. Una vez estuvo así durante casi un año, pero ahora ya no puedo aguantarlo más.

Volvió la cabeza de manera que no pudiera verle la cara, pero bajo la luz mortecina logré ver el destello de las lágrimas. Puse mi mano entre las suyas: debía de ser el primer gesto de afecto que recibía en años. En el porche resonaron unas pisadas. Julia se levantó precipitadamente y se marchó, mientras Harry Thornton bajaba los escalones. Evidentemente no quería que notara que había llorado.

-¿Quiere tomar algo? -me preguntó, pero sus ojos perseguían a Julia. Le importaba poquísimo lo que yo quisiera.

-No gracias. Ya he bebido bastante -respondí.

Thornton se me quedó mirando fijamente unos momentos que me parecieron larguísimos. Me pregunté qué debía de estar pensando. De repente se me ocurrió que me daba lo mismo lo que pensase. Estaba dispuesto a levantarme y hacerlo saltar de su porche de un puñetazo. Por suerte dio media vuelta y se marchó sin decir una palabra.

Julia no volvió a aparecer, y cuando nos marchamos, Thornton dejó bien claro que no le importaría no volver a verme más. Jeff debió de imaginar algo, pero no hizo ningún comentario y llegamos hasta el bungalow en silencio.

Nos fuimos a acostar en seguida, pero me costó mucho dormirme. Era obvio que Julia necesitaba ayuda, o de lo contrario no me habría hablado como lo había hecho. Y también estaba claro que no estaba enamorada de Thornton. Pero entonces, ¿por qué no le abandonaba? Tal vez se tratara de un problema de dinero, pero en este caso, el asunto tenía fácil remedio. Yo podía prestarle el importe del pasaje y tenía muchos amigos en San Francisco que se ofrecerían a alojarla y la ayudarían a conseguir un trabajo. Intenté no mezclar ningún sentimiento que pudiera inspirarme Julia, pero no pude evitar pensar en lo que estaría sucediendo en su bungalow en aquel momento, y mi imaginación se desbordó. Había amanecido ya cuando por fin pude conciliar un sueño intranquilo.

Había decidido hablar con Jeff acerca de lo ocurrido, ya que necesitaba su consejo. Aquella tarde, mientras tomábamos una copa, le conté lo que me había dicho Julia.

-Nunca habría imaginado que fuese tan mezquino -comentó en voz baja.

-Lo que no comprendo es por qué no le ha abandonado o pedido el divorcio.

-Su situación sería aún peor -dijo Jeff-. En este país obtendría una miseria, apenas lo suficiente para vivir.

Le conté que había pensado ayudarla con el pasaje y con la colaboración de mis amigos de San Francisco. Me miró de hito en hito unos instantes antes de observar:

-Supongo que eres consciente de lo que haces.

Iba a replicarle cuando a través del aire quieto de la noche resonó algo parecido a un petardo. Probablemente era un tiro disparado a lo lejos. Nos quedamos un momento alerta, escuchando.

-Debe de ser Peter Endrik -explicó Jeff-. Se dedica a perseguir cocodrilos en los lodazales con una linterna sujeta al rifle.

-Parece muy emocionante.

-Demasiado, para mi gusto. Un paso en falso y se acabó.

Nos quedamos un buen rato contemplando el río. Jeff acababa de llenar otra vez las copas cuando oímos unos pasos apresurados que se acercaban por el padang. Casi inmediatamente apareció bajo el porche un sirviente malayo con chaqueta blanca y una linterna en la mano.

-Tuan, ven rápido -jadeó-. Rápido.

Bajamos presurosos del porche y cruzamos corriendo el padang en dirección a las luces de un bungalow. El muchacho nos guió a través de un amplio porche y nos hizo entrar en el salón. En el suelo, junto al sofá, estaba Peter Endrik. Le habían disparado un tiro en el pecho. Jeff le rasgó la camisa y le examinó.

-Está muerto -musitó.

Peter estaba tendido de espaldas y un poco más allá había un revólver de seis balas. Jeff se arrodilló y lo observó sin tocarlo.

-Un treinta y ocho -dijo-. Por el momento será mejor dejarlo donde está.

Habló con el sirviente en un dialecto que me resultaba ininteligible y, cuando a través del jardín se dirigieron a la parte trasera de la casa y al sendero que rodeaba el padang, fui tras ellos. Estaba oscuro y Jeff examinaba el suelo con una linterna.

-El muchacho dice que la puerta principal estaba cerrada cuando ha llegado hace pocos minutos. De manera que quien haya disparado contra Endrik, tiene que haber entrado por esta otra puerta.

Pero no vimos nada especial y regresamos al interior. La primera cosa que advertí al entrar fue un ligero olor a almizcle, extraño y, sin embargo, familiar; la segunda, que el revólver que antes estaba en el suelo había desaparecido.

Salimos corriendo al porche y, aunque miramos atentamente y nos paramos a escuchar, no oímos nada. Habíamos estado ausentes diez minutos escasos, pero habían bastado para que alguien se deslizase en el interior y cogiera el revólver.

-Me daría de bofetadas por idiota-se lamentó Jeff.

Se quedó un buen rato observando el cuerpo de Peter Endrik, absorto en sus pensamientos. Luego se dirigió a mí:

-Voy a ir a casa de los Thornton. ¿Te importaría acompañarme?

Su bungalow estaba en la parte más alejada del padang. Cuando nos acercamos, vimos que tenían las luces encendidas. Jeff me murmuró al oído:

-Si no te importa, creo que preferiría hablar yo solo con ellos. Pero me gustaría que oyeras nuestra conversación.

Asentí y Jeff se dirigió a la puerta. Esperé a que hubiera entrado y luego me arrastré hacia el porche para ocupar un lugar desde el que pudiera observar a Harry Thornton y a Julia. Jeff ya les había contado lo ocurrido.

