Mi madre soñaba cosas antes de que estas pasaran y, en sus
sueños, encontraba cosas. Yo estaba en la mesa de la cocina cortando una caja
de cartón para hacerle puertas y ventanas la mañana en que bajó y dijo que
sabía dónde estaba Rua. Tenía mucha prisa.
-¡Voy!
-Apresúrate.
Era una de esas mañanas heladas a mitad de enero, cuando el
aire es tan frío que parece nuevo. Cuando salimos, el viento empujó el aire que
respiraba de vuelta a mis pulmones. La seguí por la senda hasta el bosque. Una
becada voló sobre los árboles. Algo me decía que no debía hablar. Mi madre
sabía adónde estaba yendo. Cruzamos una zanja y salimos a un campo de
remolachas que no reconocí. Ella se detuvo y apuntó en dirección de un brezal.
-Está ahí -dijo.
Separamos los brezos y ahí estaba Rua, nuestro Setter rojo,
con el cuello atrapado en un cepo. Parecía muerto, pero no pude desviar la
mirada. Mi madre le aflojó el cepo y le habló. En el alambre había sangre. Lo
cargamos hasta casa y le dimos leche, pero no podía tragar. Debajo del abrigo
se le notaban los huesos y durmió por tres días. El cuarto día se levantó y
siguió a mi madre por la casa como una sombra. Cuando le pregunté si yo también
iba a encontrar cosas en mis sueños, ella me dijo que esperaba que eso nunca
pasara. No le pregunté por qué. Aun cuando era una criatura, ya sabía desde
hacía rato que por qué eran dos palabras que mi madre odiaba.
El tambo era una habitación fría y oscura que mis padres
habían llenado con las cosas que apenas usaban, de la época previa a mi
nacimiento. La pintura amarilla se abombaba en las paredes y las baldosas
húmedas brillaban sobre el piso. Las bridas colgaban endurecidas de las vigas;
sus bocados, polvorientos. La mantequera todavía estaba allí y el olor de la
leche agria persistía en ella; la madera alisada, pero perforada por la
carcoma, las paletas perdidas desde hacía rato. No recuerdo vidrios en esas ventanas,
solo barrotes oxidados y el extraño aplauso del viento soplando por entre los
árboles.
Alguien llevó la vieja incubadora a los empujones hasta
adentro del tambo y un pollo se escapó; una cosa de metal oxidado que solía
brillar como cuchara. Pusimos ahí pollos recién incubados, recogiéndolos en
nuestras manos como pétalos amarillos y los soltamos en ese calor, bolas
cubiertas de plumón con patas siempre en movimiento, asimilando ese calor como
propio. El calor nos mantiene vivos. A veces esas bolas amarillas se caen,
vencidas por el frío, las patas como flechas naranja apuntando hacia abajo. La
mano de mi padre los descartaba como si fueran hierbajos. Mi madre los recogía
con cuidado, inspeccionando esos cuerpecitos amarillos en busca de algún signo
de vida y, al no descubrir ninguno, decía: «Mi pobre pollo», y me sonreía
mientras los deslizaba por el conducto vertedor.
Los coladores de leche también estaban ahí, la gasa vieja
colgando en racimos sucios sobre una hebra deshilachada. Y los frascos de
mermelada de grosella silvestre que olían como a jerez, reducidos en el vidrio
con un reborde de musgo. Mi madre siempre hizo más mermelada de la que podíamos
comer. Solíamos hacer jalea de manzanas: cortábamos esas frutas ácidas en
cuartos y las hervíamos hasta hacerlas pulpa, con corazones, semillas y todo;
vertíamos el fluido grumoso en una funda de almohada vieja, atada a cada una de
las patas de un taburete dado vuelta. Goteaba, goteaba, goteaba toda la noche
dentro del frasco de conserva.
Iba al tambo cuando me mandaban; por un frasco de barniz,
clavos de seis pulgadas, una brida para una yegua cabezona. El picaporte estaba
demasiado alto. Tenía que pararme sobre una lata de creosota para alcanzarlo, y
el metal sobre el que me paraba era delgado como una hoja. Cuando iba ahí por
propia decisión, era para mirar en el arcón, una gran caja oxidada, una valija
de pirata de niño. Era tan vieja que si la hubiera vaciado y puesto a la luz,
habría sido como mirar a través de un colador. Adentro del arcón no había nada
que me gustase: libros viejos, pegados por la humedad y sin ilustraciones,
mapas oscurecidos y algunos libros de oraciones.
-Todo esto perteneció a la familia de tu padre -me dijo mi
madre, empleando un volumen de voz que, se suponía, él no debía oír.
El arcón era tan largo como yo y la mitad de alto, con una
tapa apretada y sin manijas. Lo habría abierto y mirado esas cosas, habría
toqueteado los libros de lomos quebrados, con tapas perdidas. Era el pasado; el
pasado estaba allí. Sentía que, si pudiese comprender sus contenidos, mi vida
tendría más sentido. Pero eso nunca sucedió. Me habría hartado de mirar esas
cosas, habría cerrado la tapa de un golpe, habría hecho rechinar el metal.