-Pero Jeff -decía en aquel momento Harry-, no creerás que hemos tenido algo que ver en el asunto, ¿verdad?

-Por supuesto que no, Harry. Sólo quería saber si habíais oído o visto algo, pero si habéis estado toda la tarde aquí, es imposible.

-Yo he llegado hace aproximadamente media hora, Jeff -explicó Julia-. He oído el disparo cuando salía de casa de los Barwell, pero he creído que era Peter Endrik que perseguía cocodrilos en el lodazal.

-¿Por qué camino has venido? -quiso saber Jeff.

-Por el del padang, como hago siempre; es más corto que el sendero y no está tan oscuro.

-Entonces el punto más cercano al bungalow de Endrik por el que has pasado está a un centenar de metros. ¿Has visto si estaban las luces encendidas?

-Que yo recuerde, no. Había luz en varios bungalows, pero no puedo asegurar que me haya fijado en el de Endrik.

Jeff se volvió hacia Harry Thornton.

-¿Dices que no has salido en toda la tarde?

-Exacto -asintió Thornton.

-Sin embargo un sirviente, no diré cuál, te ha visto cerca del bungalow de Endrik -aseguró Jeff.

Thornton se irguió en su asiento inmediatamente. Abrió la boca dispuesto a decir algo, pero antes de que pudiera hacerlo, Jeff le interrumpió.

-No te precipites, Harry. Será mejor que pienses detenidamente antes de hablar.

Harry observó con expresión dura a Jeff durante unos instantes. Luego bajó la mirada.

-Lo había olvidado -murmuró-. Es cierto que he salido, pero sólo algunos minutos. Estaba preocupado por Julia. He salido a ver si la veía venir.

Julia le miró boquiabierta. Se hizo un silencio prolongado. De repente, las luces languidecieron y se debilitaron cada vez más hasta apagarse por completo. Oí a Thornton que decía:

-Esperad. Voy a buscar una lámpara.

Luego oí un estruendo, al que siguió un silencio interminable, y cuando ya empezaba a preocuparme, oí la voz de Jeff que preguntaba: «¿Estás bien?».

Se oyó el chasquido de un fósforo y vi a Thornton que encendía la lámpara.

-Me he dado contra esta maldita puerta -explicó, mientras colocaba la lámpara encima de la mesa. Se frotaba la mano derecha.

-¿No está en casa vuestro sirviente? -preguntó Jeff.

Julia se apresuró a responder.

-He dado permiso a Hassan para que fuera a pasar la noche a su kampong.

Thornton le lanzó una mirada irritada.

-¿Se puede saber por qué lo has hecho?

-Ha dicho que su padre estaba enfermo.

Jeff se dirigió a Thornton:

-¿De manera que cuando has salido a buscar a Julia, Hassan no estaba aquí?

-Eso mismo.

-Y Julia, ¿estaba en casa cuando has regresado? -preguntó Jeff pausadamente.

Thornton miró a su mujer.

-No, no estaba.

Con gran sorpresa por mi parte, vi que Jeff se ponía de pie y se disculpaba por las molestias ocasionadas. Salió y, cuando nos habíamos alejado unos pasos, Jeff se detuvo y se puso un dedo sobre los labios. Oíamos voces procedentes del bungalow, pero no entendíamos lo que decían. De repente Thornton empezó a gritar y Jeff comentó:

-Me temo que esto va a acabar mal.

Retrocedió y se agazapó junto al porche. Yo le seguí. Julia y Thornton estaban de pie, uno a cada lado de la mesa, con la lámpara entre ellos. Thornton tenía una expresión terrible con aquella luz verdosa.

-¡Has mentido! Estabas en el bungalow de Endrik. Te he visto entrar allí -gritó.

-¿Y qué si estaba allí? -le espetó Julia-. He ido a hacer lo que deberías haber hecho tú si fueras un marido como es debido: a decirle que hiciera el favor de no insultarme. Pero no había nadie.

-¡Eres una mentirosa! Él era tu amante, ¿verdad? ¡Responde! -gritó Thornton-. ¿Lo era?

-No es cierto, y si no estuvieras tan obsesionado con tus malditos celos, lo sabrías.

-Entonces, ¿por qué lo mataste? Estabas celosa de su amiguita malaya, ¿no es así?

Julia soltó un grito sofocado y se puso pálida. Antes de que pudiera decir nada, Thornton se inclinó hacia ella por encima de la mesa y preguntó:

-¿Es que no te das cuenta de lo que podría hacer Jeff Hawkins si lo supiera?

Julia se quedó en silencio unos instantes; luego dijo en voz baja:

-Si esto es una amenaza, tal vez también te gustaría contarle lo que hacías tú allí afuera oculto en la oscuridad.

Thornton movió los labios pero no emitió ningún sonido. Le había puesto en un brete. Balbuceaba de rabia y la miraba como un tigre al acecho. Desde donde yo estaba le veía una vena que le surcaba la frente, hinchada y palpitante. No quiero pensar que le tirara la lámpara intencionadamente, pero debió de perder el control de sus actos, porque de repente la cogió de la mesa y, al hacerlo, le resbaló de la mano. Intentó atraparla, pero dio contra el canto de la mesa y cayó junto a sus pies. Al instante quedó envuelto en llamas. Se oyó un alarido estremecedor.

Permanecimos unos instantes paralizados por el horror. Julia había caído al suelo mientras trataba de huir. La recogimos y la arrastramos hasta el porche en el preciso momento en que el aceite que cubría el suelo se encendía con gran estruendo. Tratamos de volver a entrar, pero no fue posible. Las llamas se extendían fuera de todo control. Tuvimos que contemplar desde una distancia prudencial el bungalow que ardía como una antorcha.

Mucho más tarde, cuando ya habíamos dejado a Julia al cuidado de los Barwell, Jeff dijo algo que inconscientemente yo intentaba no afrontar. Habíamos regresado a su bungalow y preparaba las bebidas.

-Si hubiera sabido cómo iba a terminar todo esto, no lo habría hecho -dijo-. Pero quería decirle a Thornton, delante de Julia, que sabía muy bien que mentía, que sabía que había salido. Ahora no será fácil decidir cuál de los dos mató a Endrik.

-¿Crees que ha podido ser Julia? -pregunté.

-¡Quién sabe! -respondió mientras me alcanzaba el vaso-. Cuando uno ha pasado veinticinco años aquí, tiene la sensación de que todo el mundo es capaz de cualquier cosa. Pero la verdad es que no imagino a Harry Thornton arriesgándose tanto. Sea como sea, ahora todo ha terminado. Endrik ha tenido su merecido y Julia podrá hacer lo que quiera con su vida a partir de ahora.

Me miró como si esperase algún comentario de mi parte, pero no dije nada.

El vapor costanero salía al día siguiente por la tarde. Me costaba decidir si iría a ver a Julia o no antes de marcharme. Aplacé la decisión hasta el último momento y, cuando ya fue demasiado tarde, le escribí una nota y salí rumbo a Singapur, donde cogí un avión hasta Manila. Pensaba pasar dos o tres semanas allí, pero al cabo de unos días ya no podía más. Mandé un telegrama a Jeff comunicándole que salía hacia Hong Kong para coger un barco que me llevara a los Estados Unidos y pidiéndole que me enviara el correo al hotel Palace.

No podía dejar de pensar en Julia, y me sentía incapaz de decidir si se alterarían mis sentimientos hacia ella en caso de que hubiera matado a Endrik.

Luego, una mañana, cuando estaba leyendo mi correspondencia sentado en el vestíbulo del hotel Palace, entró Julia.

-¡George Manson! -gritó-. Casi no puedo creerlo -Acababa de llegar y aún no había subido a su habitación-. ¿Te parece bien que nos encontremos dentro de una hora? -preguntó.

Tenía un aspecto radiante y feliz. Costaba creer que lo hubiera olvidado todo en tan poco tiempo. Quería hacerle una pregunta de la cual necesitaba saber la respuesta, de manera que le sugerí el jardín en la terraza del último piso, que solía estar desierto por la mañana.

Cuando Julia se reunió conmigo, estaba tranquila y muy atractiva. Hablamos de Tenah Solor. Había vendido la plantación en muy buenas condiciones a una empresa anglo-americana. Cuando me incliné hacia ella para encenderle el cigarrillo, me llegó una vaharada de su perfume y tuve que hacerle la pregunta. De momento no sabía cómo enfocarla, pero luego decidí que el único modo era hacerlo con toda franqueza.

-¿Por qué volviste a buscar el revólver la noche que mataron a Erik? -le pregunté.

El color se le fue de las mejillas y se me quedó mirando con los ojos muy abiertos.

-¿Cómo lo sabes? -Su voz era apenas un susurro.

-Por tu perfume.

-Ahora comprendo por qué te marchaste sin despedirte de mí. Creíste que había matado a Endrik.

Asentí.

-Era la pistola de Harry -explicó-. Por eso fui a buscarla. No, él no mató a Erik, ni siquiera sabía nada del asunto, pero yo tenía que protegerle. Fue Hassan, nuestro sirviente.

-¿Hassan? -exclamé-. ¿Cómo lo supiste?

-Mentí a Jeff -dijo-. Regresé a casa antes de lo que le dije, y sorprendí a Hassan que salía de la habitación de Harry. Se precipitó hacia la puerta de una manera tan sospechosa que comprendí que tramaba algo. Busqué en la cómoda de Harry y vi que había desaparecido la pistola. Era de dominio público que Peter Endrik flirteaba con la hermana de Hassan. Hassan me había dicho que iba a casarse con ella, aunque por supuesto Endrik no tenía ni la más mínima intención de hacerlo. Los malayos toman este tipo de cosas muy a pecho, y sólo hay una respuesta posible. Pero, ¿qué podía hacer yo? Si yo estaba en lo cierto, no podría detenerle aunque fuera tras él. Estaba sola y no había tiempo para ir en busca de nadie.

-Entonces, cuando oíste el disparo, ¿estabas en casa?

Ella asintió.

-Entonces recordé la pistola. Si Hassan la había dejado allí, comprometería a Harry. Por mucha aversión que sintiera hacia él, no podía permitir que le acusaran de asesinato. Por eso me arriesgué de aquel modo.

Sentí un inmenso alivio, y también vergüenza de haber dudado de ella.

-Estoy convencido de que Jeff Hawkins cree que lo hiciste tú -dije.

-Te aseguro que no me quita el sueño -dijo riendo.

Me acerqué más a ella y la rodeé con el brazo.

-¿Estoy perdonado? -pregunté.

Asintió con la cabeza y apoyó la cabeza en mi hombro.

-Me parece increíble la manera en que se han cruzado nuestros caminos -dije-. Un día más, y yo me habría marchado.

-Es el destino, querido -murmuró ella.

Sonreí para mis adentros, pues Jeff me había mencionado en una carta que Julia había ido a despedirse y le había preguntado dónde estaba yo.

Pero no dije nada. Y aún hoy, Julia no lo sabe. Después de todo, hay cosas que es mejor no decir nunca a una mujer, especialmente si es la propia esposa.

 


LOS SOBREVIVIENTES. Caio Fernando Abreu

 


 


Sri Lanka, ¿quién sabe? ella me pregunta, morena y feroz, y yo respondo ¿por qué no? pero inquebrantable continúa: por lo menos podrías mandar unas postales desde allá, para que los demás piensen mierda, cómo hizo éste para ir a parar a Sri Lanka, qué tipo loco, eh, y se mueran de nostalgia, ¿no es eso lo que te importa?

Una cierta nostalgia, y tú en Sri Lanka, haciéndote el Rimbaud, que no llegó tan lejos, para que todos lamenten ay cómo era de buenito y no le supimos dar la suficiente dosis de atención para que se quedara entre nosotros, palmeras y ananás.