El próximo sueño cambió todo. Mi madre soñó con su madre,
muerta. Sus gemidos me despertaron en medio de la noche. Alguien golpeaba
ruidosamente la mesa de la cocina. Bajé furtivamente y me quedé allí, mirando
en la oscuridad. Mi madre estaba acurrucada en el piso. Mi padre, quien nunca
decía nada cariñoso, le hablaba con ternura, persuadiéndola con brandy,
pronunciando su nombre.
-Mary, Mayree, ¡ah, Maayree!
Los dos, que nunca se tocaban, cuyos dedos soltaban la
salsera antes de que el otro la agarrase, se estaban tocando. Volví a subir a
gatas y escuché, mientras esas palabras cariñosas se convertían en otra cosa.
Por la mañana llegó el telegrama. El cartero se sacó la
gorra y le dijo a mi madre que lamentaba los problemas que ella tenía. Mi madre
enrolló el telegrama entre sus dedos como si fuera papel de armar cigarrillos.
Mi padre hizo los arreglos. Vinieron desconocidos a casa. Una vecina me pegó en
la mano cuando encendí la radio. Mi abuela, la mujer con el sarpullido violeta
y los pechos surcados por venas azules, que hemos lavado como si se tratara de
pintura, volvió rígida del geriátrico, en un cajón forrado con volados, y la
pusimos en el frío del salón. Me levanté en medio de la noche y bajé a verla
cuando no había nadie. Una ráfaga hizo que de la vela encendida cayera cera
sobre el aparador. Sabía poco de ella, excepto que no les tenía miedo a los
gansos enojados ni temía agarrarse tuberculosis. Podía curar todo tipo de
enfermedad de las aves de corral. Mi madre había crecido rodeada por patos,
gallinas y pavos. Le toqué la mano a mi abuela. El frío me dio miedo.
-¿Qué estás haciendo? -me preguntó mi madre.
Todo ese tiempo había estado allí sentada en la oscuridad.
-Nada -le dije.
Los vecinos vinieron a acompañarnos después del funeral, los
coches se amontonaron en el camino. Me senté sobre las piernas de desconocidos.
Me pasaban de unos a otros como a bolsa de tabaco y me tomé tres botellas
grandes de 7UP.
Mi tía se quedó parada, custodiando el jamón. «¿A ver quién
va a querer otra tajada?», preguntaba, con el cuchillo mortífero en la mano.
Mi madre se sentó mirando el fuego y jamás dijo palabra. Ni
siquiera cuando Rua se subió al sofá y se puso a lamerse.
Pasaron meses. Mi madre se puso a limpiar el establo, aun
cuando habíamos vendido las vacas hacía años. Iba con el cepillo y el balde,
restregaba los pesebres, el pasillo, e incluso lustraba el tapacubos que
empleábamos para servir la leche espumosa a los gatos. Y entonces volvía y le
hablaba a las estatuas hasta el almuerzo. Se imaginaba tormentas, se encerraba
debajo de las escaleras cuando oía viento, se ponía algodón en los oídos cuando
venía el trueno, se escondía debajo de la mesa con Rua.
Una vez, mi padre y yo, enfardando centeno, la observamos en
el campo, llamando a las vacas.
-¡Chuck! ¡Chuck! ¡Hersey! ¡Chuck! ¡Hersey!
Se quedó ahí parada, golpeando el balde de cinc para hacer
que las vacas imaginarias vinieran a comer. Mi padre la llevó a la casa. Y fue
entonces cuando mi madre empezó a vivir en el piso de arriba.
Así que, para cuando llegó el verano, yo era la que llevaba
la gran tetera para los segadores de heno, con el pico tapado con una página
sacada del Farmer’s Journal. Los hombres chupaban pajitas y me miraban, y le
decían a mi padre groseramente que pronto estaría en edad.
Ella vino a buscarme en medio de la noche, vestida con un
camisón rojo que nunca le había visto. Me sacó de la cama, bajamos los
escalones a oscuras y salimos al prado segado, pasando los montones de heno,
con nuestros pies descalzos a los que se pegaban semillas. Y seguimos subiendo
por los campos de rastrojo, su mano atornillada a la mía, la parte de atrás de
su camisón agitándose al viento. Y entonces alcanzamos la cima y nos recostamos
boca arriba, a observar las estrellas, ella con su cabello color bronce y sus
palabras de loca, no del todo sin sentido, pero intuyendo lo que nosotros no
podíamos entender. Lo mismo que el perro es el primero en oír el coche en el
camino.
Señaló lo que llamaba la cacerola, una disposición de las
estrellas, y me contó cómo fue que llegó hasta allí. Era un cuento de animales
que pasaba en la época de Nuestro Señor, en África. Hubo una sequía. El suelo
se había vuelto polvo, e incluso el lecho de los ríos estaba seco. Los animales
vagaban por África buscando algo que beber. Las ovejas perdieron la lana y las
serpientes, sus pieles, pero una osa joven encontró una cacerola llena de agua
y se la dio a beber a todos para sacarlos del apuro hasta que lloviese. Todos
los animales bebieron hasta hartarse, pero la cacerola nunca se secaba. Tenía
una manija curvada, y cuando llegó la lluvia, las estrellas adoptaron su forma,
y eso es lo que pasó. Y entonces también yo pude verla en el cielo.