Sin parar, se abanica con la tapa del disco de Ángela mientras fuma sin parar y bebe sin parar su vodka nacional sin hielo ni limón.

En cuanto a mí, la voz tan ronca, me quedo por aquí asistiendo a actos públicos, rayando paredes contra las usinas nucleares, en plena resaca, un día de monja, un día de puta, un día de Joplin, un día de Teresa de Calcuta, un día de mierda mientras mantengo aquel maldito empleo de ocho horas diarias para poder pagar ese sillón de cuero auténtico donde en este exacto momento vuestra reverendísima asienta su precioso culo y esa exótica mesita ratona de junco hindú que sostiene nuestros fatigados pies descalzos al final de otra semana más de batallas inútiles, fantasías escapistas, malos orgasmos y créditos atrasados.

Pero lo intentamos todo, yo digo, y ella dice que sí, claaaaaaaro, intentamos todo inclusive coger, porque tantos libros prestados, tantas películas que vimos juntos, tantos puntos de vista sociopolíticos existenciales y blablablá en común únicamente podían terminar en eso: cama.

Realmente lo intentamos, pero fue una bosta.

Qué fue lo que sucedió, qué fue dios mío lo que sucedió, yo pensaba después encendiendo un cigarrillo con el otro, y no me quería acordar pero no se me iba de la cabeza tu verga mustia y mis pezones que ni siquiera se pusieron duros, por primera vez en la vida, dijiste, y yo lo creí, por primera vez en la vida, yo dije, y no sé si me creíste.

Quiero decir que sí, que creí, pero ella no para, tanta excitación mental espiritual moral existencial y nada físico, yo no quería aceptar que fuera eso: éramos diferentes, éramos mejores, éramos superiores, éramos elegidos, éramos más, éramos vagamente sagrados, pero al final de cuentas mis pezones no se endurecieron y tu verga no se paró.

Demasiada cultura le mata el cuerpo a uno, flaco, demasiadas películas, demasiados libros, demasiadas palabras, sólo pude poseerte masturbándome, estaba toda la biblioteca de Alejandría separando nuestros cuerpos, yo me metía hondo el dedo en la concha noche tras noche y pedía métela bien adentro, corazón, explota junto conmigo, cógeme, después me ponía de boca y lloraba en la almohada, porque en ese tiempo aún sentía culpa asco vergüenza, pero, ahora todo bien, el Informe Hite autorizó la paja.

No es que fuera amor de menos, me decías después, al contrario, era demasiado amor, ¿realmente creías eso? en aquel bar pestilente donde solíamos ahogar nuestras impotencias en baldes de lirismo juvenil, infantil, y yo dije no, lo que sucede es que como buenos-intelectuales-pequeño-burgueses tu asunto es hombre y el mío es mujer, hasta podríamos formar una pareja increíble, tipo aquella amante de Virginia Wolf, ¿cómo se llamaba? Vita, Vita Sackville-West y el maricón del marido, no te erices, queridito, no tengo nada contra los maricas, pásame el vodka, ¿qué? ¿acaso crees que me alcanza como para comprar wyborowas? no tengo nada contra las lesbianas, no tengo nada contra los decadentes en general, no tengo nada contra cualquier cosa que suene a: una tentativa.

Pido un cigarrillo y ella me tira el paquete en la cara, como quien arroja un ladrillo, ando demasiado angustiada, mi amigo, palabrita antigua esa, angustia, dos décadas de convivencia cotidiana, pero ando, ando, tengo una cosa apretada aquí en el pecho, un ahogo, una sed, un peso, no me vengas con esas historias de traicionarnos-todos-nuestros-ideales, nunca tuve un carajo de ideal, lo único que quería era salvarme, mira nomás qué cosa más individualista elitista, capitalista, sólo quería ser feliz, burra, gorda, alienada y completamente feliz.

Podría haber resultado entre nosotros, o no, después de todo en esa época todavía no te habías decidido a entregar el culo, ni yo a lamer conchas, ay qué amor nuestros libritos de Marx después Marcuse, después Reich, después Castañeda, después Laing debajo del brazo, aquellos sueños colonizados en las cabecitas idiotas, becas en la Sorbonne, tés con Simone y Jean Paul en los 50, en París; 60 en Londres oyendo here comes the sun here comes the sun little darling; 70 en Nueva York bailando música disco en Studio 54; 80 aquí, masticando esta cosa puerca sin poder tragarla ni escupirla ni olvidar ese gusto ácido en la boca.

Ya leí todo, flaco, ya intenté macrobiótica psicoanálisis drogas acupuntura suicidio yoga danza natación cooper astrología patines marxismo candomblé boite gay ecología, sólo me quedó este nudo en la garganta, ¿ahora qué hago? no es plagio de Pessoa, pero en cada esquina de mi habitación tengo una imagen de Buda, una de máe Oxum, otra de Jesusito, un póster de Freud, a veces enciendo velas, hago oraciones, quemo sahumerios, me doy baños de ruda, tiro sal gruesa en los rincones, no te pido ninguna solución, te vas a disfrutar tus nativos de Sri Lanka después me mandas una postal contando algo así tipo ayer a la noche, a la orilla del río, porque debe haber un carajo de río por allá, un río barroso, lleno de juncos sombríos, pero ayer a la orilla del río, sin planear nada, de repente, por casualidad, encontré un joven de tez aceitunada y ojos oblicuos que.

¿Eh? claro que debe haber alguna especie de dignidad en todo eso, la cuestión es dónde, no en esta ciudad oscura, no en este planeta podrido y pobre, ¿dentro de mí? pero no me vengas con autoconocimientos redentores, ya sé todo sobre mí, me di con más de cincuenta ácidos, hice seis años de terapia, ya me fugué de la clínica ¿te acuerdas? me llevabas manzanas argentinas y fotonovelas italianas, Rossana Galli, Franco Andrei, Michela Roe, Sandro Moretti, yo te miraba taponada en mandrix y me babeaba lloriqueando perdí mi alegría, anochecí, robaron mi esperanza, mientras, solidario y positivo, apretabas mi hombro con tu mano viril a pesar de todo mientras repetías reacciona, compañera, reacciona, la causa necesita esta cabecita tuya privilegiada, tu potencial creativo, tu lucidez libertaria, blablablá blablablá.

Las personas se transformaban en cadáveres descompuestos frente a mí, mi piel era triste y sucia, las noches no terminaban nunca, nadie me tocaba, pero yo reaccioné, respiré, y ¿dónde está la causa, dónde la lucha, dónde el po-ten-ci-al creativo? Mato, no mato, aturdo mi sed con tortitas del Ferro's Bar o me inflo la cara los sábados sola esperando que el teléfono suene, y nunca suena, en este departamento que pago con el sudor del po-ten-ci-al creativo del culo que le pongo ocho horas por día a aquella multinacional de mierda.

Pero, yo quiero decir, y ella me corta mansa, claro que no tienes la culpa, corazón, caímos exactamente en la misma trampa, la única diferencia es que piensas que te puedes escapar, y yo quiero revolearme en el dolor de este hierro metido en el fondo de mi garganta seca que sólo se humedece con vodka, pásame el cigarrillo, no, no estoy desesperada, no más de lo que siempre estuve, nothing special baby, no estoy borracha ni loca, estoy bien lúcida y sé claramente que no tengo ninguna salida, ah no te preocupes, después de que te vayas me doy un baño frío, leche caliente con miel de eucalipto, ginseng, y lexotan, después me acuesto, después me duermo, después me despierto y paso una semana a té verde y arroz integral absolutamente santa, absolutamente pura, absolutamente limpia, después me tomo otro trago, aspiro cinco gramos, choco el auto en alguna esquina o llamo al CVV (1) a las cuatro de la madrugada y alquilo la cabeza de un infeliz cualquiera que lloriquee cosas como necesito-tanto-de-una-razón-para-vivir-y-sé-que-esa-razón-sólo-esta-dentro-de- mí-blablablá-blablablá, y me lamento hasta que el sol aparezca detrás de aquellos edificios siniestros, pero no te preocupes, no voy a tomar ninguna medida drástica, a no ser continuar, ¿hay cosa mas auto-destructiva que insistir sin fe alguna? Ah, pasa lentamente tu mano por mi cabeza, toca mi corazón con tus dedos fríos, yo tuve tanto amor un día, ella se detiene y pide, preciso tanto tanto tanto, amigo, ellos no me permitieron ser la cosa buena que yo era, entonces extiendo el brazo y ella se hace súbitamente pequeñita apretada contra mi pecho, y pregunta si realmente está muy fea y medio puta y demasiado vieja y completamente borracha, yo no tenía esas marcas alrededor de los ojos, yo no tenía esos surcos en torno a la boca, yo no tenía ese estilo de torta cansada, y yo repito que no, que nada, que estás linda así, despeinada y viva, ella pide que yo ponga una música y elijo al azar el Nocturno número dos en mi bemol de Chopin, quiero dejarla así, durmiendo en la oscuridad sobre este sofá amarillo, al lado de las amapolas casi marchitas, arrullada por el piano remoto como una canción de cuna, pero ella se contrae violenta y me pide que ponga Ángela otra vez, y entonces doy vuelta el disco, amor mi gran amor, caminamos tontos hasta el baño donde sostengo su cabeza para que vomite, y sin querer vomito junto con ella, al mismo tiempo, los dos abrazados, fragmentos ácidos sobre las lenguas mezcladas, ella tira la descarga y me va empujando hacia la sala, hacia la puerta, pidiéndome que me vaya, y me expulsa hacia el pasillo repitiendo entonces no te olvides de mandarme una postal desde Sri Lanka, aquel río barroso, aquella tez aceitunada, que te suceda algo bien lindo, te deseo una fe enorme, en cualquier cosa, no importa qué, como aquella fe que tuvimos un día, deséame también algo bien lindo, algo maravilloso, que me haga creer en todo de nuevo, que nos haga creer en todos de nuevo, que se lleve lejos de mi boca este podrido gusto a fracaso, este sabor a derrota sin nobleza, no hay forma, compañero, nos perdimos en medio del camino sin tener mapa alguno, nadie nos lleva y la noche viene llegando.

La llave gira en la puerta.

Tengo que apoyarme contra la pared para no caer.

Detrás de la madera, mezclada con el piano y la voz ronca de Ángela, ni aún arrastrándome hasta Leblon, consigo oírla repitiendo que todo está bien, todo continúa bien, todo muy bien, todo bien.

¡Axé, axé, axé! yo digo e insisto hasta que el ascensor llegue ¡axé, axé, axé, odara!

(1) Centro de Valorización de la Vida. (N. del T.)

 

Fin.

 


viernes, marzo 01, 2024

EL FARO Florencia Abbate


 

Alejandría de Egipto, aproximadamente 280 antes de Cristo. La pequeña isla de Faros estaba conectada con la ciudad de Alejandría por un dique, y constituía su segundo puerto. Las peligrosas condiciones de navegación del mar Mediterráneo hacían necesaria una luz que guiara a los marinos. Así fue como, por encargo del rey Ptolomeo Soter, se construyó la torre más alta de su tiempo. Medía 117 metros de altura.

Para hacerla, se utilizaron piezas de mármol unidas entre sí con plomo fundido. En los cimientos se colocaron grandes bloques de vidrio, para aumentar la solidez de la edificación y la resistencia contra la fuerza del mar. En la punta había un espejo gigantesco, para que la luz fuese muy potente y no hubiese forma de confundirla con la de una estrella. Durante el día, este espejo reflejaba los rayos solares y, por las noches, las llamas de una gran fogata, encendida con leña y resina. La luz podía verse desde una distancia de 50 kilómetros.