Estuvimos ahí hasta el amanecer, el olor del heno llegando
con el viento. Me contó de mi padre, sobre cómo le había pegado durante quince
años porque ella no era igual a las otras mujeres. Me enseñó la diferencia
entre querer a alguien y que alguien nos gustara. Me dijo que yo le gustaba tan
poco como él porque tenía sus mismos ojos crueles.
No entendí, pero fue entonces cuando empecé a ir al tambo
sin que me mandaran. Era un lugar tranquilo. No había nada, solo el viento que
soplaba y el borboteo del tanque de agua en lo alto. El agujero en el cielo
raso, entre las vigas, permitía ver la casa de muñecas, el lugar donde mis
primas solían llevar sus muñecas para golpearles las cabezas contra el tejado
inclinado.
Fue un día de tormenta el día en que vino la camioneta para
llevársela. Mi padre dijo que se estaba lastimando, pero no era nada que se
pudiera ver. Le pregunté si quería decir que estaba sangrando por dentro.
-Algo así -dijo.
Pensé en la imagen del sagrado corazón sobre la estufa, el
rojo corazón expuesto, iluminado por la lámpara roja que nunca se apagaba.
Los hombres están llegando a la casa para buscarla. Ella
está debajo de la mesa. No puedo ver. Corro al tambo, abro el arcón y miro
adentro. Saco un libro de oraciones y paso las páginas. Están gastadas y suaves
como el brazo de mi madre. Abro uno de los mapas oscurecidos y rotos, y, hasta
no encontrar un lugar que reconozca, no puedo distinguir cuál es la tierra y
cuál es el mar. Hay un ala de insecto pegada a Noruega. Los oigo en la
habitación de al lado. Abro otro libro y busco ilustraciones, pero no hay
ninguna. Me meto en el arcón, me pongo en cuclillas. Oigo vidrio que se rompe.
El sonido de lo que ha llegado a ser la voz de mi madre crece hasta el gemido.
Algo cae. Empujo la tapa de lata, dejo que el metal caiga sobre mí con un
chirrido de óxido, tenso. Todo se pone negro. Es como si yo ya no existiera. No
soy yo sentada sobre libros húmedos, dentro de una lata grande y negra. El olor
es viejo y mohoso como el olor de la panera o como el de la parte de atrás del
aparador cuando quedan migas de torta. Un olor que tiene un siglo. Recuerdo que
las ratas una vez royeron la rejilla de la incubadora. Llegaron hasta donde
estaban los pollos y encontramos pedazos de plumones con patas por todas partes
y las partes carnosas completamente comidas. A otros pollos los encontramos
aterrados, exhaustos y escondidos entre latas de pintura o rollos de alambre,
todavía incapaces de huir. Los levantamos, sus cuerpos amarillos palpitantes,
gritos mínimos y enloquecidos.
Ahora yo manejo la casa. El último que dijo que estaba en
edad recibió una quemadura. Mi madre siempre decía que no había nada peor que
una quemadura. Y tenía razón. Sucede que no acepto tonterías de nadie. Dejan
sus botas de goma afuera y mi padre deja los platos sucios sobre el escurridor.
No lo he oído decir que las papas no tienen el centro bien cocinado. Sé usar la
cuchara de servir para golpear. Eso también lo sabe. Rua da vueltas a la casa
buscándola. Pienso en él como en la sombra de mi madre, vagando por la casa.
La visito los domingos, pero no sabe dónde está ni quién
soy.
-Soy yo, mamá -le digo.
-Nunca pude soportar el olor a pescado -dice-. Él y sus
arenques.
-¿No me reconoces? Soy Elena.
-¡Elena de Troya! ¡Métete en tu caballo! -dice.
Es buena con las cartas, les hace trampa a los otros y les
saca el dinero que les dan para sus gastos cada semana, y la jefa de enfermeras
tiene que ir hasta su armario para sacárselo cuando mi madre está en el baño.
No se da cuenta. El dinero nunca tuvo ningún interés para mi madre.
Yo sigo volviendo al psiquiátrico. Me gusta el olor a
desinfectante en los pasillos, los zapatos con suela de goma de las enfermeras,
las peleas por los diarios dominicales. Me gusta que lo que hablan carezca de
sentido. ¿Qué dice eso de mí? Mi madre siempre decía que la locura de una
familia es hereditaria y yo la tengo por ambos lados. Vivo en una casa con el
hombre con quien se casó mi madre. Tengo un perro que casi se murió, pero al
que no le importa estar vivo. Cuando me miro al espejo, mis ojos son crueles.
Supongo que tengo mis propias razones para venir aquí. Tal
vez necesito algo de lo que tiene mi madre. Un poco apenas. Me quedo con una
parte pequeña para mi propia protección. Es como una vacuna. La gente no
entiende, pero una tiene que enfrentar el peor caso posible para ser capaz de
todo.
FIN
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