No se sabe bien cuándo desapareció este monumento. Y nunca se encontraron sus ruinas.

Filón estaba a punto de subir al barco, cuando apareció una chica con un gato bajo el brazo y le preguntó adónde iba.

-Voy a conocer el mundo -respondió Filón-. Estoy cansado de vivir con mis padres. Además, sé tocar la lira. En cada lugar al que vaya, podré tocarla en público y con eso ganaré unas monedas.

La chica le preguntó si también era bueno cantando.

-Canto todo tipo de canciones -contestó él-. Y creo que afino bastante bien.

-¿Podrías cantarme una canción sobre una chica que aparece en el puerto con un gato? -pidió ella, mirándolo a los ojos.

-No estoy seguro… Podría intentarlo. Pero primero quisiera saber tu nombre.

-Me llamo Teófila.

Filón entonó una canción cuya protagonista se llamaba Teófila. La letra decía que si Teófila caminaba por la costa en compañía de su gato, las olas del mar aplaudían.

A la chica le pareció una canción preciosa.

-¡Qué bien! -exclamó-. Ahora quisiera que me cantes una canción romántica.

Filón se disculpó. Le explicó que no sabía ninguna y que ya debía irse. Le contó que su primer destino sería Alejandría, adonde pensaba llegar por el camino de Chipre. Y que a la noche se dejaría guiar por la llama del faro.

Filón soñaba con ver aquella torre. Le habían hablado maravillas de ese faro que orientaba a los navegantes. Y también le habían dicho que Alejandría estaba llena de sabios y por eso la llamaban “la capital del conocimiento”.

-Qué pena… -suspiró Teófila-. Yo quería una canción sobre un romance… Yo sé una sobre un navegante que se pone a cantar, pero afina muy mal. Y al final, una chica lo hace callar dándole un beso…

A Filón le parecía bastante tentador quedarse, pero tenía que continuar con su plan. Estaba entusiasmado por la idea de llegar a Alejandría y conocer la famosa biblioteca. Se comentaba que era inmensa, que estaba repleta de volúmenes y que contenía las respuestas a todas las preguntas posibles.

-El mundo es un lugar muy grande -reflexionó en voz alta-. Si quiero tener una vida interesante y rica en experiencias, es necesario que conozca algo más que mi ciudad.

Teófila le deseó buena suerte. Y le pidió que, si alguna vez volvía, la buscara para contarle lo que había aprendido en su viaje. El gato soltó unos maullidos lastimeros mientras Filón subía al barco y se preparaba para partir.

El muchacho empezó a experimentar una confusa tristeza. Y le vino a la cabeza un pensamiento raro… Se dijo: “¡Ojalá yo pudiera viajar y, al mismo tiempo, quedarme aquí para cantarle mil canciones a Teófila!”.

Pero el barco zarpó y Filón vio cómo la chica, de pie sobre la costa, comenzaba a alejarse.…

A la medianoche, la lluvia sorprendió al solitario viajero en medio de la oscuridad de alta mar.

Entonces Filón imaginó que besaba a Teófila y dudó de que realmente quisiera realizar ese viaje.

Pero la decisión estaba tomada e incluso se encontraba ya bastante cerca de Alejandría. Había navegado más rápido que lo previsto. Apenas distinguió la luz del faro, recuperó el entusiasmo y se puso a cantar a todo pulmón. Al rato volvió a sentirse afligido y se calló de golpe. Entonces miró fijamente la llama de la torre, como si allí fuera a encontrar un consejo.

El barco parecía un caballo desbocado que saltaba sobre las olas. No ofrecía ninguna resistencia al mar agitado por el viento. Y Filón tampoco ofrecía resistencia a su desesperación.

Pensó: “Tal vez el mundo sea tan grande y tan enigmático como yo suponía; pero probablemente tiene más sufrimiento que placer, más desgracias que bellas situaciones, más lugares tenebrosos que paraísos secretos”.

El cielo se convirtió en una fosa. Todo estaba cubierto de bruma. Filón miraba hacia adelante con desesperación. Sacudido por la tempestad, su corazón ya no podía distinguir ningún horizonte. Sintió la proximidad de la muerte.

Para calmarse, se puso a pensar en la increíble biblioteca de Alejandría. “Ojalá que los libros me expliquen el sentido de la vida”, se dijo. Además, le interesaba obtener información sobre distintas ciudades, porque intuía que en cada lugar de la Tierra hay diferentes maneras de vivir, y él quería estar abierto a todas las posibilidades.

Su pensamiento quedó interrumpido por una ola descomunal. El agua alzó la nave como si no pesara nada. Filón parecía un torero en el mar. Y cuanto más maniobraba el timón, peor le iba. Él quería girar hacia un lado, y la corriente lo precipitaba hacia el otro. Finalmente, luego de una prolongada lucha inútil, estaba tan agotado que se desmayó.…

El sonido de un trueno lo obligó a volver en sí. Lo primero que vio al abrir los ojos fue el faro. Justo estaba pasando junto a él. El barco, por su propia cuenta, había avanzado de proa hacia la costa. El sol brillaba y el fuego de la torre había sido apagado. El humo negro subía hasta mezclarse con las nubes, y hacia adelante se extendía la ciudad, con sus cúpulas y sus fortificaciones. Alejandría tenía dos puertos, a uno y otro lado del faro: el “Puerto Grande”, y el “Eunostos”, que significa “feliz regreso”. Filón se encaminó hacia el segundo, seducido por el nombre. Era la hora del almuerzo cuando pisó tierra firme. Tenía mucha hambre y, justamente, caminó unos pocos pasos y un viejo le ofreció pescado. Filón se sintió intimidado por la mirada de aquel hombre, que daba la impresión de ser un adivino o un sabio. Tenía ojos de halcón y una larga barba blanca.

Filón le confesó lo que pensaba:

-Parece que usted tuviera toda la sabiduría contenida en los libros… Seguramente me podrá indicar dónde queda la biblioteca que vine a conocer.

El viejo lanzó una carcajada y respondió:

-¿Te parece que soy sabio, muchacho? Debe ser porque a lo largo de mi vida he visto innumerables barcos, y sé todo lo que puede ocurrir en este vasto mar.

El anciano le contó que había pasado toda la noche observando su nave. Entonces Filón comprendió que el viejo era el encargado de mantener encendida la llama del faro hasta el amanecer.

-A veces, los barcos son sombras más oscuras que la noche y más inquietas que el pensamiento -dijo el anciano.

Filón lo observó conmovido. Imaginó que ese sabio debía entristecerse cada vez que veía un naufragio. Así que le preguntó por qué había elegido trabajar en el faro.

-Es que amo el movimiento del agua -respondió el anciano-. El mar no habla de nosotros, los hombres. Pero sabe imitar los vaivenes de nuestras almas…

Filón pensó que la mirada de ese viejo lo había salvado durante la tempestad. Y tocó una canción con su lira, para agradecerle por haber sido su guía mientras él estaba sin conocimiento. El vigía del faro escuchó con atención y luego le explicó:

-Fuiste tú mismo el responsable de todo eso. Al soltar el timón y permitir que el barco viajara libremente, lograste salvarte. En el amor y en el mar -le susurró con un tono de complicidad-, hay que ser más astuto que un gato y dejarse llevar.

Filón se acordó de Teófila con su gatito. Todo lo que él esperaba aprender de su viaje parecía haberse dado en ese solo instante. Ya no era necesario llegar hasta la biblioteca… Se despidió del anciano y lentamente caminó de vuelta hacia la orilla.

-Sigue tocando la lira -lo alentó el viejito-. Tócala ahora, mientras navegas. Así viajarás en armonía con el mar.

Filón volvió a subir al barco. Y a medida que se alejaba del faro, se le ocurrieron las palabras para contarle a Teófila que un vigía lo había ayudado a comprender el secreto del amor.

 

FIN

 

miércoles, noviembre 29, 2023

VIAJE CON TURBULENCIAS Mercedes Abad

 


 

No siempre puede uno saber con diáfana claridad lo que desea. Pero ese día las cosas eran más sencillas de lo habitual. Mis aspiraciones existenciales habían quedado reducidas a una sola. Si me hubiera propuesto confeccionar una lista inspirada en los Cuarenta Principales con mis sueños, afanes y deseos, mi fracaso habría sido rotundo, pues los 39 restantes no aparecían por parte alguna, y la energía que de otro modo se habría repartido a escote entre 40 deseos se concentraba en un solo objeto. Al saberse en tan encumbrada posición, mi deseo, inicialmente sensato y modesto, se había convertido en el más absorbente, imperioso y despótico de los afanes.

Decidida a satisfacerlo cuanto antes, resolví suspender durante unas horas toda relación con la realidad objetiva. Me fui a la estación del ferrocarril y compré siete benditas horas de aislamiento y soledad en forma de billete de ida y vuelta a Zaragoza.

Tuve suerte; después de recorrer todo el convoy, encontré un compartimiento vacío en el último vagón. Me arrellané en la butaca más cercana a la ventanilla y, con una sonrisa de estúpida beatitud, saqué de mi bolso el objeto de mi deseo, una novela apasionante a la que por fin podría dedicarle la atención que merecía sin los impedimentos que una suerte cruel se había empecinado en poner en mi camino durante las dos semanas anteriores con una perfidia sin precedentes. Antes de zambullirme de lleno en la lectura, aspiré los penetrantes efluvios del papel y la tinta y calculé que en el curso de aquel paréntesis de libertad temerariamente arrancado a mis responsabilidades podría leer unas 200 páginas, tal vez más.

Estaba ya inmersa en el fascinante mundo que el autor había creado (para mí, para mí) cuando un tipo irrumpió en el compartimiento. Exhalé un grito y pegué un brinco en mi asiento. Avergonzada, pasé casi sin transición a la clase de risita ofuscada con que uno se ríe cuando acaba de hacer un ridículo espantoso. Pero el tipo ni siquiera esbozó una sonrisa. Rígido y tenso, farfulló una disculpa por haberme asustado y se sentó frente a mí.

Me dije que la irrupción de mi compañero de viaje era un contratiempo menor; dos pasajeros obstinados en charlar habrían supuesto una amenaza infinitamente mayor. Así que regresé a mi libro y retrocedí unas cuantas frases con ánimo de no perder el hilo de la historia. Apenas acababa de concentrarme cuando el tipo empezó a agitar un pie. De forma maquinal, mis ojos abandonaron la letra impresa, imantados por aquel pie y su espasmódico y exasperante movimiento. El hombre debió de percibir un destello de desaprobación en mi mirada porque el pie dejó bruscamente de moverse.

Tres o cuatro líneas después, mi vecino volvió a las andadas. Cruzó y descruzó varias veces las piernas desplazando mucho aire al hacerlo. Parecía estar incómodo no ya en su asiento, sino en el mundo. Luché con denuedo para amarrarme mentalmente a la novela, pero el sortilegio se había roto. La voluptuosa cadencia de las frases, que minutos antes me permitía saborear la textura y el sentido exactos de cada palabra, se había desdibujado para dejar paso a un magma informe y confuso cuyo sentido no alcanzaba a penetrar. Ni que decir tiene que seguí intentándolo. Pero empezaba a comprender que el desasosiego de aquel hombre pertenecía a una especie altamente contagiosa; no sólo no dejaba ni un minuto de agitarse y de rebullir en su asiento, sino que de algún modo se las ingeniaba para provocar en mí una exagerada conciencia de todos sus movimientos, como si repercutieran en mi propio cuerpo segregando oleadas de malestar físico. Se rascaba, se atusaba el bigote, descruzaba y cruzaba las piernas, regresando así a su posición inicial; se frotaba las manos, suspiraba, agitaba ora un pie, ora el otro, tamborileaba en la butaca. A veces, combinaba dos o tres movimientos al mismo tiempo.

Cerré el libro con un golpe involuntariamente violento y nuestras miradas, más que encontrarse, chocaron. Percibí en sus ojos una expresión lastimera que hostigó mi creciente aversión por aquel desconocido. Ni siquiera sabía quién era y ya las circunstancias sembraban la discordia entre nosotros.

Contemplé la posibilidad de cambiar de compartimiento, pero recordé que todos iban llenos. Incluso acaricié la idea de bajar en la siguiente estación y coger cualquier otro tren; a fin de cuentas, me traía sin cuidado ir a Zaragoza, a Madrid o a Valencia. Pero de pronto me vi a mí misma saltando de tren en tren, obsesionada por encontrar el compartimiento vacío y tranquilo que un hado cruel y burlón se complacía en negarme y la imagen me pareció opresivamente absurda.

Volví la vista hacia el paisaje que desfilaba a toda velocidad. Era muy feo; apenas si se veía otra cosa que horrendas fábricas sepultadas bajo toneladas de mugre y envueltas en ominosas espirales de negra humareda; sin embargo, me pareció reconfortante. Estaba a punto de sonreír ante lo estúpido de aquella situación cuando, de pronto, el tipo se dirigió a mí.

-Me juzga usted, ¿verdad?

Disparó su acusación con voz de insecto. De pronto, me veía sentada en el banquillo, juzgada por haber juzgado. Estaba tan anonadada que tardé en poder articular palabra.

-¿Cómo dice?

-Digo que me está usted juzgando.

Tenía voz de insecto, y también los ojos, redondos y saltones, recordaban los de una mosca. Y era tan bajito que los pies no le llegaban al suelo.

-¿Que yo lo juzgo? ¿Por qué iba a juzgarlo?

Mis palabras se me revelaron en su absoluta estupidez no bien las hube pronunciado. Obedecían, es cierto, a una lógica aplastante. Pero encerraban también una flagrante impostura. Estaba desconcertada. Me daba cuenta, por otra parte, de que seguirle el juego a aquel hombrecillo era un disparate.

-No me negará que le ataco los nervios, que mi simple presencia la incomoda y que no le resulto simpático.

-Óigame. Ni niego ni afirmo. Sencillamente, no entiendo lo que pretende usted.

-Sólo pretendo -fue su asombrosa respuesta- que sea usted sincera.

Aquélla era una de las situaciones más enrarecidamente absurdas en las que me había visto involucrada. Me dije que aquel tipo era un insecto que, al caer en una tela de araña, se las ingeniaba para apoderarse de la voluntad de su verdugo con el arma infalible del chantaje sentimental. Él era débil y yo fuerte; sin embargo, conseguía que me tambaleara en la cuerda floja.

-¿Y si no quiero ser sincera? Nadie puede obligarme.

Pero me equivocaba al pensar que con esto zanjaría el asunto.

-Tiene razón -contraatacó el tipo-; sólo una íntima noción de la decencia, que se tiene o no se tiene, puede impelirlo a uno a ser sincero. Y usted carece de la menor noción de decencia.

-Muy bien: soy indecente, hipócrita, miserable; una auténtica piltrafa humana, lo que usted quiera; le doy permiso para aplicarme cuantos improperios le vengan a la cabeza. El problema es que, a diferencia de lo que le pasa a usted, a mí me trae sin cuidado su opinión. Me importa un pito caerle bien o asquerosamente mal. Lo único que quiero es acabar con esta discusión absurda. ¿Me entiende?

Sin duda, me había excedido en mi deseo de zaherirlo. Empecé a sentirme culpable y, al mismo tiempo, me irritó sentirme culpable.

-Claro -volvió a embestir, pero cambiando el tono dolido y acusador por otro tranquilo y frío, ominoso en su extraña calma-, el mundo gira en torno a usted. O, mejor dicho: está a sus pies, como un felpudo que aguardara con absoluta mansedumbre a que usted lo pisotee cuando le venga en gana. Quería usted leer, ahora me doy cuenta. Es usted una persona educada, culta y sensible que sólo pretendía leer una novelita. Y en ésas entro yo, un hombre que tiene la particularidad de estar muy agitado. La molesto. No se pregunta lo que puede pasarme. Ni siquiera se le ocurre pensar que tal vez tengo problemas. Sencillamente, la molesto. Soy una grosera pedorreta procedente de la vida real, algo que le impide a usted entregarse a un mundo de ficción infinitamente más elevado y sublime. Y, puesto que no soy más que una pedorreta, usted no vacila en mostrarme toda su hostilidad y en tratar de aplastarme con la mirada para hacerme sentir inferior e incorrecto. La felicito: ha conseguido su objetivo. Ha lastimado mi amor propio y ahora llevo conmigo una carga de dolor mayor que la que arrastraba hace un rato. Podría fastidiarla con un relato pormenorizado de mis desdichas, pero no se preocupe, se lo ahorraré. Puede usted volver a su libro.

El tipo se calló. Mientras hablaba, había hecho un esfuerzo sobrehumano por construirme una máscara de cínica displicencia. Pero mi deseo de aplastarlo era superior a mí.

-Sus desdichas, caballero, me importan un rábano. Podría usted morirse aquí mismo sin que moviera un dedo para ayudarlo.

Sin otra cosa que añadir, nos miramos fija e intensamente durante largo rato. Hacía apenas media hora éramos dos perfectos desconocidos cuyas trayectorias vitales no se habían cruzado. Pero ahora nos odiábamos como sólo pueden odiarse dos seres humanos.

 

FIN

 

El último libro publicado de Mercedes Abad es Soplando al viento (Tusquets).

Libros Tauro

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